La alquimia es llamada también el arte hermético y es hermética en el doble sentido del término, tanto por trazar su linaje a Hermes Trismegisto, un mítico adepto asociado al dios Hermes, como por su naturaleza «hermética», o sea, enigmática, impenetrable, excluyente. Las fórmulas alquímicas son famosas por esquivas y esotéricas y a veces por una portentosa imaginación poética. Dicho eso, la alquimia pretende ser también un trabajo filosófico que se basa en ciertos postulados metafísicos. Es lo que podríamos llamar una filosofía natural que busca concretizar un principio espiritual.
Así pues, la filosofía de la alquimia puede resumirse, a riesgo de simplificar un poco este complejo arte, en el motto latino solve et coagula, disolver y coagular. Según lo dice Jung en su famoso estudio Mysterium Conjunctionis: «Este proceso puede resumirse en la aguda fórmula solve et coagula -‘disolver y coagular’ subyacen a la opus alchymicum y pueden simbólicamente entenderse como un proceso de integración psíquica-«. Independientemente de la controversial lectura de la tradición alquímica que hace Jung como un proceso meramente psicológico, es indudable que la operación alquímica obedece a estos dos principios, como si fuera una tensión original entre los opuestos -el Sol y la Luna, el fuego y el agua, el hombre y la mujer, etc.-, cuya síntesis es la gran obra, la piedra filosofal, el infante divino.
Desde uno de los textos fundacionales de la alquimia occidental, la Tabla Esmeralda de Hermes, podemos observar actuando estos dos principios:
Separa la Tierra del Fuego, lo sutil de lo espeso, dulcemente y con gran cuidado. Sube de la Tierra al Cielo, y de nuevo desciende a la Tierra, para recibir la fuerza de las cosas superiores e inferiores.
Tenemos aquí el principio de separar «lo sutil de lo espeso», el espíritu de la materia, algo que el mismo Platón ya había sugerido con su idea, probablemente de origen órfico, de separar el alma del cuerpo como la labor quintaesencial de la filosofía -esa preparación para la muerte- y en general de discernir lo espiritual, lo real e inmutable -a saber, las ideas eternas- de lo material o sujeto a la generación, que es como una sombra o una ilusión.
El aspecto de coagular es dado en la frase hermética: «Sube de la Tierra al Cielo, y de nuevo desciende a la Tierra, para recibir la fuerza de las cosas superiores e inferiores». La coagulación es el proceso de fijar lo volátil, el espíritu, sobre una base purificada, que pueda sostener su voltaje. El cuerpo purificado recibe «la fuerza de las cosas superiores e inferiores», hace una síntesis del cielo y la tierra en un vehículo puro, en el cual el inquieto espíritu mercurial encuentra la estabilidad necesaria para coagularse. La alquimia no es una ciencia de la trascendencia per se sino la espiritualización de la materia, un arte de la redención de la tierra, inmanentización de la divinidad. Eso sutil que se libera y que sube al cielo debe regresar para convertirse en una realidad concreta en la tierra, una especie de «planta celeste» (como Platón llamó al hombre, pues su cabeza es la raíz con la que absorbe alimentos del cielo: las ideas). Este mismo proceso luego los alquimistas cristianos lo compararían con la encarnación de Cristo y el culmen de la obra con el cuerpo glorificado de la resurrección.
El gran académico de las religiones Mircea Eliade compara el solve et coagula con el proceso de creación y disolución en la cosmología hindú, el manvantara o la emisión del mundo por parte de la divinidad y la disolución o pralaya. Un proceso rítmico de emanación y de reabsorción que informa a todos los fenómenos. Los mismos alquimistas en su laboratorio -el gran theatrum chemicum- observaban procesos de índole cósmica y sagrada, acaeciendo de tal manera que disolvían las fronteras entre el operador y la operación. El laboratorio era el lugar donde lo mismo se lab-oraba que se oraba, y, debido a la gracia de la divinidad y a la destreza del adepto, se reproducían los procesos arquetípicos de la creación cósmica y, a la manera de una resonancia, estos mismos eran vividos por el alquimista, el «microcosmos», que debía también vivir personalmente los procesos de nacimiento, crecimiento, muerte y demás que vive el macrocosmos y la naturaleza en general. «La opus es una repetición de la Creación, hace que surja la luz de la oscuridad (nigredo), el lapis es ‘uno’ y es producido en la forma del puer, el infante», escribe Jung. Un poema alquímico llamado Sopra la composizione della pietra dei Philosophi, se dirige a Hermes Trismegisto: «Tu Gran Obra claramente muestra que Dios hizo todo de la misma forma en la que el elixir se produce». El alquimista encontraba sus instrucciones observando la naturaleza, ese otro libro sagrado según Paracelso. No sólo la cosmogonía se repite en el crisol y en la retorta, también la Pasión de Cristo. «La Pasión le ocurre al adepto, pero no de la forma clásica -de otra manera estaría conscientemente realizando ejercicios espirituales- sino en la forma expresada por el mito alquímico», dice Jung
El gran esoterista francés René Guénon notó esto mismo: «En verdad, la fórmula solve et coagula es considerada como la clave que contiene en cierta forma todo el secreto de la ‘Gran Obra’, en tanto que reproduce el proceso de manifestación universal». Guénon observó este mismo vaivén en el sacrificio védico (yajna) en el cual se basa, como un arquetipo, aunque cada vez más remoto e insondable, toda la religión hindú. Calasso escribe en La ruina de Kasch:
En la formulación de Guénon, el sacrificio refleja (y por eso invierte) el solve et coagula del origen: eso que fue dividido en la creación es ahora unido de regreso. «El propósito esencial del sacrificio es ‘unir aquello que fue separado’, por ello -en lo que concierne al hombre- reunir el ‘yo’ con el Sí mismo»‘. De aquí la hierogramia, que se entreteje con los actos del sacrificio: la fundación ritual de entretejer Eros y Thanatos.
En el Rig Veda se habla de cómo la divinidad primordial se sacrificó para hacer el mundo. El cielo, la atmósfera, la tierra; los diferentes dioses; las diferentes clases de hombres y demás corresponden a una parte de su cuerpo. Al sacrificarse, la divinidad se desmiembra y muere. Es la labor del sacrificante y de los poetas-sacerdotes, que han observado las correspondencias -por ejemplo, «la cabeza del caballo es la aurora, el ojo es el sol, el viento es su aliento, su boca el fuego universal…» (Brhadaranyaka Upanishad)-, reconstituir o restaurar el cuerpo del dios inmolado, justamente a través de la ortopraxis del sacrificio. Es de notarse que una de las imágenes más usadas en la alquimia occidental es justamente la reconstitución del cuerpo de Osiris, el dios que fue desmembrado por su hermano Set. En el caso del sacrificio védico tenemos esta disolución o separación del cuerpo divino, el cual debe reunirse o coagularse. Al coagularse, cuando todas las piezas del sacrificio entran en una armónica resonancia, se coagula la divinidad misma, se hace lo divino en la tierra, el progenitor resucita y el sacrificante participa en la divinidad, arrojando al fuego, como si fuere, su yo pequeño para en esa muerte subsumirse en el yo universal, el Atman. El sacrificio contiene la polaridad de la muerte y la vida, el eros y el thanatos, es por eso que es el acto original, la plantilla de todos los demás. «Sacrificio es el acto en que se resume el proceso del todo», dice Calasso. Esto mismo era lo que hacía el alquimista, dar rienda suelta a una teleología del todo, a una tendencia natural a la apocatástasis. Manly P. Hall parafrasea al alquimista Georg von Welling:
Una pequeña partícula de la Piedra Filosofal, si se vierte sobre la superficie del agua, según un apéndice sobre la sal universal de Herr von Welling, inmediatamente empezará un proceso de recapitulación en miniatura de la historia del universo, ya que instantáneamente la tintura -como los Espíritus de los Elohim- se agita sobre el cuerpo del agua. Un universo miniatura se forma, el cual, según afirman los filósofos, en verdad surge del agua y flota en el aire, en el que pasa por todos los niveles de desarrollo cósmico y finalmente se desintegra.
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Posteriormente el sacrificio védico se interiorizará -proceso que ya vemos en marcha en las Upanishad– y reaparecerá en el yoga y en la alquimia hindú, en el rasayana. Los siddhas imaginarán el proceso de la respiración e incluso la percepción misma como un sacrificio. El gran maestro tántrico Abhinavagupta ofrecerá cada contenido perceptual al gran fuego sacrificial, como si la unión del objeto de los sentidos y los sentidos fuera un agnihotra. En este caso, bajo la visión tántrica de que todo es sagrado, la pura percepción será considerada una libación que es disfrutada por Shiva. El «sacrificante», el yogui tántrico, se visualiza como la deidad que absorbe y reabsorbe la luz de la cognición. «Acto sacrificatorio: cualquier acto donde el actor se contempla a sí mismo mientras actúa», escribe Calasso en La ruina de Kasch. En los Veda se habla de dos aves que habitan en el mismo árbol, una mira y la otra come. Esta es la pareja prototípica. Dios y el alma. Pero hay una identidad entre estas dos aves, y entre el sacrificante y la víctima. La víctima sustituye al sacrificante, que muere vicariamente en la víctima, que debe morir porque la creación es «un suicidio divino». Y por ello debe contemplarse como dos, como el que actúa y el que contempla la acción. «Todo sacrificio es reconocimiento de un Otro», añade Calasso. Es el reconocimiento de un «Otro», de alguien oculto que el sacrificio desoculta, de lo divino a lo que se ofrece, pero también de un otro, pues uno actúa y otro contempla. Es sólo desde esta distancia, que no deja de ser intensidad, que se puede ofrecer también la conciencia que requiere el sacrificio, mezcla de desapego y ardor. Krishna le dice a Arjuna, «actúa, pero con desapego», renunciando al fruto del acto, como si todo fuera un sacrificio (y lo es). Esta renuncia y esta conciencia del sacrificio es lo que abre la puerta -y crea la distancia- para que la divinidad, el gran Otro, se haga presente y pueda ser reconocido.
En el caso de la alquimia hindú, el rasa o el líquido que era arrojado al fuego en el sacrificio es resignificado como el mercurio en su aspecto externo y como el semen en su aspecto interno. Ya en los Brahmana y en las Upanishad se había visualizado la libación del sacrificio como un acto sexual en el que el fuego es la vulva que recibe el semen (la mantequilla clarificada). David Gordon White comenta en su libro The Alchemical Body:
En el tantra, el acto sexual, la emisión del semen masculino (la ofrenda sacrificial) en la mandíbula fogosa del órgano sexual femenino, es identificada como un sacrificio, los beneficios del mismo se adhieren al sacrificante. Durante el acto, el practicante masculino por ello recita: ‘Om, tú la Diosa, resplandeciente por la oblación del dhanna y el no-dhanna, en el fuego del sí mismo, usando la mente como la cuchara sacrificial, por lo alto del camino de sushumna, yo que actúo con los órganos de los sentidos recogidos, constantemente hago esta oblación.
Tenemos aquí claramente la confluencia del yoga tántrico -en el acto sexual- con el sacrificio védico (el recitar la plegaria y la visualización) en un proceso alquímico de deificación. El yoga es el sacrificio (yajna) interno y la alquimia es, como dijera el profesor Gilles Quisper, «el yoga de los gnósticos». Vemos aquí que se invoca el despertar de la diosa, probablemente la misma Shakti-Kundalini, que se eleva por la columna con los vientos que penetran través del canal central o sushumna, hacia el chakra de la corona, «el loto de los mil pétalos», el asiento mismo de la conciencia divina, que al despertar derrama el néctar de la inmortalidad, el amrita, el equivalente al soma que era usado en el sacrificio védico. Tenemos también aquí la misma idea de Calasso de que todo acto que se hace consciente de un Otro, es un sacrificio. Para el tantra, la «oblación constante» (el «ora constantemente» de San Pablo) será el identificarse con la deidad y asumir que es la divinidad la que disfruta y actúa a través de uno. El ave que come sufre hasta que no se da cuenta que hay otra ave en la misma rama, que sólo mira. Entonces se identifica con esa ave dorada, que no está inmersa en el mundo generativo, y por eso sólo goza, contemplando, libre de todo cambio, a la distancia.
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El término solve et coagula, al parecer fue introducido por Paracelso, «el Hermes suizo». Paracelso usó la idea fundamental del solve et coagula para acuñar la práctica de la «espagiria», que es un compuesto de spao (separar o dispersar) y ageiro (reunir, recolectar). La espagiria es la alquimia botánica, la cual se centra en la preparación de elixires. Paracelso entiende este proceso espagírico también como la separación de lo verdadero de lo falso. Algo similar a separar el grano de trigo de la paja, como reza el Evangelio. El mismo Calasso comenta en Ardor que existe una especie de espagiria natural en todos los procesos de un organismo: «Que el sacrificio es una alternación, una combinación, una superimposición de dos gestos -dispersar y reunir- explica también por qué es inevitablemente concebido como respiración, sístole y diástole, el solve et coagula alquímico».
Álvaro Remiro, quien mantiene viva la práctica de la espagiria hasta el día de hoy, describe así su arte:
Cuando en espagiria trabajamos con un vegetal, éste está coagulado o se está coagulando, intentando expresar su espíritu a través de la materia en una forma vegetal. El espagirista, en la elaboración del remedio, incita en el vegetal el ritmo del coagula et solve para llevarlo a su perfección separando, purificando y uniendo otra vez. Para elaborar un remedio debe disolver la materia procurando que no se pierda el espíritu, debe separar las diferentes partes que la componen: su sulphur, su mercurio y su sal. En este sentido, la planta es Osiris, y el espagirista, como Seth, debe separar sus miembros para, después de su purificación, ahora como Isis, recomponer los tres mismos elementos: sulphur, mercurio y sal, eliminando las impurezas, lo grosero, para que el vegetal se transmute en remedio donde pueda expresar su expresión espiritual. El espagirista debe saber fijar el espíritu y despertarlo para que el remedio sea un remedio vivo.
La labor del alquimista como la del yogui o la del santo es sobre todo un eliminar los obstáculos, no construir algo nuevo; ordenar, entrar en ritmo, vivir ética y artísticamente para que la a divinidad pueda vibrar simpáticamente con el proceso vital del individuo; purificar y limpiar el cuerpo, el altar del templo, para que la divinidad se sienta en casa y haga allí su morada. Según Remiro: «El plomo no se trasforma en oro, porque el espíritu que lo anima siempre fue, es y será oro. El germen metálico es, en todos los casos, una semilla que tiende al oro. El alquimista sólo tiene que disolver y purificar aquello que impide al espíritu metálico manifestar su perfección».
El poeta Hölderlin, en quien encontramos lo más parecido a un rishi védico, concibió al poeta como una especie de sacerdote, el vínculo entre la tierra y el cielo. Curiosamente, kavi, el poeta, en la tradición de los siddhas medievales es también un nombre que se le daba al alquimista. Y vipra, como se llama también a los poetas en los Veda, literalmente «el que vibra» será un término utilizado entre los yogis tántricos para aludir a la energía divina que recorre el cuerpo. Hölderlin escribe:
Pues nunca pudiera contenerlos una débil vasija,
sólo a veces soporta el hombre la plenitud divina.
Los dioses son como rayos fulminantes que necesitan de un vehículo afín que soporte su corriente. El poeta, dice Hölderlin, es el que oye la voz relampagueante del cielo. Para establecer el diálogo con los dioses se debe purificar la mente, sacrificar y dar gracias.
Pues donde los puros están presentes, más palpable
es el espíritu…
El poeta, como el sacerdote védico o griego, sabe que debe tener al dios primero: «Tú hablas a la divinidad, pero todos han olvidado que siempre las primicias no son de los mortales, sino que pertenecen a los dioses». Es por esto que los celestes nos han abandonado. Sin embargo, «nuestra gratitud conoce a Dios». El laboratorio es un lugar para obrar pero también para dar gracias, para alabar. La naturaleza alaba a Dios naturalmente, pero el hombre debe hacerlo a través del arte, imitatio dei.
A fin de cuentas la divinidad sólo reconoce a la divinidad, no ve otra cosa que lo divino.
En los dioses y en la Deidad sólo puede
creer quien él mismo es divino.
Esto mismo lo expresó Goethe de otra forma:
¿Si el ojo no fuera como el Sol,
cómo veríamos el Sol?
¿Si no se encontrara en nosotros el mismo poder de Dios,
cómo podría lo divino deleitarse en nosotros?
Y antes Plotino:
Ningún ojo jamás vio el Sol sin volverse solar, ni puede un alma ver la belleza sin volverse bella. Debes parecerte primero a lo divino y hacerte todo bello si quieres ver a Dios y a la belleza.
De todo lo cual podemos extrapolar, como notaron muchos alquimistas, que la alquimia requiere de una transformación moral a la par entre el operador y su materia operativa. Como dice el alquimista Gerhard Dorn: «tam moralis quam chymica«. Así la piedra no sólo es el premio, es también el espejo tortuoso en el cual se refleja su espíritu. Por eso mismo abundan historias de alquimistas que perdieron la cordura o que cayeron en la ruina absoluta, persiguiendo el oro de la obra con aspiraciones egoístas, haciendo de lo que es una piedra eminentemente sofíánica, un «oro de los tontos». Estos fueron, en otras palabras, los alquimistas que no sacrificaban. Sin sacrificio no hay alquimia. No hay posibilidad de la transformación radical que sólo da la integración consciente de la muerte, de la muerte como presencia constante -no sólo de que estamos muriendo, sobre todo de que estamos matando, y debemos de substituir y dedicar lo que matamos (lo que consumimos) si queremos mantener un diálogo con el Otro, con lo divino, y que el mundo mantenga cierta consistencia, cierto sentido y conexión con el Todo. Acaso en preservar la conciencia de que todo acto es siempre un dar-recibir -y que venimos con una deuda pues recibimos el ser y la divinidad murió para que naciera el mundo-, yace la posibilidad alquímica de la muerte, de la expansión infinita de la luz que describen los poetas védicos al tomar el soma. Un mundo secular que, por definición, es el lugar donde no se hacen sacrificios, donde lo sagrado no tiene lugar, es un mundo donde no hay alquimia, donde la alquimia se convierte en una palabra que se usa para todo -para el marketing, para la política, para cualquier terapia- pero que por eso mismo ya no significa nada.
Twitter del autor: @alepholo
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