La iluminación o despertar del Buda, de Siddharta Gautama, el príncipe del clan de los Shakia, es una de las grandes historias de la humanidad y como tal está envuelta en mito, poesía, magia y leyenda. Si algo queda claro de las enseñanzas del Buda —tanto en los sutras del Canon Pali como en los sutras del mahayana— es que la doctrina, el dharma, tiene una función esencialmente práctica, ligada la búsqueda de la liberación del sufrimiento, y cada enseñanza se ajusta a la especificidad del momento y a las capacidades de los discípulos. Tomar las cosas literalmente y aferrarse dogmáticamente a una veracidad histórica absoluta es no entender de qué se trata el buddhadharma (el cual es visto solamente como una balsa que se usa para cruzar a la otra orilla y que luego se abandona).
Así entonces, la misma vida del Buda y los sutras, biografías y leyendas que la evocan, son enseñanzas en diferentes niveles, un abundante caudal de medios hábiles que emergen en relación a las necesidades de los seres y la evolución de las diferentes escuelas budistas para inspirar a la práctica y subyugar los “demonios” o hábitos negativos de la mente. Las diferentes manifestaciones milagrosas y los diferentes siddhis o logros del Buda (desde la omnisciencia a tocar el Sol con un dedo), sin embargo, pueden explicarse doctrinalmente desde la noción fundamental que aparece en numerosos sutras de que la mente precede a todas las cosas, que todas las cosas están contenidas en la mente. Como también por el hecho de que todas las cosas existen de manera relativa e interdependiente, no tienen existencia inherente, son como apariciones mágicas. Como señala el Sutra del Corazón: “la forma es vacuidad, y la vacuidad es forma”. Y el Sutra del Diamante: «todos los fenómenos condicionados son como un sueño, una ilusión, una burbuja, una sombra…». La realidad es que no hay forma de conciliar una visión histórica rigurosa —como la entendemos hoy en Occidente desde el materialismo científico— con la tradición budista, especialmente como evoluciona en el mahayana (donde todo toma una proporción cósmica). Pero esto es asimismo lo que hace tan fértil y radicalmente transformador al budismo: nos dice que el mundo convencional es una ilusión, que la mente es infinita y que existe en nosotros un potencial casi inimaginable que trasciende el tiempo y sus condiciones —y nos da las herramientas y el método para probar estas hipótesis por nosotros mismos, sin tomarlas como dogma. Como dice el traductor de textos budistas Gerardo Abboud:
Asombra lo que pudo descubrir un hombre semidesnudo, sentado debajo de una vieja higuera, sólo con el poder de la mente. Entre otras cosas, que no hay tiempo, que no hay espacio y que no hay materia como creemos percibirla; que todos son simplemente conceptos. Curiosamente, las mismas conclusiones a las que llega la física cuántica.
En este artículo, que ofrecemos como parte de la celebración del Vesak, el día en el que diversos países asiáticos celebran el nacimiento, despertar y muerte o parinirvana del Buda (eventos todos condensados en la luna llena del Vesak), intentaremos captar y compartir la riqueza multidimensional del gran episodio de la iluminación de Siddharta Gautama, el momento en el que alcanza el estado que lo hace propiamente un Buda (aquel que está despierto). Este episodio seminal del Buda, bajo el árbol Bodhi (el arquetípico árbol, el axis mundi), donde la tradición cuenta que los budas previos y budas futuros despertarán también, es sin duda uno de los más hermosos y significativos en la historia de la humanidad, comparable con cualquier otro, y merece el más detallado estudio de cualquiera interesado en la espiritualidad y en los valores universales que trascienden una cultura o una época. Para elaborar esta narración hemos combinado diversas fuentes, entre ellas algunos sutras del Canon Pali, el recuento del “mito” del Buda que hace Ananda Coomaraswamy en su libro Hinduismo y budismo y sobre todo la biografía no sectaria del poeta del siglo I de nuestra era Ashvaghosha, titulada Buddhacarita, un texto clásico.
El príncipe Siddharta Gautama nace hace unos 2,600 años (existen disputas académicas sobre la fecha exacta) en lo que hoy es Nepal. Su nacimiento viene acompañado de signos milagrosos: su madre Maya es visitada en un sueño por un elefante blanco que desciende del cielo y penetra su vientre; el príncipe nace “de su lado derecho” (algo que se ha interpretado como señal de un nacimiento virginal o, en el caso de los más escépticos, de una cesárea). Siddhartha, quien hasta ese momento era un bodhisattva que se encontraba esperando en el cielo Tushita, nace conscientemente, sabiendo que esta será su última encarnación. Los dioses Indra y Brahma sirven como especie de parteros y colocan una tela sobre el príncipe, quien lo primero que hace es dar siete pasos, un signo de la constelación de los siete videntes o rishis (los sabios que vieron los Vedas). El príncipe Siddhartha, de la casta guerrera de los Shakia, crece protegido en un mundo de lujo y felicidad, intocado por la decadencia del mundo externo. Aunque vive en un parque de placer, donde todo viso de sufrimiento ha sido esfumado, cuatro días sucesivos toma su carro por el bosque y se encuentra con un hombre viejo, un enfermo, un cadáver y un monje en austeridad. El príncipe entonces tiene un atisbo de lo que será su doctrina, notando que existe el sufrimiento, pero que tal vez sea posible vencerlo (al ver “la serenidad de un hombre que se ha alzado más allá de las vicisitudes de la existencia”, dice Coomaraswamy). Es a partir de esta secuencia de episodios que el Bodhisattva decide convertirse en un renunciante. A los 29 años, el príncipe anuncia a su padre que abandonará el mundo de su palacio, incluyendo a su esposa e hijo, en búsqueda de una solución al problema de la existencia. En esto se prefigura la noción de un vehículo de salvación universal, el sendero del Bodhisattva: en las incontables vidas del samsara, todos han sido nuestra madre y padre; no es necesario preferir unas vidas sobre otras; el héroe promete llevar a la liberación a cada una de ellas. Aun así, después de su iluminación, el Buda tendrá la atención especial de ir al cielo de Indra expresamente a enseñar dharma a su madre para liberarla de la existencia cíclica.
Poco después de abandonar el palacio de su padre, Mara (la muerte, el demonio) le ofrece el imperio del mundo, pero el Bodhisattva lo rechaza. Se somete por 6 años a mortificaciones y austeridades y estudia meditación —combina el tapas y el samadhi. Habiendo abandonado a sus maestros, considerando que ninguno tenía el dharma capaz de la liberación completa, emprende un camino solitario. En extrema austeridad, cuando su cuerpo se encuentra sumamente debilitado, se encuentra con la niña Nandabala, que le da arroz con ambrosía que los dioses han preparado (aquí se prefigura un camino medio, el rechazo de los extremos). Este alimento lo revitalizará y le dará la fuerza para sostener su meditación y alcanzar la iluminación. Es entonces cuando el Bodhisattva decide no levantarse del árbol Bodhi (ficus religiosa) hasta no obtener el conocimiento de la causa y la cura de la mortalidad y el ciclo del sufrimiento. “Es ahí, en el ombligo del mundo, y al pie del árbol de la vida, que todos los antiguos budas se han despertado». Hace un voto, con la tierra como testigo, y se dice a sí mismo que no cambiará de postura (la emblemática postura, sentado en el suelo con piernas cruzadas) hasta no lograr su cometido.
El mundo entero hace eco de la resolución del que se convertirá en un Buda, la naturaleza y los dioses se regocijan de tal acontecimiento. Pero hay uno que no se alegra, es Mara, el demonio que se opone a la libertad, el gran cadenero del samsara, el que todo lo consume. El Bodhisattva es asaltado por Mara y su ejército de pasiones (lo que serán conocidos como los venenos de la mente). Pero el Bodhisattva se impone a las ilusiones de Mara, habiéndose establecido en un invulnerable estado de concentración y sabiduría. Al disolver a Mara, la luna llena radiante sonríe (uno de los símbolos de la iluminación para el budismo) y una lluvia de flores desciende del cielo.
La iluminación del Buda se suele contar en una noche dividida en cuatro vigilias, en las cuales éste atraviesa los diferentes niveles de absorción meditativa (dhyanas) y consigue recapitular y recordar todas sus vidas previas, eliminar completamente todo rastro de karma y entender la originación dependiente (que es a grandes rasgos la arquitectura del samsara, o cómo se construye un mundo de sufrimiento a partir de la ignorancia).
En la primera vigilia el Bodhisattva recuerda todas sus vidas previas: «En tal lugar fui tal persona y tenía tal nombre y de ahí transmigré a este otro”, escribe Ashvaghosha. Así miles de nacimientos, experimentando cada uno otra vez. Y habiendo recordado todo, nacimiento y muerte, experimentó compasión por todos los seres vivos. “Una y otra vez deben abandonar a sus seres queridos, y deben partir a otro lugar, sin nunca descansar. Sin duda el mundo está desahuciado, y como una rueda gira y gira”, se dijo a sí mismo el Bodhisattva. Y al hacer esto llegó a la conclusión de que el samsara es tan insustancial como la médula de un plátano.
En la segunda vigilia abre el ojo divino (divyaṁ cakṣuḥ); experimenta las vidas previas de todos los seres “Luego con ese perfecto ojo divino vio el mundo entero como un espejo pulido”, dice Ashvaghosha. Contempló las sendas cíclicas de todos los seres. Vio a los desafortunados, a los exaltados y a los humildes siguiendo sus diversos caminos (dioses, titanes, hombres, animales, fantasmas hambrientos, seres infernales, todos sujetos al karma). Observó cómo los seres tomaban existencia en relación a la virtud de sus actos.
Es interesante el comentario que hace el profesor Bob Thurman, quien sugiere que el Buda fue capaz de tremenda hazaña de recolección en tanto que ha también descubierto la relatividad de su propia existencia, la ausencia de un yo fijo (lo que se conoce como anatman). Y es que de otra forma, dice Thurman, el dolor de revivir todas estas experiencias, el sufrimiento de todo el océano de sere sensibles del samsara, sería inmanejable al identificarse con ellas. Es al descubrir la relatividad y lo que el mahayana luego llamará la vacuidad (shunyata), que el Bodhisattva abre su ojo divino, que le permite percibir la totalidad de manera simultánea, sin la constricción de un yo que lo individualiza y lo separa, libre de miedo o esperanza alguna. Podemos comparar este momento con la descripción que hace Borges del Aleph, el punto luminoso en el cual se encuentras todas las cosas y todos los sucesos del universo sin superponerse. En el caso de Borges el Aleph era un objeto misterioso y único, en el caso del Buda es ubicuo, la percepción de la totalidad sin superponerse, en toda la riqueza de la diferencia, estará siempre disponible, será su misma naturaleza. Se dice que un Buda experimenta el universo entero como su cuerpo, esta es también la raíz más inmediata de su compasión.
En la tercera vigilia es donde el Bodhisattva va más allá del samadhi convencional y de las técnicas meditativas que estaban establecidas en su momento en la India e incorpora la visión penetrante del vipashyana y discierne la naturaleza esencial de las cosas. Contempla la originación dependiente, el pratityasamutpada y los 12 vínculos o nidanas de la existencia condicionada (como la ignorancia o avidya genera las impresiones mentales o samskaras que generan la conciencia o vijnana que generan el nombre y la forma o nama-rupa y así sucesivamente). Esta es la cadena que da combustible a la rueda del samsara y cuya extinción será el nirvana (término que remite a extinguir o apagar un fuego).
El Bodhisattva velozmente atraviesa los ocho dhyanas o trances meditativos, recordando que en su juventud de manera espontánea había entrado a uno de ellos. Estos dhyanas marcan los límites o planos más altos del samsara, hasta el espacio donde habitan los dioses sin forma:
Desde la cima del mundo no podía detectar yo alguno (sí mismo, atman). Como el fuego, cuando se ha acabado el combustible, llegó a la calma. Había llegado a la perfección y se dijo a sí mismo ‘Este es el sendero auténtico que han atravesado otros grandes sabios que han descubierto lo superior y lo inferior y han alcanzado la verdad última’.
En la cuarta vigilia el Bodhisattva despierta a la completa budeidad, al estado de omnisciencia y completa erradicación de la avidya. En ese momento, dice el poeta Ashvaghosha, “la tierra tembló como una mujer embriagada por el vino”, los siddhas aparecieron por todos lados, flores celestes y frutos cayeron, tambores resonaron y vientos gloriosos llenos de perfumes soplaron, dioses, protectores y grandes sabios iluminados de las eras aparecieron, el dharma aumentó y la luz venció a la oscuridad. El mundo entero rindió tributo y celebró tal acontecimiento.
Para la tradición mayahana, en la cuarta vigilia la iluminación del Buda se sella con su visión no dual de Venus, la estrella del amanecer. Esto es el perfecto simbolismo de la iluminación, que encuentra su espejo en el emisario de la mañana, en aquel que trae la luz. Pero más que este simbolismo, el mahayana, y el budismo tántrico vajrayana, nos dirán que este momento es la verdadera aniquilación de la ignorancia, puesto que el Buda observa a la estrella ya no como algo separado, dentro del constructo dual de sujeto-objeto, sino que accede a una gnosis no dual de la luz, en la que se disuelve toda separación: “adentro y afuera espontáneamente unificados”. Buda es una forma de ver, la visión pura. Si no hay dualidad, no hay un sujeto que se siente atraído o repelido por objetos y por lo tanto no hay sufrimiento. En su libro The Flatbed Sutra, el maestro zen Louie Wing describe poéticamente este momento:
Buda Shakyamuni ve la estrella de la mañana. La estrella de la mañana ve a la estrella de la mañana. Buda Shakyamuni ve a Buda Shakyamuni. Ver ve el ver.
No queda nadie, sólo está el acto puro de la percepción, la autocognición de la luz.
Este modo de cognición primordial será identificado como el estado natural de la mente, llamada de diversas formas en cada tradición. Términos como bodhicitta (el espíritu o mente del despertar), tatagatagarbha (el embrión búdico), rigpa (gnosis primordial), mahamudra (el gran sello), o la Mente Única, todos aluden de alguna manera a esta cognitividad primordial que yace más allá de toda conceptualización y la cual se compara con el cielo o con un espejo. La interpretación del budismo theravada de las cuatro nobles verdades que enseñó el Buda estará centrada en que el sufrimiento tiene como causa el deseo, el cual en sí mismo denota ignorancia, ya que se desean cosas o fenómenos que son invariablemente impermanentes (anicca), lo cual obviamente produce insatisfacción (duhkha). Ya que el mahayana introduce la noción de la naturaleza búdica inherente (tatagatagarbha), la causa esencial del sufrimiento se modifica. El sufrimiento ocurre fundamentalmente por no reconocer esta propia naturaleza esencial que es la iluminación. El no reconocer esta naturaleza básica es la ignorancia primordial (avidya), la cual se produce cuando la mente percibe el mundo dentro de una dicotomía sujeto-objeto. La angustiante sensación de separación que tenemos, la ilusoria consolidación de un ego o yo individual y en realidad toda la innumerable rueda del samsara son los resultados de este punto básico en el cual la mente se confunde y percibe las cosas como si tuvieran existencia inherente independiente de sí misma. Como dirá Padmasambhava en el Bardo Thodol (Libro tibetano de los muertos): «la ignorancia es no reconocer que la luz que ves es el despliegue de tu propio ser».
Después de su iluminación, existen diversos relatos sobre las palabras que vinieron a la mente del Buda. En la tradición theravada se dice que el Buda exclamó:
Habiendo buscado al constructor de la casa,
he errado en el vórtice del samsara por incontables vidas,
sin poder escapar de la muerte; el sufrimiento se repite siempre,
en este volver y volver a nacer.
¡Oh constructor de la casa, has sido descubierto!
Nunca más volverás a construir esta casa para mí.
Todas las vigas se han quebrado, y se ha desplomado el techo.
Los agregados se han deshecho.
Mi mente ha alcanzado la destrucción de los apegos….
Se dice que el Buda permaneció en su supremo samadhi por siete días (y en algunos casos se habla de siete semanas). Habiendo dicho:
Profundo y quieto, simple, luminoso y sin forma.
He encontrado un dharma que es como un néctar.
A quien sea que se lo explique, nadie lo entenderá.
Por ello permaneceré, silencioso, en la selva.
Pero, evidentemente la historia no termina ahí y se cuenta que fue entonces cuando los dioses Indra y Brahma persuadieron al Buda de que enseñara su precioso dharma y que se convirtiera en el maestro de hombres y dioses. Así entonces el Buda emprendió su camino haciendo girar la rueda del dharma, enseñando las cuatro nobles verdades y el óctuple noble sendero, primero ante los famosos cinco mendicantes (para el mahayana habrá otros dos giros de la rueda del dharma y un cuarto, o una enseñanza tántrica, según el vajrayana).
En la tradición zen se dice que al iluminarse el Buda exclamó: “Ah, qué maravilla, ahora veo que la Tierra, todo los seres sensibles y yo mismo hemos estado iluminados desde el principio”. La historia cambia un poco aquí en el sentido de que para el mahayana, la iluminación no es un acontecimiento único sino que es el potencial innato de todos los seres, la pureza esencial de la mente que deben gradualmente alcanzar. En el budismo tántrico vajrayana se irá más lejos y se considerará a la iluminación como algo que puede precipitarse en esta misma vida, ya que ésta es algo que no se produce o se logra, sino que es algo que esencialmente se reconoce o descubre (como quitarnos una venda), es la realidad subyacente de todas las cosas. El vajrayana entonces asumirá el fruto (la iluminación) como la base o actualidad misma del sendero y realizará una serie procedimientos para enraizar o estabilizar el entendimiento de la propia naturaleza búdica. El zen, a diferencia del mayahana tradicional, defenderá la posibilidad de la iluminación súbita o repentina (como ocurre también con el dzogchen, el vehículo o sendero más alto del vajrayana). El razonamiento que predomina aquí es que si la budeidad no es un estado que tenga fin, es intemporal y omnisciente, no podría ser algo que se produzca, algo que tenga una causa, algo nacido, una obra del tiempo, ya que todas las cosas que son producidas, que tienen causa, que han nacido son impermanentes y llegarán a su término. De aquí entonces la budeidad debe de ser algo no-nato y libre de toda producción, causa y condición: la realidad misma, sin elaboración alguna, que sólo no experimentamos por la ignorancia o los hábitos de la mente que cubren su naturaleza prístina. Es por ello que el budismo es esencialmente una religión de la mente, de la comprensión correcta de la realidad, de la sabiduría; la sabiduría de la naturaleza original, saber quién somos (aunque ese quién sea nadie, una nada radiante) es la budeidad, el estado que el budismo temprano llamara nirvana y que más tarde será llamado con otros nombres intentando evitar la dualidad a la que remite el nirvana y su contraposición al samsara. El reconocimiento de la naturaleza de la mente en sí mismo conlleva la destrucción del samsara pero también del nirvana, de toda diferencia, separación y concepto, incluyendo el mismo Buda.
https://pijamasurf.com/2017/05/la_preciosa_historia_de_como_el_buda_llego_a_la_iluminacion/