Actualmente asumimos que la ciencia y la religión son dos disciplinas opuestas, o como diría Stephen Jay Gould, dos magisterios que no se empalman (y no deben empalmarse). La religión es, por supuesto, peligrosa porque está llena de ideología que hace que la gente tenga comportamientos radicales o que sea fácilmente controlada. La ciencia, en cambio, creemos, está libre de la ideología y por lo tanto es más limpia y segura.
La realidad es que muchos científicos descubren a través de su trabajo -o simplemente de su naturaleza humana- una visión espiritual del mundo, que en muchos casos trasciende a la ciencia. Por supuesto, actualmente esto es cada vez es menos conocido, seguramente porque el materialismo se ha convertido en la visión dominante de la ciencia y del mundo en general y un científico debe limitarse al terreno de lo observable y no emitir juicios de valor o ceder a la «debilidad» de las creencias. Aquí radica el poder de la ciencia, en que calcula y observa y produce cosas tangibles y útiles, pero al mismo tiempo esta es su debilidad, pues no es capaz de abordar las grandes preguntas de la existencia, que tienen que ver con el sentido y la finalidad de existir. Estas preguntas para la ciencia no son razonables, pero para el ser humano son mucho más importantes que las respuestas que puede arrojar la ciencia en su pura «objetividad». Y entre esas personas que se preguntan y se estremecen por esas cosas están los científicos, aunque no suelen admitirlo -o lo admiten una vez que se han consagrado o su carrera está por finalizar-.
Muchos científicos importantes han sido místicos o filósofos. Por supuesto, en un inicio todos los científicos eran filósofos, pues la ciencia derivó de la filosofía. En épocas «modernas», fueron Descartes y Bacon quienes consolidaron el método científico. Antes Kepler había sido un místico, y Newton lo fue también (pues «de noche» se dedicaba a la alquimia y a la profecía bíblica). En tiempos más recientes hemos visto cómo una parte importantes de los científicos que crearon la teoría cuántica se inclinaron al final de sus carreras a la filosofía o a la especulación religiosa o mística, acercándose a ideas orientales. Entre ellos, Niels Bohr, Werner Heisenberg o Wolfgang Pauli (quien fuera alumno de Carl Jung).
El científico más popular del siglo XX y, junto con Newton y Darwin, el más influyente de la historia, Albert Einstein, es generalmente asociado con una visión racional del universo. Lo que pensamos que es la ciencia hoy en muchos sentidos se debe a Einstein. Pero aunque Einstein debatió con Bohr y no creía que hubiera fuerzas extrañas inmiscuyéndose en lo que veía como las leyes perfectas y deterministas del universo, Einstein no era ateo. Estaba muy lejos del dogmatismo de algunos científicos contemporáneos como Richard Dawkins, quien hace vehemente campaña en contra de la religión. Einstein tenía una sensación de que el universo era expresión de una inteligencia perfecta, hablaba de una «religiosidad cósmica» y se inclinaba a creer en el «Dios de Spinoza«.
En un nuevo libro, Los físicos y Dios, el profesor Eduardo Battaner López explora la relación entre la ciencia y la religión o las ideas teológicas y espirituales de los científicos. Battaner López señala en una entrevista en El País:
Los físicos hoy trabajan prescindiendo de sus creencias particulares. Incluso los más creyentes no mezclan su ciencia y su religión. No siempre ha sido así. Por ejemplo, [Johannes] Kepler era un místico que, basándose en que estamos hechos a imagen y semejanza, creía que podía comprender el mundo. Es un método científico inaceptable hoy, pero que le llevó a establecer unas leyes de gran precisión. Creía tener la responsabilidad de interpretar la creación.
Pero por otro lado se ha dicho, según el físico Michel Mayor, que «no hay sitio para Dios en el universo». Sin embargo, Battaner López observa que no todos los científicos tienen esta idea, existe más diversidad en la ciencia. «Los hay creyentes, agnósticos y ateos. No todos piensan como Mayor. Por ejemplo, [Albert] Einstein sí encontró a Dios en el universo, en la perfección y la belleza de sus leyes».
Evidentemente el «dios de Einstein» no es el mismo que Yahvé o Allah, ni tampoco Shiva o Vishnu. No es un dios que interfiere. No es una persona. Se trata del dios de Spinoza, un dios (como el de Bacon también) que se revela en sus obras: en las leyes del universo y que, además, es en estas leyes; una única sustancia que abarca a la mente y a la materia, que son sus atributos. Einstein, en su correspondencia con el rabino Herbert S. Goldstein, escribió: «Creo en el Dios de Spinoza. Quien se revela a sí mismo en las armoniosas leyes del universo, no en un Dios que se ocupa del destino y el castigo de la humanidad».
A Spinoza se le ha calificado de ateo por ambos bandos, por los cristianos que lo criticaban por su «panteísmo» (que reducía dios a la naturaleza) y por los científicos que buscan apropiarse su visión racionalista. Pero, por supuesto, si tomamos en cuenta lo que él mismo dice, Spinoza debe considerarse como un filósofo racional y religioso, que entiende que el universo es divino. Y esta quizá es la gran idea que arroja su pensamiento y que merece ser rescatada en la ciencia, que la religión y la razón no son necesariamente enemigos, pueden dialogar.
Curiosamente, esta idea que encontramos en Einstein y en Spinoza de que «Dios es el universo», la encontramos hoy también en el new age y entre esa creciente denominación de personas que se describen como «espirituales pero no religiosas», entre quienes podemos encontrar a muchos artistas, científicos y hasta ingenieros (aunque estos suelen ser los más nihilistas). Y aunque la religión ya no es una palabra bien aceptada o, ciertamente, no una con la que este grupo quiere identificarse, esta idea no deja de ser «religiosa», pues asume que existe algo superior al ser humano y encuentra sentido existencial en relacionarse con eso que trasciende la propia condición humana e individual.
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