Se cuenta que desde tiempos inmemoriales existe un mundo invisible: el reino feérico,el país borroso, donde habitan la «gente pequeña«, los seres elementales de la naturaleza. Se cuenta también que algunos seres humanos los han visto e incluso han interactudado con ellos; y aunque estas tradiciones parecen haber nacido en Escandinava y Europa, en Sudamérica y a lo largo y ancho de nuestro país-Argentina– se conocen infinidad de historias y relatos sobre estos seres tan relacionados con la tierra y la naturaleza.
A través de los años he recogido experiencias que me relataron diferentes personas: recuerdo una muchacha que durante su infancia convivía con un duendecito en su habitación, pero contarlo a sus padres le trajo más trastornos que otra cosa: psicólogos, incomprensión, etcétera; recuerdo un hombre de campo y sus historias en las serranías cordobesas.
Antes de centrarme en el caso que quiero narrar, unos detalles: los estudiosos de estos temas dicen que en la infancia y hasta la pre adolescencia, muchas personas tienen una «sensibilidad» o «capacidad» especial para poder entrever estos mundos invisibles, por no estar tan contaminadas por lo mundano y lo material de la existencia de los adultos o de lo que un pensador llamó «esa mediocre resignación que algunos llaman madurez».
Yamila recuerda que cuando tenía 12 años (hoy tiene 21) regresaba una noche de invierno a su casa de la calle Sófocles, en el barrio 25 de Mayo (Localidad de Moreno, Pcia. de Buenos Aires), junto con sus padres. Estacionan su automóvil frente al portón de entrada donde a su derecha tienen un árbol frondoso y siempre muy verde. Ella desciende para abrir dicho portón, el auto entra, las ramas del árbol se bambolean por el envión del coche, Yamila las corre para que no rayen la carrocería y cuando cierra el portón ve a su derecha, con el rabillo del ojo, muy cerca de su perfil derecho, una «cosita» chiquita dorada, bien brillante que volaba como un colibrí con sus piernitas hacia adelante y parecía haber salido desde lo oscuro del árbol hacia su oreja; Yamila voltea rápidamente su rostro y logra ver con más detalle lo que le pareció una «muñequita» como de 10 centrímetros con alas muy grandes que regresó volando en zig zag hacia el árbol y desapareció entre sus ramas. Sorprendida, le comentó a su mamá lo que había visto. Hoy en día su madre, aunque no logró ver nada, recuerda el comentario exaltado de su hija en esos momentos. Yamila dice que nunca había estado interesada en los cuentos de hadas y ni siquiera en las películas de Disney y demás.
A través de los años he recogido experiencias que me relataron diferentes personas: recuerdo una muchacha que durante su infancia convivía con un duendecito en su habitación, pero contarlo a sus padres le trajo más trastornos que otra cosa: psicólogos, incomprensión, etcétera; recuerdo un hombre de campo y sus historias en las serranías cordobesas.
Antes de centrarme en el caso que quiero narrar, unos detalles: los estudiosos de estos temas dicen que en la infancia y hasta la pre adolescencia, muchas personas tienen una «sensibilidad» o «capacidad» especial para poder entrever estos mundos invisibles, por no estar tan contaminadas por lo mundano y lo material de la existencia de los adultos o de lo que un pensador llamó «esa mediocre resignación que algunos llaman madurez».
Yamila recuerda que cuando tenía 12 años (hoy tiene 21) regresaba una noche de invierno a su casa de la calle Sófocles, en el barrio 25 de Mayo (Localidad de Moreno, Pcia. de Buenos Aires), junto con sus padres. Estacionan su automóvil frente al portón de entrada donde a su derecha tienen un árbol frondoso y siempre muy verde. Ella desciende para abrir dicho portón, el auto entra, las ramas del árbol se bambolean por el envión del coche, Yamila las corre para que no rayen la carrocería y cuando cierra el portón ve a su derecha, con el rabillo del ojo, muy cerca de su perfil derecho, una «cosita» chiquita dorada, bien brillante que volaba como un colibrí con sus piernitas hacia adelante y parecía haber salido desde lo oscuro del árbol hacia su oreja; Yamila voltea rápidamente su rostro y logra ver con más detalle lo que le pareció una «muñequita» como de 10 centrímetros con alas muy grandes que regresó volando en zig zag hacia el árbol y desapareció entre sus ramas. Sorprendida, le comentó a su mamá lo que había visto. Hoy en día su madre, aunque no logró ver nada, recuerda el comentario exaltado de su hija en esos momentos. Yamila dice que nunca había estado interesada en los cuentos de hadas y ni siquiera en las películas de Disney y demás.
Recreación del ser diminuto visto por Yamila, realizada por Joel Crocsel |
Tal vez estos seres, si es que existen, a veces sean sorprendidos o decidan ellos a quienes revelarse. Nuestras ciudades industrializadas, con más concreto que espacios verdes, de una fea estética, no parecen ser los lugares más accesibles para entrar en contacto con la «gente menuda«. Pero, quién sabe, en algún lugar cercano a nosotros, se encuentre una puerta donde vislumbrar por la pequeña cerradura esos «mundos paralelos» y no sentirnos tan solos.
Yamila describiéndonos su experiencia
http://elsurdelgrantriangulo-pablo.blogspot.com.es/ |