Karins Mariano.- Hace pocos días, el renombrado científico Miguel Beato, en los umbrales de su jubilación, dijo al diario El País: «Lo peor que ha aportado la medicina es que somos demasiados humanos, somos una plaga para la Tierra», y continuó «El ser humano no evoluciona ya porque la medicina y los cuidados hacen que el que no tiene capacidad para competir biológicamente, siga adelante y tenga hijos. El genoma humano ya no evoluciona, involuciona.
Más bien estamos creando malos genomas porque permitimos que todo el mundo, con el defecto que sea, miopía o lo que sea, se reproduzca y tenga hijos. Para la evolución es clave que el que no esté bien preparado, casque y no tenga hijos. Si no, no hay evolución». Beato ha sido el primer director del Centro de Regulación Genómica, es un pilar de la investigación sobre el cáncer y ha escrito unos cuantos miles de importantes artículos científicos en su carrera. Sin embargo no tiene empacho en volver sobre un antiguo concepto tan turbio científica como moralmente: la eugenesia.
La eugenesia es la esencia misma de la ingeniería social, es su justificación filosófica y pretensión científica y, como toda ingeniería social, se amolda con arreglo a sus fines. «La eugenesia es la autodirección de la evolución humana» era el lema del Segundo Congreso Internacional de Eugenesia de 1921. Hoy, un siglo después, la idea sigue igual, no ha evolucionado mucho, paradójicamente.
Todo cambio de siglo conlleva sesudas reflexiones sobre el rumbo de la humanidad y temores de un apocalipsis a la vuelta de la esquina. Los albores del siglo XX no fueron la excepción, y la humanidad recibió al siglo con grandes avances científicos y tecnológicos, cambios sociales y políticos tan profundos como conflictivos y, sobre todo, todo esto a una velocidad inédita. Una de las ideas que más se destacó desde fines del siglo XIX fue la de identificar el conflicto con el crecimiento poblacional visto como una hecatombe demográfica sin control al que debía contraponerse una reproducción selectiva en función de eliminar los elementos impuros de la humanidad.
Políticos + científicos (esta fórmula nunca es buena) abrazaron la idea de que se podría cuantificar la herencia para tomar las riendas de nuestra evolución y no dejar este tema librado al azar, o sea fuera de su control. «Concuerdo con usted si lo que quiere decir, como supongo, es que la sociedad no tiene porqué permitir que los degenerados se reproduzcan», le contestaba Teodoro Roosevelt al biólogo eugenista Charles Benedict Davenport en una carta. Es que, lejos de lo que se pueda pensar, esto no era una cosa de locos que conspiraban en un subsuelo, esto era «el consenso científico hegemónico».
La primera ley eugenésica se aprobó en Indiana en 1907 y hasta 1981 se practicó en Oregón. En 1910 se creó la Oficina de Registro de Eugenesia en Nueva York que funcionó hasta 1939 bajo la órbita de la Estación para la Evolución Experimental. Allí se recolectaba información como el color de pelo y ojos, cosillas raras como el gusto por el mar o la montaña, una cosa que llamaban «gitanismo», la promiscuidad, el vagabundeo o el alcoholismo y mucho más. Todo eso lo procesaba y archivaba. Su director, Harry H. Laughlin, devoto creyente en las capacidades del Estado para el perfeccionamiento de la raza, elaboró en 1922 una ley modelo que usaron inmediatamente otros 18 estados.
La palabra eugenesia aparecía en los medios y en el cine. Había eventos festivos locales que organizaban «concursos de familias aptas» y se exhibían carteles con lemas como «algunas personas nacen para ser una carga para los demás». Mary De Garmo, una activista política y ex maestra de escuela fue una propagandista exitosa en combinar estándares de salud e inteligencia con concursos en ferias estatales, creó los superexitosos «Better Babies Contests» en los que médicos y científicos ofrecerían su tiempo para juzgar la superioridad de los bebés. Estos concursos eran muy populares, fueron una especie de protomasterchef protonazis, y originalmente fueron patrocinados por la Cruz Roja.
Y así la cosa fue creciendo, la Ventana de Overton no es una fábrica de carpintería, es una táctica que funciona muy bien. Entonces para 1920, ya era legal esterilizar a la gente contra su voluntad, pero aún no había una ley federal uniforme para la esterilización compulsiva en EE.UU. Poco después, en 1927, fue considerado constitucional esterilizar por eugenesia gracias al caso Bucks vs Bell que llegó a la Suprema Corte. La historia es espeluznante: Carrie Buck era una chica que había sido internada en una institución estatal de Virginia destinada a Epilépticos. El superintendente John Bell decidió impedir que tuviera hijos, la familia se opuso y el caso llegó a la Corte. Los jueces, tras aceptar que tanto ella como su madre y su hija eran «débiles mentales» y «promiscuas», votaron 8 a 1 a favor de esterilizarla, sosteniendo además que no sólo era constitucional sino que sería irresponsable no hacerlo. «Es mejor para todo el mundo si —en vez de esperar para ejecutar a los descendientes degenerados por algún crimen o dejarlos que se mueran de hambre por su imbecilidad— la sociedad puede prevenir que aquellos que son manifiestamente inaptos se reproduzcan (…) tres generaciones de imbéciles son suficientes” decía el veredicto escrito por el juez Oliver Wendell Holmes, Jr. el 2 de mayo de 1927.
En los años 30 la esterilización creció exponencialmente, se esterilizaban sordos, ciegos y gente que tenía un extraño diagnóstico médico: pauperismo, sí, se los esterilizaba por pobres. Lo que se había normalizado era considerar a las personas una plaga, una rémora que ponía en peligro el bien común. Los criterios de «indeseabilidad» serían arbitrarios y cambiantes, pero ya se habían abierto las mismísimas puertas del averno. El programa Eugenics Board de Carolina del Norte que operó de 1933 a 1977, tenía como parámetro de esterilización un coeficiente intelectual de 70 o menos y pasó por quirófano miles de menores a partir de los diez años, los funcionarios locales más rasos estaban en posición de recomendar esterilizar gente y sus peticiones era mayormente aceptadas. En muchos Estados el color de la piel pasó a ser otro criterio aceptable. Las esterilizaciones forzosas se aplicaron en 32 de los 50 Estados y recibieron el visto bueno de cinco presidentes norteamericanos: William Howard Taft, Woodrow Wilson, Herbert Hoover, Calvin Coolidge y Theodore Roosevelt. Las políticas de higiene racial fueron populares mundialmente e inspiraron la legislación y la práctica nazi.
El 14 de julio de 1933, a los pocos meses de llegar al poder, Hitler usaba la filosofía de la pureza para promulgar la ley para la prevención de la descendencia con enfermedades hereditarias que imponía la esterilización forzada de todas las personas con trastornos mentales o neurológicos, ceguera, sordera, malformaciones o alcoholismo, su redacción se inspiraba palmo a palmo en la Ley Laughlin. El criterio de pureza étnico y religioso correría por canales más cruentos, de exterminio directo. Laughlin a menudo se jactaba de que sus leyes modelo de esterilización habían sido implementadas en las leyes de higiene racial de Nuremberg de 1935. Luego de la segunda guerra mundial la eugenesia quedó ligada al nazismo y sus orígenes previos al Tercer Reich bastante olvidados. Pero lo cierto es que la eugenesia se extendió por países como Japón, Australia y Canadá.
Es arduo buscar inocencia en esta nueva andanada eugenésica. Lo cierto es que la idea necesita legitimación social y para eso es necesario el machaque de sus consignas, antes eran la pureza racial, hoy la pureza verde y sustentable. Durante la llamada Era Progresista, la eugenesia logró ser considerada un método para preservar los grupos dominantes considerados los mejores de la población. El movimiento eugenésico recibió amplios fondos de diversas fundaciones corporativas como Carnegie Institution, Fundación Rockefeller, Harriman o Kellogg.
Gracias al flujo de fondos, la eugenesia fue ampliamente aceptada en la comunidad académica, otro método familiar. Para 1928 había 376 cursos universitarios en las principales universidades de Estados Unidos, donde más de 20 mil alumnos estudiaban la eugenesia en su plan de estudios. Había una extensa red de científicos dedicados a proyectos para «investigar sobre la herencia en la raza humana, y enfatizar el valor de la sangre superior y la amenaza para la sociedad de la sangre inferior». Se crearon grupos de lobby promoviendo la legislación eugenésica, pero fue la aceptación pública y masiva la razón por la que se aprobó dicha legislación.
Las excusas y justificaciones se maquillan pero la idea de que la especie humana es peligrosa y necesita poda y tutela pervive en la multitudinaria corriente que señala a nuestra especie como una plaga, una especie de menor valía y dignidad, que debe ser acotada por un bien superior. Se equivocaba el economista Thomas Malthus cuando advertía en 1798 que la combinación del crecimiento lineal en la producción de alimentos y el crecimiento exponencial de la población nos encaminaba hacia una hambruna inevitable. Malthus inundó al mundo de una alarma errónea, la producción de alimentos creció más rápido que la población, de modo que podemos alimentar a los ocho mil millones que somos hoy, pero a pesar de la evidencia del yerro seguimos llenos de malthusianos histéricos.
El problema no es científico sino ideológico. Los científicos, después de todo, son seres expuestos a las presiones políticas y modas ideológicas. Por eso la arbitrariedad de lo que se considera óptimo o plaga depende de sus prejuicios y pánicos. Miguel Beato no escapa a la regla, como no lo hace el naturalista británico David Attenborough que insiste con que los humanos son «una plaga sobre la Tierra» mientras insta a controlar el crecimiento de la población para sobrevivir. Los ejemplos se amontonan: «El ser humano es la peor plaga del planeta» dijo hace un tiempo Tania Castro, directora de PhotOn Festival haciendo una muestra catastrofista en la Universidad de Valencia mientras que su vicerrector, Antonio Ariño, sostenía «La función de PhotOn es convertir la fotografía en documento de lo que hacemos mal para cambiar nuestras conciencias. Así dejamos de ser la peor plaga». Y en el mismo tono se manifestaba el eurodiputado del PP Esteban González Pons respecto de que el hombre es «la peor plaga que ha conocido la Tierra». ¿Se les ha ocurrido a todos la misma idea?
«La urgencia de salvar a la humanidad es casi siempre un falso frente para el ansia de gobernarlo», decía Henry Louis Mencken. ¿Cómo es que intelectuales, políticos, científicos y artistas siguen con el mismo cantito, y sobre todo: por qué encuentran tanta amplificación mediática?. Posiblemente la respuesta se encuentre en que el pánico artificialmente generado demanda control y eso les seduce. Pero los sistemas complejos, como nuestra sociedad, no necesitan control ni son dables a la planificación para su funcionamiento, por tanto, lo que les asusta es la libertad, y eso no cambia aunque pasen los siglos. La paradoja malthusiana se encuentra en que cuantas más personas somos, más ingenio individual y cooperativo hay en el mercado. La sociedad humana se corrige a sí misma, más somos, más recursos tenemos, más mejoramos la vida, más luchamos contra la enfermedad. Los recursos no son limitados porque no lo es el ingenio humano. No somos plaga, somos nuestra propia bendición. Las evidencias saltan a la vista, cada vez menos pobres, más alimento, más agua potable, más años de vida.
¿Puede Beato, en su erudición, desconocer esto? No parece probable, sin embargo se suma al concierto de los que proclaman «cercenar la expansión de la plaga humana», aunque por cierto nunca empiezan por casa a aplicar sus recomendaciones. La eugenesia sigue vigente porque es un instrumento más de la ingeniería social, de esa ideología que pretende diseñar a la sociedad, arrogarse el derecho de decidir qué cosa es el bien común, qué cosa es la felicidad, que cosa se debe RESETEAR. Un mero mecanismo de control que demanda, fanáticamente, que nos autopercibamos una plaga. Acá hay otro resabio nazi, el de repetir una mentira hasta que algo quede, old habits die hard.