Este artículo no será popular. Incluso es probable que no te guste. Pero es necesario.
Es necesario porque, aunque sea más fácil culpar a los demás que asumir responsabilidades, la recriminación y la victimización nos atrapan en un bucle en el que nada cambia.
Por supuesto, es más sencillo apuntar el dedo acusador sobre lo que nos hace sentir mal que preguntarnos en qué medida contribuimos a ese malestar y qué podemos hacer para aliviarlo – más allá de escapar del influjo de lo que consideramos “personas tóxicas”. Sin embargo, si no lo hacemos podríamos condenarnos a tropezar mil veces con la misma piedra, repitiendo los patrones que han facilitado o permitido esa dinámica dañina.
Redefiniendo la toxicidad de los vínculos
En los últimos años ha aumentado el uso de la etiqueta “tóxico” para catalogar un comportamiento difícil o destructivo. Nos advierten que debemos estar atentos a las personas tóxicas ya que pueden encontrarse en cualquier sitio, desde el trabajo hasta la familia.
Sin embargo, como suele ocurrir con muchos de los fenómenos psicológicos que se popularizan, la toxicidad no es específica. O sea, cualquier persona puede ser catalogada como tóxica, basta que nos genere cierto distrés emocional, desde aquellas que se involucran demasiado en la relación hasta las que se comprometen poco.
Y si bien es tentador aplicar ese tipo de etiquetas porque nos “liberan” de la responsabilidad al desplazarla al otro, en realidad genera más problemas de los que resuelve. En primer lugar, porque no tiene en cuenta que en toda relación siempre existen dos partes.
Por ejemplo, una investigación desarrollada en la Universidad de Nueva York comprobó que cuando las personas tienen poder, despliegan comportamientos más dominantes. Sin embargo, también están sujetas al poder que se les otorga contextualmente. ¿Qué significa eso? Que es necesario que quienes las rodean validen su poder.
Por tanto, quizá tu jefe no sea la persona más amable, comprensiva y colaboradora del mundo; pero de ahí a calificarlo como “tóxico” hay un buen trecho. Y parte de ese trecho corresponde a nuestra responsabilidad y al entorno.
Somos injustos, tremendamente injustos, a la hora de valorar a los demás
Solemos buscar razones que expliquen nuestras acciones y las ajenas. Intentamos descubrir las causas de los comportamientos, en gran parte para poder predecir las acciones futuras y sentirnos más seguros.
El fenómeno de asignar causas a una acción se denomina “atribución” y lo usamos para realizar inferencias sobre las personas y los entornos sociales en los que nos desenvolvemos. Sin embargo, durante ese proceso no somos imparciales sino que a menudo sufrimos un sesgo: el error fundamental de atribución.
Psicólogos de las universidades de Washington e Illinois comprobaron que tenemos una ceguera a las circunstancias y nos precipitamos en nuestros juicios, lo cual nos empuja a culpar a los demás sin tener en cuenta sus “atenuantes”. Unos atenuantes que, curiosamente, sí nos aplicamos para justificar nuestros comportamientos.
O sea, cuando intentamos explicar una conducta debemos considerar tanto los factores personales como el contexto, ya que nadie actúa completamente al margen de lo que ocurre a su alrededor y de las presiones sociales que experimenta. Sin embargo, tenemos la tendencia a enfatizar en los factores contextuales para justificar nuestro comportamiento y minimizar su influencia cuando intentamos comprender el comportamiento de los demás. Eso nos lleva a pensar que somos “buenas personas” mientras que quien nos molesta es, obviamente, una “persona tóxica”.
¿Por qué es más fácil creer que una persona es tóxica?
En parte, porque es emocionalmente satisfactorio culpar a los demás por nuestra angustia y encontrar un responsable en quien verter nuestras frustraciones. De hecho, debemos estar muy atentos porque un estudio realizado en la Universidad de Kentucky reveló que podemos volvernos “adictos” a ese sentimiento de agravio. Estos neurocientíficos explicaron que “las provocaciones hacen que la agresión sea hedónicamente gratificante”.
Cuando estamos estresados, en particular, buscamos narrativas alternativas que nos permitan sentir que nos han agraviado o herido de alguna manera. Esa compulsión por culpar a los demás nos lleva a calificarlos como “tóxicos” mientras nos olvidamos de los matices y el contexto, erigiéndonos como jueces plenipotenciarios que dictaminan, sentencian y condenan a la vez.
Culpar a los demás también es una especie de mecanismo de defensa que usa nuestro ego para decirse a sí mismo que no hay nada malo en nosotros y que lo hemos hecho todo bien. Mientras la culpa sea del otro, no necesitamos cambiar nada, tan solo alejarnos de la “fuente del mal”.
Obviamente, en un mundo plagado de dinámicas de poder desiguales y abusos, calificar a los demás como “tóxicos” puede ayudarnos a identificar las situaciones que nos dañan y animarnos a salir de ellas. Pero es una solución a corto plazo en la que no se produce un crecimiento personal, sino que a menudo hace que nos instalemos en el papel de la víctima.
Reconocer las dinámicas tóxicas
La gente no siempre se comporta bien. No cabe dudas. A veces nos agobian, estresan o no nos tratan con el respeto que merecemos. Sin embargo, etiquetarlas como “tóxicas” es el camino más fácil. Sería mucho más transformador a largo plazo preguntarnos cómo hemos contribuido a esa dinámica dañina.
Un estudio realizado en la Universidad de São Paulo, por ejemplo, constató que las personas que suelen involucrarse en relaciones románticas patológicas son más impulsivas. También se ha apreciado que quienes tienen un estilo de apego inseguro suelen desarrollar relaciones de dependencia emocional o, al contrario, tienen dificultades para expresar sus sentimientos y conectar con los demás a un nivel profundo.
Obviamente, no se trata de exonerar a la persona que nos hirió o se comportó mal, pero zanjar el asunto etiquetándola como “tóxica” quizá no sea suficiente porque, si no aprendemos ni asumimos responsabilidades por la dinámica que vivimos, es probable que volvamos a repetirla en el futuro ya que los patrones emocionales y conductuales que la favorecieron podrían seguir estando latentes en nuestro interior.
No podemos olvidar que cualquier relación está compuesta por dos personas, de manera que uno responde a las reacciones del otro y viceversa. Por tanto, sería mucho más empoderador, constructivo y desarrollador referirse a dinámicas tóxicas, en vez de a personas tóxicas.
La ciencia ha demostrado que cuando creemos que los demás tienen rasgos de personalidad fijos, como una “toxicidad” innata, asumimos una actitud defensiva, nos mostramos menos dispuestos a escuchar y ni siquiera somos capaces de establecer límites porque creemos que nada de lo que hagamos marcará la diferencia.
En cambio, comprender que también ponemos nuestro granito de arena en esa dinámica tóxica, ya sea por nuestras inseguridades, temores, traumas del pasado o la incapacidad para poner límites saludables nos permitirá abordar lo que está ocurriendo desde una perspectiva más global, captando la verdadera complejidad de la relación y nuestro papel en ella.
A partir de ese momento, podemos decidir si vale la pena mantener el contacto o es mejor cortarlo de raíz. Pero lo que sí vale la pena es hacer ese ejercicio de introspección de cara a nuestras próximas relaciones, para aprender, nosotros también, a relacionarnos de manera saludable ya que, a fin de cuentas, todos somos tóxicos en algún momento, incluso tú.
Referencias Bibliográficas:
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