La leyenda del asceta y la princesa
La leyenda del asceta y la princesa es una antigua leyenda de la India según la cual existía un viejo asceta llamado Chyâvanâ que pasaba días y días meditando a la orilla de un gran lago. Tanto tiempo pasaba inmerso en sus meditaciones, que su concentración le impidió ver como su cuerpo quedaba completamente cubierto por un gran hormiguero.
Un buen día, una de las hijas del rey, Sukanyâ, paseaba por el lago tranquilamente hasta toparse con ese gran hormiguero. Curiosa, alcanzó un palo e intento introducirlo para ver que sucedía. Del agujero que había hecho comenzó a manar sangre. Sin querer le había perforado los ojos a Chyâvanâ. Atemorizada se volvió y corrió todo lo rápido que pudo para volver a su palacio.
No obstante, a pesar de que la joven pensaba que no sucedería nada, se dio cuenta de que sus súbditos tenían fuertes dolores. Asustada pues estaba segura de que había sido desencadenado por su curiosa acción, decidió contárselo a su padre el rey. Asimismo, el rey, tomó la decisión de ir a visitar al asceta para pedirle perdón y así lograr que todos sus súbditos dejaran de sufrir.
El asceta tranquilamente le dijo al rey que la única forma de compensar el daño sería que alguien lo ayudara, pues había quedado completamente ciego. El rey pensó que era una solución bastante sencilla, pues podría mandar un gran número de súbditos para que lo cuidaran. No obstante, Chyâvanâ, tenía en mente a alguien muy especial; y es que al parecer, el daño sólo podía ser enmendado si su hija se convertía en su esposa y lo cuidaba a partir de ahora.
El rey no sabía cómo actuar, Sukanyâ era su hija preferida, pero sabía que había obrado mal y que el error debía saldarse. A su vez, la princesa, convencida de que esta era la única forma de paliar el dolor de todos sus súbditos y el del propio Chyâvanâ accedió. Cambió sus lujosas ropas por una sencilla túnica de lino y se desposó con el viejo y ciego asceta.
A partir de ese momento, la joven se dedicó en cuerpo y alma a su esposo. Cuidándolo atentamente y hasta con cariño, pues con el tiempo, Sukanyâ se dio cuenta de que aunque viejo y ciego Chyâvanâ era un buen hombre, algo que consiguió enamorar a la muchacha.
Un día, mientras la joven se bañaba en el lago. Se presentaron dos dioses gemelos de la medicina y la saludaron prendados por su hermosura. Al darse cuenta de que su marido era un viejo ciego, ambos dioses se sorprendieron y preguntaron a la joven cómo había terminado allí. Sukanyâ contó toda su historia.
Los dioses, sin dejar de sorprenderse, intentaron tentarla para probar si su amor era realmente firme. Le dijeron que no era nada justo y que si quería podía irse con ellos, casarse con uno de los dos y vivir una vida llena de lujos. La joven contestó que amaba mucho a su marido y que nunca lo abandonaría.
Contrariados, los dioses decidieron poner otra prueba de amor a la joven. Le contaron que al ser médicos celestiales ninguna enfermedad se les resistía. Si tanto amaba a su marido podía casarse con uno de ellos y la vista le sería devuelta de inmediato. La joven se enfadó muchísimo y maldijo a los dioses por querer aprovecharse de ella.
Los dioses quedaron complacidos por la respuesta. Le pidieron disculpas y le dijeron que le devolverían la vista a su marido, volviéndolo a demás a su juventud, si pasaba una prueba. Los tres se sumergirían en el agua y saldrían con el mismo aspecto, ella tendría que reconocer cual de ellos era su marido. La joven accedió.
Tras salir del agua los tres se habían convertido en un mismo apuesto joven. Sukanyâ comenzó a dudar y presa del pánico pidió ayuda a la diosa Aditi. Así, sin más, percibió un ligero parpadeo en uno de los tres que tomó como una clara señal. Se dirigió hasta el mismo y le dijo “Tú eres Chyâvana, mi esposo”. No se equivocó, pues los dioses, no parpadean.
Los gemelos se vieron en la obligación de cumplir su palabra y bendecir este matrimonio, que sin lugar a dudas gozaba de un amor completamente real.