El tantra –ese término tan en boga y tan malentendido– es un complejo movimiento religioso que se centra en la transformación o deificación sirviéndose de métodos que, al menos dentro del contexto brahmánico en el que se desarrolló (ca. siglo IV), son transgresores. Es un conjunto de métodos o técnicas radicales que más que romper con la tradición la resignifican, sirviéndose de experiencias pico –sexo, drogas, magia, muerte, terror, etc.– para hacer que el adepto pueda llegar a vivir de manera continua la realidad divina. El tantra es el tejido o continuum de la sabiduría divina -experimentada como goce- en el mundo. Es cierto, como muchos académicos han insistido en tiempos recientes, que el tantra es mucho más que sólo sexo, si bien el sexo –o el erotismo en forma de yoga– no deja de ser una parte importante de sus prácticas.
Podemos observar cierta continuidad esotérica entre algunas de las prácticas del sacrificio védico y el ritual y el yoga tántricos. Aunque no ha recibido la misma atención en este sentido, el mundo védico es también un mundo sexualizado, cargado de energía erótica y dinamismo. El acto climático del sacrificio védico, la ofrenda al fuego, es repetidamente visualizado como un acto sexual. Asimismo, las relaciones entre dioses y fuerzas de las naturaleza, por ejemplo, entre el dios Agni (fuego) y Soma (el licor celestial), son representadas con una ubicua tensión sexual. Quizá no sería demasiado osado decir que tenemos aquí, aunada a la representación del Espíritu o Conciencia Universal (Purusha) como un hombre y a la Naturaleza Creadora (Prakriti) como una mujer, los prototipos de una pareja divina que se encarna en los mismos adeptos y cuya relación erótica y alquímica es esencial a todos los aspectos de la práctica del tantra.
El académico David Gordon White sugiere que el «universo tántrico» tiene una serie de características esenciales y una de ellas es justamente esta tensión sexual: «Es un universo binario, sexualizado, en el que el cambio y la transformación son vistos como las varias instancias de una interpretación de principios masculinos y femeninos». Todo lo que ocurre, pero que sucede con mayor intensidad allí donde existe el deseo y la atracción sexual, es el juego del dios y de la diosa.
Esta idea tan sencilla y poderosa aparece también en el tantra budista, en las representaciones de los más altos budas y bodhisattvas y del mismo estado de la iluminación como la unión sexual. Así aparecen las yoguinis y las dakinis, que no sólo son las consortes de budas o bodhisattvas sino que en algunos casos son maestras que los inician a la práctica tántrica. Más aun, la unión sexual tántrica no sólo ocurre de manera externa sino que, de manera más esencial, es la unión entre los dos principios cósmicos: el femenino representado por una gota roja solar y el masculino por una gota blanca lunar, que juntas constituyen la presencia del néctar (soma, bodhicitta, amrita) que es el correlato dentro del cuerpo –manifestado como energía– de la sabiduría trascendente o iluminación.
Aunque no sea reconocido de manera explícita, gran parte de los ritos y prácticas de lo que actualmente se llama hinduismo (un fenómeno moderno) tiene una profunda deuda con la ritualidad y la visión filosófica tántricas. El hinduismo sigue imbuido de las nociones brahmánicas de adoración en el matrimonio, en el que la mujer y el hombre se adoran y sirven, siguiendo el ejemplo de héroes y divinidades femeninas y masculinas. Leemos ya en las Upanishad que en el matrimonio el hombre se imagina como el cielo y la mujer como la tierra, y su unión fructifica en la vida.
La idea fundamental del tantrismo es que el hombre encarna un polo del universo y la mujer el otro. La conjunción de los dos, en el entendimiento mismo de una no-dualidad subyacente, o de que esa dualidad es solamente el aspecto de las apariencias que permiten la experiencia suprema de placer y belleza, es en sí misma la experiencia de la divinidad, el yoga. En otras palabras: la vía y principio de divinidad para la mujer es el hombre, y la vía y principio de divinidad para el hombre es la mujer. A través de la práctica del tantra las historias de dioses o budas o bodhisattvas como Shiva y Parvati, Vishnu y Lakshmi, Krishna y Radha, Padmasambhava y Yeshe Tsogyal, Acala y Prajñaparamita, Mañjushri y Sarasvati, etc., pasan de ser realidades eternas, arquetípicas, a volverse encarnaciones históricas que se pueden actualizar en la experiencia de los adeptos.
El tantra, como ha notado White, está siempre unido a la alquimia, ya sea directamente en tanto que los alquimistas indios, practicantes del rasayana, comparten numerosas técnicas y prácticas con el tantrismo, o porque, de una manera conceptual y espiritual, lo que el tantra budista e hindú hacen es una unión alquímica; en términos de la alquimia occidental, un hieros gamos, o unión sagrada, entre los dos principios cósmicos. La unión del sol y la luna, de la mujer y el hombre es la divinidad. Es una unión que abarca tanto el mundo físico como el mundo sutil en el que la conciencia es indivisible de la energía.
En este cosmos tántrico, el hombre utiliza la energía que le provee la mujer para perfeccionarse y la mujer emplea la energía que le da el hombre para perfeccionarse, si bien ambos contienen los dos principios en su interior y la misma alquimia ocurre internamente. Aunque ciertamente tenemos más recuentos de practicante masculinos, no son pocas las mujeres adeptas que han logrado el estado último según la larga historia del tantra. Y, de hecho, varios textos importantes sostienen que toda mujer debe ser adorada, pues es una emanación o encarnación de la diosa de la sabiduría, que es femenina en el budismo, como en otras religiones. Ambos practicantes se identifican no meramente con su propia masculinidad o feminidad humana, sino con formas exaltadas divinas. La alquimia del amor y la sabiduría del tantra budista se erigen sobre la aniquilación de la identidad. Es decir, con base en que la conciencia de la identidad personal es una ilusión, está vacía, los practicantes pueden identificarse con formas luminosas, con dioses y diosas o budas y bodhisattvas masculinos y femeninos. Deben desarrollar o generar estas formas, algunas de las cuales incorporan el éxtasis sexual, usando la meditación y el yoga para purificar el cuerpo y la mente y conducir la energía.
Un buen ejemplo de esto aparece en el texto tántrico Caṇḍamahāroṣaṇa. Leemos ahí las palabras de la diosa de la sabiduría, Prajñaparamita, quien dice: «Cuando una forma femenina es vista en cualquiera de los tres mundos, debe ser considerada como mi forma… uno debe servir a la mujer». En todo momento deben ser vistas como diosas. Y después el texto dice: «Las mujeres son el cielo, son el dharma, son la suprema practica ascética. Las mujeres son el Buda, las mujeres son el sangha«. Las mujeres tienen la más alta consideración, pues son la causa del más alto propósito: la budeidad. Un verso lo resume todo:
Para el hombre la mujer es una divinidad; para la mujer el hombre es una divinidad. Deben adorarse mutuamente, a través de la unión del loto y el vajra.
Estas son las ideas que se encuentran en este tantra y que resuenan íntimamente con la de muchos otros. Tenemos aquí la concepción de una sexualidad sagrada, no una sexualidad al servicio del placer y la gratificación hedonista. Los sexos son sagrados porque encarnan potencias energéticas que participan en la naturaleza divina del universo, que se experimenta como dualidad. Esa dualidad es la fuente del sufrimiento pero, a través de la alquimia del tantra, se convierte en la fuente del goce, en la posibilidad de la unión no-dual. Este es el juego de la energía de los opuestos, que Blake entendió como «deleite eterno» y que en el budismo se manifiesta lúdicamente sin que sea necesario invocar la existencia del yo o del alma. La Gran Upanishad del Bosque imaginó hace ya más de dos mil quinientos años la sabiduría no-dual, la sabiduría que consigue la libertad, como el abrazo de una mujer y un hombre, en el que «ya no se sabe qué está afuera y qué está adentro».
Quizá estas ideas, que son parte irreductible del tantra, no estén muy alineadas con algunas de las nociones actuales sobre la identidad de género, pero ello no es una sorpresa. El tantrismo es impensable dentro de la secularidad o dentro de la «política de identidades» de nuestra época, que se caracteriza por el aferramiento a ciertas identidades y la búsqueda de poder en el mundo. Por esto mismo el tantra no es algo que se pueda practicar fácilmente o que tenga cabida en la modernidad secular. Primero, requiere de una iniciación dentro de una tradición y un empoderamiento –radicalmente opuesto a la idea de empoderamiento actual– en el que el iniciado es ungido por el maestro, a quien sirve y adora como el más fiel sirviente (sabiendo que es el único que puede entregarle lo que busca). El iniciado debe anular toda importancia personal, todo dejo de «derechos» e importancia personal y servir con absoluta humildad y abnegación a las enseñanzas. Su motivación debe ser solamente la compasión, no el propio desarrollo. El budismo tántrico no es concebible sin la fe y la devoción más radicales, que lo colocan en una difícil situación respecto a la secularidad y sus ideas de racionalidad y libertad individual.
Tradicionalmente, la práctica sexual tántrica es solamente indicada para quienes están libres de todo apego a su identidad mundana, por lo que pueden identificarse con la divinidad y no sufren el riesgo de aferrarse a la pasión, el orgullo, la envidia, los celos y demás aflicciones, incluyendo el enamoramiento hacia una única persona: el tantra dirige su amor hacia la totalidad, no a un individuo o a una familia. El Dalái Lama ha dicho que un practicante puede tomar consorte solamente si ha logrado alcanzar el estado en el que se trascienden los opuestos, en el cual es igual comer un pedazo de pastel o un pedazo de excremento.
Sin estas condiciones, cualquier pretensión de «sexo tántrico» es sólo un simulacro, un juego de niños –y generalmente un fraude del new age o una forma de autoengaño, de lo que Chögyam Trungpa llamó «materialismo espiritual».
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