Son incontables las definiciones de la virtud, muchas de ellas un tanto abstractas o constreñidas a juicios morales que requieren de una particular visión religiosa o metafísica del mundo. Definir la virtud se enfrenta necesariamente a este tipo de problemas, ya que no es algo que pueda aislarse mecánicamente o situarse como una parte del cerebro que se activa, bajo una especie de reduccionismo materialista. Quizá sea más interesante optar por una vía opuesta: la de la metáfora.
Al respecto, en el pensamiento taoísta encontramos uno de los entendimientos más ricos sobre la virtud. En el Tao Te Ching se comparara a la virtud con el agua. En el capítulo VIII se dice:
La alta virtud y el agua son parecidos. El agua y la virtud extienden sus beneficios a todos los seres y actúan sin luchar. Ambos se sitúan en los lugares que el ser humano desprecia. En el corazón del hombre la virtud es el vacío. La virtud de los buenos actos es la humanidad; de la palabra, la sinceridad; de la administración, el buen gobierno; de la actividad, el poder; de la acción, el tiempo.
Sólo la virtud actúa sin luchar. Por eso no se hace de enemigos.
La filósofa francesa Simone Weil consideró esta definición de la virtud acertada y la incorporó a su pensamiento. Weil es un buen ejemplo de esta virtud taoísta, pues su vida estuvo ligada a una mezcla de acción política y contemplación espiritual, de las cuales desarrolló una teoría de un «hacer sin hacer», similar a lo que señala el Tao Te Ching un poco antes del pasaje citado, cuando se habla del «espíritu del valle» que «crea sin esforzarse». Y después, cuando se habla sobre el sabio: «Las puertas del cielo se abren y cierran, y él permanece en reposo. Inundado de luz… Hace el bien sin esperanza de recompensa». Weil copió en sus cuadernos buena parte de este libro y lo comentó. Escribió: «El agua de los taoístas. Esto es lo que los santos entienden por obediencia». Una obediencia que es hacerse permeable, dejar que las cosas sucedan. Pero para permitir que, por así decirlo, la energía del cosmos fluya a través del individuo que es como un río, hay que soltarse, hay que eliminar los diques, hacerse dúctil. Y, de manera importante, estar atentos y esperar a que llegue la corriente.
Existe por supuesto una creencia en que la naturaleza misma es la expresión de una fuerza benévola o al menos necesaria, que conduce a las cosas a un estado de paz, si es que se logran eliminar las resistencias. Esta fluidez es a la vez gran fuerza, pues la ausencia de resistencia permite que se manifieste el poder. Esto puede observarse tanto en un río que no es obstaculizado como en un cuerpo que está relajado, y por ello puede «fluir» espontáneamente su verdadera naturaleza.
El símil tiene también una dimensión moral. Como dice el texto, el agua va a los lugares a los que el ser humano se niega a ir pues los considera despreciables; el sabio o el santo va igualmente a estos lugares y no queda afectado, pues está vacío; esta es la virtud de su corazón, que le permite resonar con los más desafortunados y extender su compasión, sin verse contaminado. El agua no se mancha, todo oscurecimiento es meramente adventicio. Simone Weil construyó una ética con base en esta idea en combinación con su concepto de la atención. Como dice en otra parte, todo lo que una persona verdaderamente miserable quiere es ser el objeto de la sincera atención de otra persona. Atención que no proyecta deseos o juicios; que no busca satisfacer su propio deseo «altruista»; que meramente atiende y resuena con la desdicha. Así, esta atención se convierte en amor. Y el amor es como el agua que todo lo arrastra, todo lo lleva y todo, finalmente, lo disuelve.
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