domi El Misterio de P. H. Fawcett y las Ciudades Perdidas del Amazonas

 

El 29 de mayo de 1925, un exultante explorador inglés escribió: “Esperamos atravesar esta región en pocos días y acamparemos aquí sólo dos jornadas, para hacer los preparativos del regreso de los peones que están ansiosos de volver, pues están hartos de viajes y yo no los censuro. Continuaremos con ocho animales: tres mulas de montar, cuatro de carga y una madrina o animal guía, que mantiene reunido a los otros. Jack está en buenas condiciones pese a que sufre de las picaduras de insectos. Yo mismo estoy mordido o picado por las garrapatas, y por estos piums, como se llama aquí a las diminutas. Pero siento ansiedad por Raleigh. Aún tiene una pierna vendada, más no quiere regresar. Hasta ahora tenemos abundancia de alimentos y no necesitamos caminar, pero no estoy seguro hasta cuando durará este estado de cosas.
Los animales encontrarán muy poco que comer. No creo vaya a soportar este viaje mejor que Jack o Raleigh; sin embargo tengo que hacerlo. Los años pesan no obstante el entusiasmo. Calculo que entraremos en contacto con los indios en una semana o diez días más, cuando podamos llegar a la cascada que tanto se ha hablado. Estamos en el campamento de Caballo Muerto latitud 11º 43’ S. y 54º 35’ W., lugar en que murió mi caballo el año 1920. Ahora solo quedan sus huesos blancos. Aquí nos podemos bañar, pero los insectos nos obligan hacerlo rápidamente. Sin embargo la estación es buena. Hace mucho frío de noche y fresco en la mañana; los insectos y el calor llegan al mediodía. Desde esa hora hasta la seis de la tarde el campamento se transforma en un infierno. No temas que fracasemos …”.

Firmada por P.H. Fawcett, sería la última misiva que escribiría a su esposa, desapareciendo luego en la selva amazónica bajo misteriosas circunstancias. Apenas le faltan dos meses para cumplir 57 años.

El sueño de descubrir una civilización desaparecida en el infierno verde sudamericano, quedaba trunco para siempre. Sin embargo su legado inspiraría a legiones de exploradores de todo el mundo, que continuarían sus pasos tras aquellas culturas perdidas.

Percy Harrison Fawcett vino al mundo (1867), en Torquay, Devon Inglaterra, hijo de hijo de Edward B. y Myra Fawcett. Su padre nacido en la India, era miembro de la Sociedad Real de Geografía. Su infancia transcurrió solitaria, y sin mucho afecto familiar, como él mismo relata en Exploración Fawcett: “quizás haya sido para mejor el que mi infancia en Torquay se haya deslizado huérfana de cariño materno y paterno, porque esta circunstancia me hizo más circunspecto, aunque pasé espléndidos ratos con mi hermano mayor y mis hermanas.

Hubo también años escolares en Newton Abbot que en nada alteraron la visión que me había formado sobre el mundo. Vinieron después los años de cadete en Woolwich, y en 1880, cuando tenía diecinueve, fui destinado a la Artillería Real, pasando mis primeros años de juventud en la guarnición de Trincomalee, Ceilán. Aquí fue donde conocí a mi futura esposa, cuyo padre en esa época era juez de distrito en Gálle”. En 1901 contraería matrimonio.

Cuando se trata de reconstruir su vida muchos olvidan algunos detalles esenciales que marcaron la posterior formación de Fawcett, y futuras inclinaciones. Ceilán, actual Sri Lanka, fue un punto clave, como veremos a continuación.

Esta información llega gracias a los oficios del infatigable arqueólogo inconformista de origen norteamericano David Hatcher Childress, que en “Las ciudades perdidas de Lemuria”, narra lo siguiente: “En 1893, un joven oficial británico llamado Percy Fawcett se halla destinado en Ceilán. Sentía un gran interés por la arqueología, la historia y el budismo, y a menudo salía de Trincomalee para dar largos paseos, que a veces duraban días hacia las lejanas junglas de la isla. Durante una de sus excursiones le sorprendió una tempestad que le obligó a refugiarse debajo de unos árboles con la intención de pasar allí la noche.

Al amanecer de un día nuevo y soleado, se encontró cerca de una roca inmensa que estaba cubierto de extrañas inscripciones de carácter y significado desconocidos. Fawcett copió las inscripciones y más tarde se las mostró a un sacerdote budista. El sacerdote le dijo que la escritura se parecía a la que utilizaban los antiguos budistas Asokas, y que estaba en clave, una clave que solo aquellos antiguos sacerdotes podían entender. Su afirmación la confirmó diez años después un erudito oriental cingalés en la Universidad de Oxford, el cual afirmó que podía ser el único hombre vivo que podía entender la escritura.

El joven Percy Fawcett, que más adelante sería un respetado coronel y uno de los exploradores de la América del Sur más famoso de todos los tiempos, creía que las letras que había visto en la antigua roca de Ceilán procedían de un antiguo alfabeto sanzar”.

Según agrega Childress, Fawcett estaba convencido que las letras de Ceilán tenían relación con las ciudades perdidas que luego buscaría en el Brasil.

Para interpretar correctamente este párrafo, debemos dirigir nuestra mirada hacia la Teosofía, que tuvo una influencia notable en la vida del futuro explorador. El lazo que une a Fawcett con la Sociedad Teosófica viene a través de la figura de su hermano, Douglas, quién tuvo un papel más que importante dentro de poderosa entidad. Veamos.

No contamos con demasiados datos sobre Edagard Douglas Fawcett (1866-1960). Creemos que recibió una educación similar a la de Percy, aunque su formación se orientó hacia el campo de la literatura, y filosofía. Sabemos sin embargo con certeza, que abrazó de llenó al nacimiento movimiento teosófico, fundado por la escritora de origen ruso Helena Petrovna Blavatsky. Como miembro alcanzó uno de los cargos más altos, y su erudición era tal, que la misma Blavastky le pidió colaboración en la redacción de la Doctrina Secreta. En este amplio tratado se cita como fuente importante a las Stanzas de Dzyan, un antiquísimo manuscrito de origen tibetano, que según se cree estaba redactado en sanzar, la famosa lengua de civilizaciones primigenias, que se decía era el idioma de los atlantes y otras razas anteriores.

Además de estas actividades, Douglas fue un eximio escritor en especial de ciencia ficción, llegando a publicar varias obras, una de las cuales se hizo muy conocida como Hartmann the Anarchist (1893).

Es evidente que la etapa ceilandesa de Percy Fawcett adquiere mayor claridad, y se entiende su entusiasmo en cuanto a desentrañar misterios olvidados, debido a la temprana lectura teosófica que tuvo como mentor a su hermano Douglas. La idea de civilizaciones desaparecidas y mundos perdidos, es una constante en la Doctrina Secreta, y que para el joven Percy, se convirtió en un ideal de vida. Debemos mencionar que la teosofía estaba muy arraigada dentro del clan Fawcett. Más adelante veremos porque.

Continuando con nuestro biografiado. Después de su boda con Nina Paterson, que le daría tres hijos, Jack, Brian y Ruth, se trasladó hacia Africa del Norte para realizar tareas de inteligencia militar. Su siguiente ruta fue Malta donde se capacitó en topografía. Luego de otros destinos recaló finalmente en Bolivia, arribando en 1906. Allí se dedicó a delimitar las fronteras, en representación de la Real Sociedad Geográfica[1], árbitro elegido por el gobierno boliviano para llevar adelante las demarcaciones solicitadas. De inmediato se compenetró con el ambiente sudamericano: “Estos mismos países están ahora en pleno vigor de la juventud y comienzan a ocupar su verdadero puesto en el mundo; los juguetes de la infancia y las pedanterías de la adolescencia han sido ya dejados de lado para siempre, y sus pueblos, una sola raza, aunque separados por fronteras políticas, adquirirán, inevitablemente, conciencia de unidad. La grandeza que les espera está sólo un poco más allá del horizonte, si no se encuentra ya ante nuestra vista”.

Desde 1906 hasta 1913 Fawcett se dedicó a sus tareas topográficas en Bolivia, recorriéndola de punta a punta, y visitando a su vez, los países vecin os: Paraguay, Argentina, Perú y por último Brasil al que consagraría cuatro expediciones. En una de las regiones de Bolivia, Santa Cruz de las Sierra, Fawcett tomó contacto con un lugar casi mágico, la meseta Caparú “una isla de areniscas, rocas metamórficas y basaltos erosionados desde el Precámbrico, que yergue desde la llanura selvática de verdes doseles, palmares, sabanas inundadas y lagunas”. Más tarde escribiría: “Ante nosotros se levantaban las colinas Ricardo Franco (mesetas de Caparú), de cumbres lisas y misteriosas, y con sus flancos cortados por profundas quebradas. Ni el tiempo ni el pie del hombre habían desgastado esas cumbres. Estaban allí como un mundo perdido, pobladas de selvas hasta sus cimas, y la imaginación podía concebir allí los últimos vestigios de una era desaparecida hacía ya mucho tiempo. Aislados de la lucha y de las cambiantes condiciones, los monstruos de la aurora de la existencia humana aún podían habitar esas alturas invariables, aprisionados y protegidos por precipicios inaccesibles”.

Su relato inspiraría la genial novela “El Mundo Perdido” (1912) de Arthur Conan Doyle. En 1915 regresó a Inglaterra para participar en la Primera Guerra Mundial, su estadía en Europa se extendería por varios años.

Luego de su intervención el conflicto, Fawcett ansiaba regresar al continente americano diría: “a través de las nubes de la depresión de la post-guerra miré hacia las Américas y vi en ellas la única esperanza de nuestra civilización”. Al parecer la vida familiar no cuajaba en el espíritu del explorador, que no se adaptaba al rol de esposo y padre. Las aventuras en la selva eran su droga y contención, para el austero inglés que no fumaba ni bebía. Necesitaba de los imprevistos desconocidos, y de las situaciones agobiantes. No sabía funcionar de otro modo. Brian, su segundo hijo, describe las luchas interiores de su padre: “Ya desde su regreso a Inglaterra, en 1921, la impaciencia de mi padre por partir en este último viaje lo estaba consumiendo, con fuerza siempre creciente. De reticente se transformó casi en áspero, aunque también había épocas en que hacía un lado ese manto gris y volvía a ser el alegre compañero para nosotros, los niños”.

A partir de aquí nuestro relato se va a centrar en la última expedición, así como en el análisis de las fuentes que influyeron en sus ideas de una civilización desaparecida en las entrañas de Brasil. Sabemos que la Teosofía jugó un rol importante en su formación, moldeando una visión en Fawcett, donde Sudamérica se presentaba como una tierra de misterios poblada por culturas enigmáticas, descendientes de otras anteriores, y que se creían más avanzadas. Aquellas, y no éstas, pálidos reflejos de trogloditas ignorantes y bárbaros, como despectivamente se describía a las tribus circundantes, eran la verdadera clave para resolver los acertijos pendientes. Fawcett como europeo y de rígida moral anglosajona, no escapaba a un cierto racismo dominante, aunque menos severo en sus análisis que cronistas posteriores.

Los academicistas de principio de siglo contemplaban la historia americana como una sucesión de hechos aislados a veces sin continuidad, donde los períodos no estaban muy definidos y que presentaba grandes lagunas por falta de documentación, debido al gran exterminio practicado en la conquista. La escasez de información del pasado, ahondaban más en la problemática continental, que solo se nutría de rumores y leyendas, y de algunos pocos manuscritos salvados de la adulteración religiosa y escapados del yugo del conquistador.

Estudiar en ese entonces la América Precolombina era una verdadera odisea personal, poblada de obstáculos, que dependía de los contactos y colecciones privadas, sin contar con las Bibliotecas y Museos, aunque su acceso se hacía verdaderamente difícil sino se tenían los medios adecuados.

Fawcett a pesar de su distinción como europeo y súbdito de una potencia imperial no fue la excepción, aunque debido a su posición, contó con más recursos.

De vuelta a las fuentes, que es nuestro objeto de estudio, vamos a comenzar con el documento que inspiró su búsqueda, alentado como ya dijimos, por los ideales teosóficos que despertaron su curiosidad en cuanto a estos temas.

Ignoramos el año en que Fawcett tomó contacto con el famoso Manuscrito 512[2] y que circunstancias lo llevaron hacia la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro. Catalogado en la Sección Manuscritos, Obras Raras, la extraña narración estaba fechada en 1753, y llevaba la firma del Canónigo J. de la C. Barbosa describiendo los incidentes de la expedición.

El documento narra la historia del portugués Francisco Raposo y un grupo de casi veinte colonos, que se adentraron en el sertao brasileño buscando las minas de Muribeca, que se creían perdidas desde el siglo XVI. Su largo peregrinaje se extendió por diez años, luego de los cuales retornaron a la civilización. Aunque no encontraron el tesoro, informaron al virrey de Brasil, Don Luis Peregrino de Carvalho Menezes de Ataide, acerca de una extraña ciudadela abandonada. Sin embargo el relato no despertó interés, y el asunto quedó olvidado, retornando a la luz un siglo después, cuando el gobierno brasileño, decide financiar una expedición para hallar la ciudad perdida. Según relata Fawcett: “se comisionó a un sacerdote joven para que fuera a investigar; esta exploración fue totalmente sin éxito, pues, al parecer, se llevó a cabo con poca inteligencia”.

Para entender la fascinación que el manuscrito despertó en la mente del viejo coronel es necesario adentrarse en su lectura, veamos algunos párrafos del atractivo documento.

“Después de una larga e infortunada peregrinación, incitados por la insaciable codicia del oro, y casi perdidos por muchos años en esa profunda selva, descubrimos una cordilleras de montes tan elevados, que parecían llegar a la Región Etérea que servían del trono al viento y a la estrellas; el esplendor que se veía desde lejos, principalmente cuando el sol daba en el cristal que estaba compuesta, formaba una visión tan grande y agradable, que ninguno podía desviar los ojos de aquellos reflejos”.

“Abarrancándonos y con el designio de retroceder al día siguiente, de pronto un negro que iba caminando hacia la leña, vio un nevado blanco quién nos hizo descubrir, el camino entre dos sierras, que parecían cortadas a propósito, y no por la naturaleza; con la alegría de la novedad comenzamos a subir, encontrando muchas piedras sueltas y otras amontonadas, lo que parecía un camino desgastado por el correr del tiempo. Tardamos más de tres horas en la subida, suavemente por los cristales que admirábamos, y en la cumbre del monte hicimos alto, y extendiendo la vista, vimos un campo raso, más demostraciones para nuestra admiración. Divisamos más o menos a legua y media, un gran poblado, pareciéndonos por lo dilatado de la figura, una Ciudad de la Corte de Brasil”.

“Vimos y confirmamos lo dicho por el indio de que no había pueblo, y así determinamos la entrada al pueblo con las armas, y entramos una madrugada, sin que hubiese que nos saliera al encuentro, para impedir nuestros pasos, no encontramos otro camino, más que el único que tiene la gran población, cuya entrada está hecha por tres arcos de gran altura, el del medio más grande que el de los dos costados; sobre el grande y principal, divisamos letras que no pudimos copiar por la gran altura. Hay una calle del largo de los tres arcos, con casas de pisos de una y otra parte, con los frentes de piedras labradas y ya obscurecidas; notando que por la regularidad y simetría con que están hechas, parece solo una casa, y sin tejas, porque los techos son de ladrillo, quemados unos y de lajas otros”.

“Pasada y vista la calle de gran distancia, dimos en una plaza regular, y en medio de ella una columna de piedra negra de tamaño extraordinario, y sobre ella una estatua de hombre común, con una mano en el costado izquierdo, y el brazo derecho extendido, mostrando con el dedo índice, el Polo Norte en cada ángulo de dicha plaza, una lanza a imitación de la que usaban los Romanos, más algunas ya maltratadas y partidas, o maltratadas por los rayos”.

“Por la puerta principal de la calle hay una figura principal tallada a medio relieve en la misma piedra, dispuesta de la cintura para arriba con corona de laurel; representa una persona joven, sin barba, con una banda atravesada en el dorso, y un faldellín por la cintura, debajo del escudo de esa figura, hay algunos signos ya gastados por el tiempo, divisándose no obstante los siguientes”.


“En la parte izquierda de dicha Plaza, hay otro edificio totalmente arruinado, por los vestigios se nota bien que fue un Templo, porque todavía conserva parte de su magnífica fachada, y algunas naves de piedra entera: ocupa gran territorio, y en sus arruinadas paredes se ven obras primorosas con algunas figuras, y retratos embutidos en las piedras con cruces de varios caracteres curvos y otras delicadezas, que se necesitaría mucho tiempo para describirlos”.

“Caminamos tres días río abajo, nos topamos con una cataratas que hacían tanto estruendo por las fuerza de las aguas, y resistencia en el lugar, que juzgamos no hacía mayor las bocas del decantado Nilo; después de este salto se dilata tanto el río, que parece el gran Océano, lleno de penínsulas, cubiertas de césped verdes”.

“Del lado del oriente de estas cataratas encontramos varias sub-excavaciones y horrorosas cuevas, haciendo la experiencia de medir su profundidad con muchas cuerdas, con la cual por muy larga que eran, no pudimos llegar al centro. Encontramos también algunas piedras sueltas; y en la superficie de la tierra, clavos de plata como sacados de las minas y dejadas en el tiempo. En esas cavernas, vimos una, cubierta con gran laja, y con las siguientes figuras labradas en la misma piedra, que al parecer insinúan gran misterio”.



“Sobre el frente del Templo vimos otras de las formas dadas”.






“Apartado del pueblo, a tiro de cañón, está un edificio como una casa de campo de doscientos cincuenta pasos de frente, al cual se entra por un gran portón y se sube por una escalera de varios colores, llegando a una gran sala, y quince casas pequeñas, todas con puertas que dan a esa sala, y con un caño de agua … conjunto de columnas … con artificio, suspendidas en los siguientes signos”.

 


“Uno de nuestros compañeros, llamado Joao Antonio, encontró en las ruinas de una casa una moneda de oro, esférica, mayores que nuestras monedas de seis mil cuatrocientos: de un lado con la imagen o figura, de un joven de rodillas, y del otro lado, un arco, una corona y una flecha, no dudamos que haya muchas en dicho pueblos, o ciudad desolada, porque si fue castigada con un terremoto, no les hubiera dado tiempo a poner a buen resguardo las cosas preciosas (o de valor), más es necesario un brazo muy fuerte y poderoso para revolver aquellos escombros, de tantos años como se ve”.

“Mandé esas noticias a Vm. de la selva de Bahía, y de los ríos Para-cacú, asegurándole no haber dado informes a ninguna persona, porque juzgamos se despoblaron villas y arrayanes; más yo le doy a Vm. de las minas lo que hemos descubierto, recordando lo mucho que le debo”.




Para Fawcett no existían dudas acerca de la existencia de la ciudad, convencido que la selva escondía aquellas maravillas milenarias.

“Sé que la ciudad perdida de Raposo no es la única en su género. El difunto cónsul británico en Río, fue llevado a un lugar semejante en 1913 por un indio mestizo, pero se trataba de una ciudad mucho más accesible, en un terreno no montañoso y completamente hundida en la selva; también se distinguía por los restos de una estatua colocada en un gran pedestal negro en el centro de una plaza. Por desgracia, un chaparrón ahuyentó a su animal de carga y tuvieron que regresar inmediatamente para evitar la muerte por el hambre.

Hay otras ciudades perdidas además de estas dos, y existe otro remanente de una vieja civilización; su pueblo ha degenerado ahora, pero aún conserva vestigios de un pasado olvidado, en momias pergaminos y láminas de metal cinceladas; es un lugar como el que describe la historia, pero algo menos estropeado por terremotos y muy difícil de encontrar. Los jesuitas lo conocían, y también un francés, que en este siglo hizo varios esfuerzos infructuosos por encontrarlo. Igual cosa puede decirse de cierto inglés que había viajado mucho por el interior y que supo del sitio por un viejo documento que está en poder de los jesuitas. Sufría de cáncer avanzado, o bien murió de su mal o se perdió”.

 

“Yo soy probablemente el único que posee ahora el secreto y lo obtuve en la dura escuela de experiencia de la selva apoyada en un cuidadoso examen de todos los documentos de valor en los archivos de la República, así como también en otras fuentes de información, de ninguna manera fáciles de conseguir”.
A este bagaje documental recopilado, se sumaba además una estatuilla de basalto negro de diez pulgadas de alto obsequió de Rider Haggard, quién dijo la obtuvo en Brasil. Haggard era un reputado escritor, con títulos como Las Minas del Rey Salomón, y Ella, especializándose en relatos de aventuras y ambientes exóticos. Según Fawcett el “ídolo de piedra” como gustaba presentarlo, era la prueba de una civilización perdida. Esta pieza tenía una propiedad muy particular, ya que desprendía una corriente eléctrica que se trasmitía a su poseedor. El explorador llevó el objeto al Museo Británico para una datación, así como el desciframiento de los extraños caracteres que contenía, sin embargo los expertos le dijeron que “si no se trata de una patraña, quiere decir que está sobre nuestra experiencia”. Sin descorazonarse por la negativa de la prestigiosa institución, Fawcett intentó otra vía para descifrar el enigma del ídolo de piedra, y lo hizo a través de psicómetro. Para su satisfacción el vidente le reveló que la estatuilla era la representación de un sacerdote atlante.

Con tales datos la expedición no podía fracasar. Pero Fawcett, su hijo mayor Jack, y un amigo de este Raleigh, jamás regresaron de esta última aventura. Algo falló. Y demostraremos a partir de aquí, que el error fue malinterpretar las pruebas aportadas.

Veamos.

Para entender los orígenes del manuscrito 512 tenemos que situarnos en la época de su desarrollo.

Por aquellos días España y Portugal llevaban la delantera en cuanto a la conquista de tierras sudamericanas. Feroces disputas territoriales marcaban la relación de ambos reinos. España parecía ganar la batalla en cuanto a descubrimientos de nuevas regiones, ricas y explotables, lo cual molestaba a su poderoso rival. Los enconos se remontaban a 1493, donde la intervención del Papa Alejandro IV fijó “la línea de demarcación de los dominios españoles y portugueses a cien leguas de las Islas Azores y del Cabo Verde mediante la bula de junio, julio y setiembre de 1493. Juan II de Portugal rechazó esa demarcación, pues sabía ya que las nuevas tierras se hallaban a mayor distancia. El rechazo produjo la reunión de Tordesillas el 7 de junio de 1494, en la cual se convino en trasladar la línea señalada por Alejandro VI, 370 leguas al Oeste del Cabo verde. De ese modo quedaba en poder de Portugal parte del nuevo continente no descubierto todavía oficialmente. La imprecisión dio tema para interminables controversias entre ambos gobiernos”.

 

Las controversias a su vez, se veían alimentadas por una visión fantástica de las tierras recién descubiertas, donde surgía un continente rico en recursos, y repleto de enigmas fascinantes. Uno de esos relatos que acrecentaba la fiebre, decía: “que muy al occidente estaba la riquísima tierra de caracaraes, dominio del Rey Blanco, en donde había una gran sierra de plata (no rica en plata sino maciza), ríos de oro y maravillas indecibles. Entrando por el Río de la Plata se podían cargar los barcos con metales preciosos, aún los más grandes. Los súbditos del Rey Blanco llevaban coronas de plata en la cabeza y planchas de oro colgadas al cuello”.



La leyenda de este fabuloso monarca fue divulgada por las tribus guaraníes de la costa brasileña. Estos indígenas “realizaron grandes emigraciones hacia las tierras incaicas del Perú con ánimo de conquista, pero fueron expulsados. Algunos, en su regreso, se establecieron en el gran Chaco y en las tierras paraguayas. Ya en las costas del Brasil, se encargaron de divulgar la fama de la Sierra del Plata, de las ricas minas de Charcas. La noticia era cierta, pero deformada por el reflejo incaico, y mal calculada en su distancia del cerro Saigpurum, luego descubierto y llamado Potosí por los españoles”.

Uno de los expedicionarios que buscaron la ruta del Rey Blanco fue Alejo García. De origen portugués, fue uno de los acompañantes de Juan Díaz de Solís en su aventura por el Río de la Plata, que terminó en un desastre, falleciendo casi toda la tripulación en esa travesía. Luego de esta penosa experiencia, Aleixo, se dirigió a la costa del actual Brasil en compañía de 17 sobrevivientes, desembarcando en el estado de Santa Catalina, donde se enteró de la existencia de grandes riquezas en el interior del continente.

Unos años más tarde en 1524, zarpó del puerto Dos Patos, costa de Santa Catalina, rumbo al alto Perú, en compañía de 2.000 hombres, en su inmensa mayoría indígenas de la etnia avá (guaraníes) que habitaban aquella región.

“La expedición tardó cuatro meses en llegar al lugar donde hoy está la ciudad de Asunción en Paraguay. Se alimentaban recolectando frutos silvestres y miel. Cuando alcanzaron las fronteras incas, cerca de la actual ciudad de Sucre (Bolivia), atacaron los puestos fronterizos y llegaron a estar a menos de 150 km del Cerro Potosí (Perú), que en aquel entonces era una montaña entera de plata pura y había dado lugar a las historias que había oído en Santa Catalina. El rey blanco era el inca Huayna Capac que residía en Cuzco. Una vez que saqueó la zona por donde se movió, llevando mucho oro y plata, se volvió por el río Paraguay, donde la expedición fue atacada por los indígenas llamados por los guaraníes Payaguá, que mataron a una buena parte de la misma y a Alejo García”.

Muerte y desencantos teñían los relatos de estos aventureros, en su búsqueda desenfrenada por el oro. Tan solo tres años después de la desaparición de Alejo García, se inició una nueva excursión que derivaría en una de las leyendas más memorables de la historia de la conquista, guardando a su vez estrecha relación con el manuscrito 512. Veamos.

 

“La historia comienza con la expedición de Sebastián Caboto. Este marino salió de Sevilla el 3 de Abril de 1526, con tres navíos, para dirigirse a las Moluscos, por vía del Estrecho de Magallanes, descubierto seis años antes. Por escasez de mantenimientos y otras razones, tuvo que recalar en la Isla de Santa Catalina en la costa de Brasil. Allí encontraron a los sobrevivientes de la expedición de Juan Díaz de Solís, quién fue muerto por los indios en el Río de la Plata, diez años antes. Esta gente refería maravillas del interior de aquél país donde habían quedado durante varios años. Luego después Caboto perdió una de sus naves, y viendo las dificultades con que tropezaba y considerando imposible llevar a cabo un viaje tan largo y tan aventurado, resolvió quedarse en el Río de la Plata y explorar aquella región.



No es el caso relatar las hazañas y exploraciones de esa expedición, sino sólo lo que se refiere a nuestro tema. Entre el personal que acompañaba a Caboto había un capitán de toda la confianza del jefe, que se llamaba Francisco César. Después de las primeras exploraciones y cuando Caboto había construido un fuerte que llamó Sancti Spiritus, para servir de base de sus futuras exploraciones, César solicitó y obtuvo permiso para ir en busca de las tierras ricas en oro y plata y minas cuyas noticias había adquirido de la gente de Solís. Con unos pocos compañeros bajo sus órdenes se internó en el país, llevando, según los documentos, una dirección al suroeste, pero que a todas luces debe haber sido hacia el oeste”.

El caso es que al cabo de tres meses César regresó contando maravillas en las cuales se mencionan “riquezas de oro y plata”, además de piedras preciosas. Sobre cual podría ser la región aludida por capitán los autores no se ponen de acuerdo, y las hipótesis son múltiples. Algunas sitúan su experiencia en los andes peruanos, otros, en el territorio argentino, señalando la provincia de Córdoba como probable destino. Con el tiempo sus contemporáneos bautizarían la misteriosa región como “lo de César”, para más tarde mutar en la “Ciudad de los Césares”. Nacía la leyenda.

Uno de los primeros buscadores que intentaron seguir el derrotero trazado por César, fue Diego de Rojas, que en 1543 realizó el primer viaje de exploración. El periplo se inició en el Perú, finalizando en la provincia argentina de Santiago del Estero, “en busca de una rica región ubicada entre Chile y Río de la Plata”. Rojas fallecería un año después “sin alcanzar su cometido”.

Las descripciones sobre la Ciudad de los Césares aumentaron con el tiempo. Así fue como en una de aquellas evocaciones se la retraba como: de “hermosos edificios de templos, y casas de piedra labrada y bien techadas al modo de España: en las más de ellas tienen indios para sus servicios y para sus haciendas. Los indios son cristianos, que han sido reducidos por los dichos españoles. A las partes del norte y poniente, tienen la Cordillera Nevada, donde trabajan muchos minerales de oro y plata, y también cobre: por el sud-oeste y poniente, hacia la Cordillera, sus campos con estancias de muchos ganados mayores y menores, y muchas chácaras, donde recogen con abundancia granos y hortalizas; adornados con cedros, álamos, naranjos, robles y palmas, con muchedumbre de frutas muy sabrosas”.

El fracaso de Rojas no desanimó a otros exploradores que creyeron poder encontrar la ciudad, lanzándose en interminables aventuras, que para los osados significaba o perderse en las intricadas selvas sudamericanas, así como en la cordillera inaccesible de los Andes, donde cientos perdieron la vida. Los Césares continuaron incólumes y se transformaron en el mito más perdurable, junto con la leyenda del Dorado, y no hubo un solo colonizador de aquellos días que no soñara con encontrar aquella tierra misteriosa y plagada de encanto.

Quizás se el lector, un tanto incómodo ante tanta exposición, se este preguntando ¿cual es la relación del manuscrito 512 con la ciudad de los Césares?, respondiendo desde el otro lado: ¿no son acaso la misma cosa?

Aunque quisiéramos adjudicarnos esta notable conexión, seríamos más que injustos y faltaríamos a la regla del honor, sino mencionáramos a Gabriele D’Annunzio Baraldi como el verdadero mentor tras este descubrimiento.

De este notable investigador, ya fallecido, de origen italiano y que pasó casi toda su vida en Brasil, dedicamos anteriormente un trabajo sobre su vida, “Gabriele D’Annunzio Baraldi: Explorador de otras eras”. [3]

Este genial estudioso de civilizaciones antiguas y extraordinario lingüista, establece en “A Descoberta Doc. 512” (2000), como éste famoso documento fue adulterado y adornado al estilo de la época, por los portugueses, para competir con la fantástica ciudad de los Césares. Baraldi cita a un copista de la Compañía de Jesús como uno de sus falsificadores, además de otros actores que a lo largo de los siglos, y según su conveniencia, continuaron participando del engaño, que por desgracia llegó a manos de Fawcett, quién como sabemos lo tomó literal.

Si el coronel inglés albergó sospechas sobre el contenido del Documento 512, nunca lo sabremos con certeza, porque jamás lo hizo público, quizás nublado por su obsesión sobre ciudades ocultas en el Amazonas.

Junto con esta prueba que ahora sabemos apócrifa, por no decir falsa, Fawcett presentaba como una evidencia irrefutable de su teoría sobre civilizaciones perdidas, la estatuilla obsequiada por Haggard, del cual ya hablamos anteriormente. La poderosa imagen del ídolo de basalto negro, que parecía poseer alteraciones magnéticas, fue una de sus muletillas más utilizadas a la hora de convencer a sus seguidores.

Y sinceramente, era difícil resistir al encanto de aquel sacerdote desconocido que inquietaba a la arqueología americana por el misterio que representaba. ¿Estamos ante un registro atlante, o aquel ídolo representaba otra cosa? Por supuesto que en la mente de Fawcett, el ídolo era atlante, no lo concebía como un producto de factura local, puesto ¿que civilización sudamericana podía tener relación con aquella estatuilla? ¿No eran éstas pálidas emanaciones de aquel continente desaparecido que tanto apasionaban al intrépido aventurero? Porque Fawcett, no imaginaba que esa imagen era la clave de algo mucho más profundo, y que él, en aquel entonces, tampoco fue capaz de comprender.

Como siempre ocurre en estos casos, quién decida encontrar en la actualidad la estatuilla, para analizarla o contemplar sus extrañas simbologías, se topará con el típico: “se encuentra desaparecida”, como informará el hijo sobreviviente de Fawcett, Brian, cuando se le requirió información sobre su paradero. Por lo tanto, sólo queda remitirse a la única fotografía que se conoce sobre ídolo, aparecida por vez primera, cuando salió a luz, la biografía post – morten del desafortunado explorador.

Sabemos que Fawcett hizo algunos intentos por tratar de descifrar la escritura que adornaba la estatua. El Museo Británico fue su primera opción, pero éste esquivo la responsabilidad, lo cual dio vía libre para traducciones más sui generis de parte del coronel, que hasta llegó a utilizar la psicometría en sus intentos por arrancarles los secretos a la enigmática estatua. Así fue que de aquel experimento salió una extraña interpretación, acorde, ¡oh casualidad! al pensamiento de Fawcett, que vinculaba la estatuilla con la desaparecida Atlántida, para felicidad de su poseedor.

Tuvieron que pasar décadas antes de que el asunto de la estatuilla con su escritura indescifrable, motivara los deseos de especialistas en la materia, o sea lingüistas, por tratar de desvelar el misterio.

Fue así que a comienzos de la década de los 80’, un estudioso de origen israelí Aldo Ottolenghi, se sumergió en la tarea, cuyos resultados presentó en su obra “Civilizaciones Americanas Prehistóricas” (1984), un revelador trabajo sobre la escritura utilizada en el continente americano, antes de la conquista.

Escribe el especialista.

“La pollerita de la estatuilla tiene cinco pliegues, y los pantalones también; la uñas de los dedos de los pies en cierto sentido se transforman, porque aparecen como si fueran todos iguales; y encontramos también cinco columnas de escritura, cuatro verticales en la tabla en la que la estatuilla misteriosa apoya la manos y una en tablilla horizontal, que la estatuilla lleva apoyada sobre los pies. Vemos por lo tanto que para civilización misteriosa de la cual proviene esa estatuilla, el número cinco, y posiblemente el número diez, tenían una importancia que acaso estuvieran relacionadas con la ceremonia del culto. El número de piedras que figuran colocadas en líneas horizontales detrás de la estatuilla es de diez. Haremos ahora otra constatación; la estatuilla lleva la cabeza cubierta. Es posible, pero no es seguro, que la estatuilla represente un sacerdote, que muestra a los fieles un texto sagrado. Debemos recordar ahora que existen dos formas de demostrar el respeto a las cosas sagradas: una acercándose a ellas con la cabeza cubierta, y otra acercándose a ellas con la cabeza descubierta; los judíos por ejemplo, se cubren la cabeza cuando entran en sus templos, mientras que los varones cristianos, para demostrar su respeto a los lugares sagrados se descubren. La historia de las religiones comparadas nos sugiere que el misterioso personaje representado en la estatuilla puede cubrirse la cabeza en un acto de respeto hacia un superhombre o a una divinidad, y que posiblemente muestra a sus fieles el texto de una intuición mística o de una revelación desconocida”.

“Y ahora nos encontramos frente a otro problema cuya solución en un primer momento, por lo menos, parece prácticamente imposible. Se trata de la lectura de lo que está escrito en las cinco columnas; cuatro verticales y una horizontal. Nos encontramos frente a una escritura desconocida, mediante la cual un pueblo desconocido se expresa en un idioma desconocido, siendo desconocido también el lugar de origen y la época en la cual vivió ese pueblo”.

“Después de varios meses de trabajo, llegué a descubrir que todos los caracteres de la escritura que la estatuilla llevaba sobres los pies, podían clasificarse como pertenecientes a las escrituras consonánticas (es decir, un tipo de escritura en el cual escriben únicamente las consonantes, y no las vocales), pertenecientes en época histórica a la escritura líbica y las sudarábigas antiguas conocidas como safaítica y sabeena; muchas letras escritas en las columnas verticales cuya semejanza puede hallar, pertenecen también a esos tipos de escritura”.

Sin embargo no satisfecho con los resultados, el especialista israelí vuelve a iniciar sus indagaciones, arribando a una conclusión sorprendente.

“De pronto en mi cerebro surgió la luz; como los signos consonánticos que componen los antiguos alfabetos semitas del norte van del 22 al 24, llegué a la conclusión de haber encontrado un viejo alfabeto, posiblemente emparentados con los alfabetos líbicos, semitas y griegos arcaicos”.

“La figura de la estatuilla representa, por lo tanto, un Dios o un hombre, que ofrece a la humanidad una escritura fonética”.

“Esta forma de escribir (que emparentamos, en parte, en la escritura de la Isla de Pascua), es más antigua que la que encontramos en la época histórica en la escritura paleohebrea, en la aramea y en la fenicia; llegué por lo tanto a la conclusión de que esa escritura vertical hallada en América es más antigua que las escrituras consonánticas semitas horizontales y que, si por lo tanto existe un parentesco entre las mismas, es más probable que el área cultural –por el momento desconocida- en la cual surgió la escritura de Fawcett, haya influencia, en el área de las escrituras semitas del Medio Oriente”.

¿Escritura semita arcaica en América que supera en antigüedad a la de Medio Oriente? ¿Es posible? Al parecer Ottolenghi así lo creía, y no dudó en señalarlo a lo largo de su trabajo.

Esta visión ofrecía nuevas perspectivas, dando paso a un nuevo campo aunque de carácter controversial, en el estudio del pasado histórico del continente sudamericano.

Los descubrimientos de Ottolenghi acerca de la estatuilla y su conexión semita, llevaron a esta autora a tratar de buscar alguna zona de influencia, que hubiera servido como lugar de irradiación de aquella cultura ignota. Siguiendo ciertas pistas, abandonamos el sertao brasileño, y dirigimos nuestras huellas hacia el norte argentino, radicando nuestras pesquisas en Santiago del Estero. En aquella provincia, donde Diego Rojas creyó encontrar la Ciudad de los Césares, Bernardo Graiver un investigador argentino de origen ruso, y arqueólogo aficionado, se topó en la década de los 60’, con ciertas piezas, que llevaban caracteres semitas.

Según relata Christian Quinteros en “Hebreos y Fenicios en Santiago del Estero”: “todo comenzó cuando visitó el Museo Arqueológico de Santiago del Estero junto al escritor Joaquín Neyra. Allí observó una serie de piezas de arcilla que presentaban escrituras y símbolos que reconoció de inmediato. Graiver era de ascendencia hebrea, y se sorprendió al ver cabecitas y torteros de terracota grabados con la estrella de David y varias palabras que reconoció como pertenecientes al idioma arameo. En estas piezas podía leerse Ab (padre), Pesaj (Pascua), y una frase que decía “faltan tres días para Pascua …”

Durante casi veinte años Graiver se dedicó “a estudiar diferentes objetos extraídos de excavaciones realizadas en la provincia de Santiago del Estero. Así fue como descubrió muchas piezas con inscripciones en arameo o hebreo antiguo, lo que lo llevó a pensar en el origen semítico de algunos pueblos americanos”.

En 1980 sus esfuerzos se coronaron en “Argentina Bíblica y Biblónica”, donde presentó estos hallazgos. Tuvimos oportunidad de consultar este trabajo, desde ya una obra monumental, que refleja la pasión de Graiver por estos estudios.

El material aportado, sugiere la posibilidad de una colonia semita en tierras argentinas, aunque la investigación quedó trunca tras el fallecimiento de Graiver en 1983.

De más estar decir que este descubrimiento fue completamente ignorando, y se lo desconoció por tratarse de un hallazgo aislado. Como es una constante en el estudio del pasado histórico sudamericano, el trabajo de Graiver quedó en el olvido, por no encajar en la cronología aceptada y de las migraciones conocidas. Sin embargo el destino continuó haciendo de las suyas, y en 1997, de las frías regiones del sur patagónico se anunció otro hallazgo también sorprendente. En el Museo Regional Salesiano de Rawson, provincia de Chubut, se dieron a conocer unas piedras con inscripciones y grabados, que apuntaban a una conexión con Santiago del Estero. La noticia ganó los medios a través de una agencia alemana que se hizo eco de la novedad.

Así pudimos saber: “que 20 piedras con signos arameos –antigua cultura del Medio oriente- localizadas a lo largo del río Chubut aluden al río de Canaán y al puerto del mismo nombre, que figuran en los mapas precolombinos. El hallazgo pertenece al investigador argentino Enrique García Barthe (53), quién junto con el fotógrafo Julian Knopp (22) exploró en junio pasado las riberas del Chubut desde la cordillera hasta su desembocadura en el Atlántico. Las piedras están distribuidas en un área de 160 mil kilómetros cuadrados, algunas en poder de particulares que las consideran como piezas de los mapuches.

Todas poseen signos y fueron talladas por diferentes manos. García Barthe descarta que sean falsificadas puesto que varias fueron rescatadas de varios metros de profundidad durante las excavaciones para construir un gaseoducto y utilizadas posteriormente como soportes de portones y tranqueras.

Hace treinta años, el investigador argentino Bernardo Graiver le llegó la foto de una de estas piedras, descifró los signos y resultó ser una lápida escrita en arameo. Al carecer de más datos, falleció creyendo que se trataba de una pieza única. Pero en el Museo de los Padres Salesianos en Rawson encontré una docena de piedras con signos similares a la interpretada por Graiver. Donadas a principio de siglo nadie se interesó en catalogarlas ni descifrarlas”.
En otro artículo se brindaban más datos del increíble patrimonio del Museo de Rawson. “El director de la Obra Don Bosco y apoderado de los Salesianos en el Chubut padre Román Dumrauf, confirmó la existencia de las piedras denunciadas por García Barthé. Cuando llegué aquí en el año 1985, dice el Cura, al observar las piedras pensé inmediatamente en el Génesis por la representación vi allí de serpientes. Yo también consideré la posibilidad de su origen fuera semítico. Las piedras se encuentran expuestas en una vitrina ocupando varios estantes de la misma”.

Ante estas evidencias excepcionales buscamos la palabras de García Barthe, a quién pudimos contactar para profundizar en estas piezas tan especiales. Gentilmente este investigador, de impresionante currículum, envió a esta autora fotografías inéditas de aquellas piedras grabadas, algunas de las cuales reproducimos a continuación.

 

Piedras de Rawson

Muchos de los motivos observados remiten en su simbología a los ya conocidos en otras colecciones apócrifas, caso los Gliptolitos de Ica, en Perú.

Haciendo un alto en nuestro itinerario podemos sintetizar lo siguiente:

§ Civilizaciones americanas desaparecidas
§ Conexión América con Medio Oriente
§ Escritura con signos anteriores a sus culturas originales

Si Fawcett hubiera contado con estos datos ¿hubiera accionado diferente? Quizás no hubiera comprendido, pues es mucho más fácil que estas huellas, que a cada paso se cruzan en la historia de América, sean tomadas como producto de continentes desaparecidos, caso la Atlántida, que relacionarlos con culturas madres quizás originarias de estas tierras.

Abandonando por un momento estas indagaciones, retomamos la relación teosófica que tanto marcó la vida del difunto coronel, y que continúo aún luego de su trágica muerte.

Luego de la desaparición del explorador, una serie de eventos místicos comenzaron a manifestarse dentro del clan Fawcett. Quizás como una reacción ante la adversidad, cada uno de los miembros sobrevivientes elaboró su propia teoría sobre lo ocurrido con coronel. Por supuesto que el factor esotérico tuvo un papel central en la elaboración de estas hipótesis, que hasta el día de la fecha acompañan la figura de Fawcett.

Quién fuera la esposa abnegada, Nina Paterson, en un reportaje de 1951, que le hiciera la publicación brasileña O Cruzeiro dijo en aquella oportunidad:

“ -Es posible que mucha gente considere excepcional, tal vez increíble, la historia de nuestra vida. Pero lo que voy a decir es la pura verdad”.

Narró “que, a principios de siglo, su marido y ella vivían en el Extremo Oriente. Dos veces, según declaró, se les aparecieron misteriosos emisarios profetizando hechos extraordinarios relacionados con la vida del primer hijo del matrimonio, Jack, quién cumpliría 22 años días antes de “desaparecer” con su padre y su amigo en la región del Roncador.

En esa entrevista, la última pregunta del reportero a Nina fue la siguiente:

-Señora ¿cree que su marido ha muerto en las selvas del Matto Groso?

 

-¿Qué puedo decirle? – repuso ella. ¿Tendría que afirmar, para provocar una sonrisa escéptica, que continúo en contacto telepático con mi marido y que tengo la seguridad de que, tanto él como Jack, están vivos? ¿Que creo en las palabras proféticas de los seis sabios de la India? ¡No! Diré apenas esto: si mañana o después viera al coronel Fawcett y a nuestro hijo entrar por la puerta del jardín, no me sorprendería en lo absoluto. Diría simplemente, como siempre: “¡Hola!”

Para esa época Nina contaba con 82 años. Creemos que el dolor en el caso de ella debió ser insoportable, ya que la selva sudamericana la dejó viuda y con un hijo menos en su haber. Sin embargo la simiente teosófica estaba intacta, y su descripción acerca de los encuentros en la India con extraños maestros, evidenciaban esa creencia.

 

En 1953, Brian Fawcett publicaría la aclamada biografía sobre su padre. Sin embargo fue el único miembro del clan, que se mantuvo cauto en cuanto al factor esotérico que rodeaba a su familia.
Para 1992 hizo su irrupción Thimothy Parson, “un sobrino nieto de Fawcet”, residente en Italia. Su entrada en escena se produjo a través del Templo de Ibez, presentando su propia versión de la desaparición de su famoso tío abuelo. Señaló “que el explorador vivió en la ciudad subterránea de Ibez, junto al Roncador, hasta 1957, cuando a la venerable edad de 90 años se despojó de su envoltura material, pero no murió en el sentido común de este término.

Durante los treinta dos años que vivió físicamente en Ibez, podía pasar a otras dimensiones, siempre que lo precisase, adoptando un cuerpo de sustancia etérica, por ejemplo cuando entraba en el Santuario interior”.

En otros pasajes, contó que Fawcett desapareció definitivamente en otra dimensión, en el mundo interior del planeta, donde continúa trabajando por la evolución de la humanidad que habita la superficie de la Tierra. A decir de Timothy Paterson se convirtió en El Alma del Roncador.

En el retrato biográfico que Brian Fawcett hiciera de su padre, se instala la figura del explorador aventurero en concordancia con el ideal victoriano, en cambio el Templo de Ibez se centra en el misticismo y esoterismo que rodearon aquel. Timothy Paterson es un seguidor de la corriente teosófica, que en su caso se encarna en la Escuela Arcana, fundada por Alice Bailey, y que continúa la línea iniciada por Blavatsky.

En Brasil, la versión teosófica se reencarna en Eubiosis[4] fundada por Enrique José de Souza, y en la Sociedad Teúrgica de Udo Luckner[5], con quiénes Paterson se relacionó. Ambas escuelas predican que en esta región de Sudamérica “se encontrarían la embocaduras o (pasajes inter-dimensionales) hacia una especie de hiper-realidad, un continuo multidimensional espacio -temporal localizado en el interior del planeta.

No vamos hablar ahora del mundo subterráneo[6], tema que esta autora viene investigando desde hace mucho tiempo, sino solamente señalar este punto en relación a Fawcett, aunque quién escribe, sugiere que Fawcett no alcanzó sus objetivos, y que falleció víctima de su propia ignorancia sobre civilizaciones desaparecidas en Sudamérica.

Antes de cerrar este trabajo deseamos focalizar nuestra atención nuevamente en el Manuscrito 512, que a pesar de su adulteración, cuenta con algunos detalles intrigantes, y que dan la pauta, tal como venimos denunciando, que para resolver los enigmas de escrituras desconocidas, junto con las culturas que las gestaron, debemos orientar nuestra atención hacia los Andes.

Dijimos que la Ciudad de los Césares fue el escenario que dio vida al Manuscrito 512. Recordemos que Raposo, menciona que la ciudadela por él visitada pudo haber sufrido un terremoto. Ahora bien, Gabriele Baraldi, cree que esa destrucción tuvo lugar en 1692, y brinda como dato adicional a una misteriosa población, Astiku, que desapareció tras el violento sismo. Esta ciudad se ubicaba en la provincia argentina de Salta y también se conoce como Esteco.

Este dato precisado por Baraldi, me intrigó, y decidí investigarlo. Después de buscar información, supe de un libro “Rompecabezas de la Ciudad de Esteco” (2005), de Xuan Pablo González[7]. Tuve la suerte de contactarme con su autor, un joven compatriota, quién en persona me interiorizó sobre su trabajo. Bajo la atenta reconstrucción de este escritor, pude constatar que Esteco, fue fundada en 1567 por los conquistadores españoles. Rápidamente alcanzó gran prosperidad y su fama trascendió fronteras. “Fastuosos edificios públicos, iglesias impresionantes, amplios teatros”, adornaban Esteco, así como una creciente depravación y aumento de vicios, que le granjearon el mote bíblico de Sodoma y Gomorra. Contaba con una población abundante, verdadera megalópolis de su época, además de su fama por el comercio de esclavos. Como ya dijimos la destrucción se produjo en 1692. Fue uno de los peores sismos registrados, y cuyos ecos se escucharon hasta América Central.

Si la Ciudad de los Césares puede encontrar una realidad alejada de la leyenda mítica es en Esteco donde encuentra correspondencia, que a su vez presenta semejanzas más que notables, con el Manuscrito 512.

“Cuentan que varias carretas cargadas con baúles y tinajas de oro, plata y otras joyas y piedras preciosas salieron de Esteco en esas horas de la madrugada en que empezaron los temblores. Era un cargamento secreto del alcalde y los jesuitas, y la caravana clandestina se dirigió hacia el rojizo cerro Kuru, para esconder los tesoros en una cueva que usaban los misioneros por allí, al pie del cerro. En medio del gran terremoto la tierra se abrió y cayeron tantas piedras que las carretas y el tesoro nadie supo donde quedaron enterradas, si se fueron al infierno o los jesuitas rescataron el cargamento y se lo llevaron pal Viejo Mundo cuando los expulsaron de este continente, en 1767. Aunque es creencia popular que los tesoros están enterrados bajo el cerro Kuru –kuru”.

“Los primeros buscadores de oro habían llegado a los pocos días del terremoto, a principios del siglo XVIII, y eran soldados y frayles españoles que vivían en el Fuerte Presidio de Esteco, y venían a ver que cosas de valor podían desenterrar … a los tres días de hacer pozos en distintas zonas, sin encontrar absolutamente nada más que tierra, escombros y huesos, dicen que el indiecito-angelito se les apareció como un fantasma y les dijo que no debían profanar esas tumbas ni llevarse nada, que si lo hacían tarde o temprano se lamentarían …”

“Las ruinas de la ciudad pronto recobraron su reputación de malditas, y los buscadores de oro, uno tras otro, volvían para enterrarse entre los recuerdos y las leyendas del antiguo esplendor”.

Hasta aquí.

Sondear en la figura de Fawcett desde nuestra perspectiva, supone transitar una ruta diferente a la acostumbrada. Nuestro objetivo primario tuvo como meta profundizar en aquellos puntos poco estudiados, y menos investigados.

Es difícil separar a este explorador inglés del ideal que por tanto tiempo acompañó su personalidad, como la del aventurero romántico que murió buscando una ciudad perdida en el amazonas y que él creía integraba el reino de la Atlántida.

La confusión sobre el pasado prehistórico del continente americano, se mantiene, no solo por el prejuicio que actualmente rige el pensamiento academicista, que considera a esta tierra como un conglomerado de inmigraciones de diferentes civilizaciones, negándose a considerar las huellas locales, muchas veces desconocidas, de culturas pretéritas, que quizás tuvieron origen en este mismo continente.

Fawcett no fue ajeno a esta visión y para él, era impensado suponer que en Sudamérica pudo haberse dado un proceso civilizador anterior al conocido. Su ignorancia al respeto puede perdonarse, porque en su época, no había lugar para estos enunciados, que recién hoy comenzamos a vislumbrar, no sin recelo, y controversias.

El análisis del Manuscrito 512, gracias al trabajo desarrollado por Gabriele D’Annunzio Baraldi, hizo posible poner en relieve algunas evidencias de aquellas civilizaciones perdidas, sacarlas a la luz, y comenzar a introducirse en su compleja simbología, donde a cada paso se desprenden razas avanzadas de las cuales no tenemos noción, y que ocuparon una vez éste continente.

Presentar la ciudad argentina de Esteco, como el lugar que habría originado la Ciudad de los Césares, es arriesgarse a profanar la leyenda que tantos ríos hizo correr desde su nacimiento en los tiempos de la conquista. No es fácil reducir la hermosa Ciudad Encantada, a una megalópolis colonial, donde el tráfico de esclavos era moneda corriente, así como la decadencia moral y social, a pesar de su fastuosa riqueza. Es preferible seguir soñando con la ciudad inalcanzable, de los techos resplandecientes, que en ciertos días se hace visible, a los ojos del buscador.

Estamos conscientes que el imaginario público difícilmente dejará de considerar a Fawcett como el aventurero arriesgado, que dio su vida por un sueño. Pero conociendo el espíritu que acompañó al viejo coronel, de seguro hubiera aprobado con un guiño la reinterpretación de ésta historia.

http://cronicasubterranea.blogspot.com.es/2008/10/el-misterio-de-p-h-fawcett-y-las.html

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