domi Entre la manipulación y la libertad


Si fue antes el huevo o la gallina
Entre los etnólogos ha surgido, por fin, la duda. Y digo eso de por fin porque siempre he tenido el convencimiento de que no son los dogmas, sino las inseguridades y los interrogantes, los que conducen realmente al conocimiento.

La duda de los etnólogos a la que ahora me refiero se basa en el dilema de si buena parte de los pueblos que llamamos primitivos lo son porque no han alcanzado todavía determinados estratos de esa cultura que consideramos superior o si. por el contrario, formaron parte de culturas de alto nivel que. por alguna razón no determinada, degeneraron y sólo quedan ya de ellas jirones sueltos y deformados que configuran los mitos y las tradiciones de tales conjuntos humanos.


Claro que, a la hora de elegir, más o menos gratuitamente, entre esas dos soluciones, habría que cuestionarse también el concepto real y auténtico de la palabra cultura. Porque, al menos a mi modo de ver las cosas, tan alto nivel puede alcanzar una cultura puramente tecnológica, como la nuestra, entregada al maquinismo más sofisticado, como otra que, prescindiendo de la ayuda mecánica desde sus orígenes, haya cifrado su progreso en la evolución espiritual y mental de sus miembros.

Es más: creo que, en buena medida, ambos tipos de cultura se contraponen y que, en tanto que la primera puede llegar a embotar las capacidades evolutivas del ser humano, resolviéndole los problemas que debería resolver por sí mismo y ahorrándole específicos esfuerzos que también él mismo debería realizar, la segunda pone en funcionamiento todos los mecanismos físicos, mentales, psíquicos y espirituales del individuo y le mantiene en constante forma, atento al entorno y a sí mismo y dispuesto, consecuentemente, a dar el Salto que le pondrá en condiciones de situarse en un estadio superior de su proceso evolutivo.


El problema es, pura y llanamente, de entrenamiento y de apoltronamiento. Jamás tendrá las mismas capacidades físicas el oficinista que engorda el culo sentado todo el día detrás de su mesa que el atleta que se entrena unas horas en el salto, en la marcha o en la piscina.

Del mismo modo, jamás podrá encontrarse en los mismos niveles de comprensión cósmica el sujeto que se deja llevar por los medios mecánicos puestos a su alcance por el complejo tecnológico-cultural. del que forma parte irreversible, que el ser humano que tenga que enfrentarse cotidianamente con los problemas, los interrogantes y los fenómenos que le plantea el entorno natural al que pertenece.

Una cosa es alcanzar la cima de un monte a bordo de un helicóptero y otra, muy distinta – y seguramente mucho más aleccionadora y positiva – buscar desde abajo las sendas, las grietas, las peñas propicias y hasta las horas convenientes para llegar a la cumbre. La primera solución la aceptamos porque se nos da hecha (y de nada sirve pensar que un determinado ser humano fue el primero en encontrarla); la segunda la hacemos nosotros.

Y, mientras no se demuestre lo contrario, no creo que quepa duda en cuanto a que el hombre sólo puede progresar realmente mediante el hacer, mediante el ejercicio constante, cotidiano y vitalicio de una gimnasia a todos los niveles de su estructura total.


Ahí están precisamente la razón y la esencia de casi todo cuanto llevamos dicho hasta este momento en estas páginas. Hay dos posibilidades del ser humano, y sólo dos. Una, relajar la voluntad y el espíritu y dejarse conducir por las estructuras que se han creado o por las entidades que le superan en conciencia dimensional, lo que constituye la base de la gran manipulación cósmica que sufrimos.

La otra, tratar de mantenernos activos integralmente, conociendo y dominando nuestra propia naturaleza y rompiendo los hilos que, desde todas partes, intentan sujetarnos a voluntades ajenas, como marionetas de un inmenso guiñol.

Las huellas de un deterioro
Lo que incita a la sospecha de que muchos de los pueblos llamados primitivos son, en realidad, la muestra final de una degeneración cultural que viene desde épocas inciertas, es el hecho mismo de que. en el conjunto de sus tradiciones, se encuentran los signos de un conocimiento que, por disimulado que esté en los mitos y en todo su ritual religioso, da cuenta cabal de remotos estadios que pudieron muy bien significar momentos de gran lucidez en esos grupos humanos que hoy apenas serían la sombra de su propia cultura ancestral.

Yendo aún más allá en el campo de las hipótesis, la presencia de tales pueblos, su situación actual – indefectiblemente precaria y, a menudo, en inmediato peligro de extinción – y la relativa lucidez de sus recuerdos míticos, induce a pensar en algún tipo de fuerza exterior, ajena a ellos, que colaboró en un determinado momento a su ruina.

Una fuerza que suele estar presente, por lo demás, en su mitología, bajo la forma de un requisito divino que en un momento determinado dejó de cumplirse y provocó la ira y la venganza subsiguiente de las ahora llamadas divinidades, que descargaron para siempre su furia sobre quien les desobedeció y sobre sus descendientes.


En cierta manera, esta terrible venganza cósmica (que suele aparecer como motivo universal en las diversas culturas planetarias), es la que cuentan las Escrituras que descargó Dios sobre los hombres en diversas ocasiones: la primera, cuando Adán y Eva probaron el fruto prohibido del Árbol de la Ciencia; otra, cuando tuvo lugar el Diluvio Universal; la tercera, cuando se intentó la construcción de la Torre de Babel. Y hay muchas más. por supuesto.

Venganzas divinales que se localizan en los libros apócrifos de la Biblia, en el PopoI-Vuh y, en general, en la tradición de todos los pueblos de la Tierra.

Venganzas que – curiosamente – y no tengo más remedio que prescindir una vez más del concepto casualidad – siempre coinciden con instantes en los que el ser humano o un determinado grupo de la especie estuvo a punto de alcanzar un alto nivel de conocimiento de la Realidad. Volviendo al ejemplo inmediato de las Escrituras, esos momentos coinciden, en uno de los casos, con el fruto del saber colgado del Árbol de la Ciencia; en otro, con la construcción de un templo que habría acercado al ser humano al reino de Dios.


Si saltamos sobre mares y culturas, observaremos que estos motivos de deterioro se repiten con características muy similares en los lugares más insólitos del planeta.

Y, si nos molestamos en analizar los mitos que rigen la vida y el quehacer cotidiano de los pueblos – su lucha constante por la supervivencia muchas veces – comprobaremos la presencia de una tradición que, en muchos de sus rasgos primordiales, es común a todo proceso cultural de los pueblos de la tierra.
Tomemos un pueblo. (Y no voy a insistir esta vez en un pueblo cualquiera, puesto que lo he elegido por motivos muy especiales que más adelante se verán y que hacen de él una síntesis de motivaciones culturales.)

Se trata de los huicholes , que, en número de unos nueve mil miembros, habitan una zona inhóspita al norte del estado mejicano de Jalisco. En la actualidad, constituyen un grupo humano al margen casi absoluto de la civilización. Viven de la agricultura del maíz y de una escasa ganadería, no hablan castellano y son en su totalidad analfabetos, al menos analfabetos en el sentido que solemos dar nosotros a la alfabetización.

Forman cinco o seis comunidades independientes entre sí, que se rigen por un gobierno de jefes elegidos anualmente por el pueblo, y por la autoridad religiosa de los chamanes de cada aldea, reconocidos por sus poderes mágicos, por su conocimiento profundo de la tradición y por sus facultades como curanderos y augures.

La triste historia de Huatacame
Según la tradición de los huicholes. todo el pueblo desciende de un pobre cazador de ciervos que se llamó Huatacame.

Dice el mito que, un día, se encontró con una muchacha que se le presentó bajo el aspecto de una paloma, ofreciéndole un cuenco de maíz. La siguió hasta su rancho y allí supo que la joven, llamada Maíz-Azul, vivía con sus hermanas – Maíz-Blanco. Maíz-Amarillo y Maíz-Manchado – y con toda una caterva de parientes (que constituían precisamente el mundo de las hortalizas que los huicholes emplean en su dieta y cultivan en sus campos): el guisante, la calabaza, el frijol…

Los padres del Maíz concedieron a Huatacame la mano de su hija Maiz-Azul. pero le ordenaron que. al menos durante los cinco primeros años de su matrimonio, la venerase como a un ser sagrado y la liberase de cualquier trabajo.


Así comenzó para Huatacame un maravilloso proceso iniciático del mundo de la agricultura. Su mujer le enseñó el modo de talar los bosques sin el menor esfuerzo, el método de plantar las semillas y despreocuparse de ellas hasta la recolección, la forma de levantar templos a las divinidades y ofrecerles las primicias de las cosechas, la fabricación de amuletos y de toda clase de artilugios mágicos que convirtieron su vida en un paraíso de posibilidades frente a la incertidumbre y las privaciones que había sufrido durante su época de cazador de ciervos.

Cuando llegaba el tiempo de la cosecha, no tenía siquiera necesidad de recogerla: le bastaba cortar una mazorca de cada variedad para que, inmediatamente, el campo entero se cosechase solo y las mazorcas se distribuyeran, sin que nadie las tocase, en torno al primer ejemplar recolectado, dando cantidad suficiente de fruto para asegurar con creces la supervivencia y el bienestar.


Pero, al cabo de cuatro años, la madre de Huatacame, que vivía con la pareja, obligó a la joven esposa a que moliera en el molino los granos de maíz, olvidando con ello la promesa hecha a sus padres. Las manos de Maíz-Azul comenzaron a sangrar y la muchacha huyó llorando al rancho de sus padres, seguida de todos sus hermanos.

Huatacame intentó inútilmente hacerla regresar, pero la suerte estaba ya echada para él y sus descendientes. Lo único que obtuvo fue la concesión de un puñado de granos para la siguiente cosecha, pero desde entonces tuvo que penar duramente su trabajo y apenas consiguió sacar, en cada futura cosecha, lo suficiente para subsistir, exactamente igual que aún sucede en la actualidad con sus descendientes, que le nacieron de su segunda unión con la mujer Perra-negra.


Tras un período aciago de tempestades y de sequías, de diluvios y de cataclismos que diezmaron a la humanidad, los descendientes de Huatacame llegaron al mando de su jefe Harra Ouarrí, a la zona que ahora habitan y allí, aun después de haber perdido las antiguas prerrogativas mágicas, siguieron repitiendo los ritos que aprendió su antepasado y cumpliendo con fidelidad absoluta con las ofrendas debidas a las divinidades ordenadoras de la tierra y de las estaciones, lo que permitió la vida de los huicholes hasta su precaria actualidad, en la que siguen practicando los ritos agrícolas y sudando su paupérrima subsistencia, casi con los mismos medios que sirvieron a su mítico predecesor.

Un relato (medio escondido) de poder
Si continuamos analizando el contexto tradicional en el que se desenvuelve la vida de los huicholes, nos encontraremos con la existencia de dos espacios sagrados, que se corresponden con los dos lugares donde discurrió su existencia mítica.

El primero de ellos, donde Huatacame sufrió como cazador y vivió el conocimiento divinal de la agricultura, es la zona en torno al monte sagrado de Lehunar, en el estado de San Luis de Potosí, un enclave denominado por los Huicholes el «Lugar donde apareció el Sol.»

El segundo, que tiene como centro el santuario de Teacata, dista del primero más de quinientos kilómetros y comprende la zona que constituye el habitat actual del pueblo huichol; lo llaman el «Lugar donde apareció el Fuego» y lo consideran la tierra que las divinidades les tenían destinada.

Una vez al año. apenas comenzada la estación seca y cumpliendo un ceremonial estricto y riguroso que convendría analizar en sus múltiples significados simbólicos (cosa que no nos detendremos a hacer aquí, porque nos conduciría a detalles del proceso humano de trascendencia que no me he propuesto aún exponer), los huicholes emprenden una larga peregrinación iniciática desde su centro sagrado de Teacata al centro primigenio de su tradición, Lehunar.

Y allí, después de haber cumplido escrupulosamente toda una serie de ritos sagrados, que van desde la confesión purificadora a la danza y la meditación, pasando por todos los lugares santos del largo camino, recolectan durante un día entero la raíz del cacto peyote, la planta de la vida según ellos, que convenientemente administrada por los chamanes, habrá de conducirles en la determinada circunstancia de su penoso peregrinaje y en medio de un ritual sagrado del que nadie podrá apartarse, a una experiencia psicodélica que, según ellos mismos afirman, les pondrá en contacto ritual y periódico, perfectamente medido, con un mundo de vida verdadera de realidades superiores, con una experiencia directa del alma con el universo de los dioses.


Según lo que diversos investigadores directos del rito huichol del peyote han manifestado, contando con el relato de los mismos indios que lo experimentan (y avalado por la experiencia consciente de hombres como Huxley o Artaud), la esencia del viaje es. aparte visiones que el huichol siente como auténticas y plenamente significadas, una abolición total del sentido del tiempo según los cánones establecidos, un encuentro, pues, con el tiempo y el espacio míticos y una comunión eucarística – pues de rito plenamente eucarístico se trata en su caso – con las divinidades rectoras del universo.

Según Benzi,1

«aun manteniéndose sensible a la belleza estética, al juego de formas y relieves, a la brillantez y a ¡a variedad de los colores (observado, sentido y vivido todo en otra dimensión, podríamos añadir nosotros), el huichol se mantiene también atento, sobre todo, al mensaje cultural de las visiones. Cree en la realidad objetiva de ¡o que se le aparece y participa religiosamente del mundo visionario. Cada visión mantiene despiertos sus sentidos y sus facultades, hace una llamada a su saber tradicional y parece conectar un inmediato mecanismo de interpretación».

1. MARINO BENZI, A ta qutie de ta vic. sw Nationalt des Edición du Chine. París. 1977.

Añadamos que, en todas las ocasiones, es el chamán el encargado de aclarar al visionario las experiencias que él mismo no lograría explicarse,

Sutiles cables de dependencia
La primera conclusión que parece evidente en el contexto de esta experiencia ritual trascendente de los huicholes (y tendría que repetir que doy siempre a la palabra trascendente su estricto sentido de conducir más allá de la realidad inmediata) es su arcaísmo.

Es decir, su origen remoto y tradicional, enlazado con mitos que se corresponden con una etapa de su historia conectada al momento en el que el pueblo desconocía todavía las técnicas de la agricultura que narran sus leyendas en clave divinal. Toda una serie de elementos semánticos de esos mitos corroboran la idea, pero el más evidente de todos es, seguramente, la identificación que hacen los huicholes entre el peyote y el ciervo.

La caza de este animal forma parte activa del ritual que acompaña a la recolección del cacto alucinógeno. La peregrinación se inicia con la caza de uno y se completa, después de la gran jornada de recolección, con la caza de otros siete. Colas y cuernos de ciervo forman, por lo demás, parte activa de los elementos mágicos de los que se sirven los chamanes rectores para completar con actos simbólicos distintos instantes del peregrinaje y de la iniciación psicodélica.


La experiencia que comporta el consumo ritual del peyote forma, pues, parte de una tradición arcaica que supone un presunto contacto con lo divino, con la consiguiente evidencia – igualmente supuesta, pero no por ello menos evidente para el huichol – de unos límites de percepción mucho más amplios que los estrictamente aprehendidos en el quehacer cotidiano.

El contacto con el cacto supone la realidad de toda una gama de actividades, religiosas y estéticas – la estética y el arte tienen siempre y en todos los pueblos de la tierra unos orígenes profundamente religiosos – que se manifiestan fundamentalmente en su comportamiento habitual: en el sentido trascendente de sus ofrendas y en los sones de la música de sus festividades, en el significado de sus invocaciones e incluso, si cabe, en sus relaciones sociales y familiares.

El huichol, pues, basa la comprensión de su entorno – y hasta su identificación con él – en la experiencia extática que realiza con la ayuda del cacto alucinógeno.


Sin embargo, hay un factor importantísimo que conviene tener en cuenta. Toda esa experiencia extática está sabiamente dirigida y controlada por los chamanes de la aldeq. que son. por otra parte. los auténticos rectores del pueblo huichol.

Los chamanes son los que eligen a los componentes del grupo que realizará la expedición, los directores efectivos de todos los ritos, los conocedores y guías que llevarán a los peregrinos a cada lugar sagrado que encuentren a lo largo de la ruta, los administradores de la cantidad correcta de peyote que se deba consumir en cada ceremonia, los que escogen el momento y el espacio propicios para montar los campamentos, para encender los fuegos sagrados, para realizar la confesión previa a la purificación que les hará dignos de entrar en contacto con los dioses.

Ellos serán igualmente quienes les expliquen las imágenes y las sensaciones que habrán percibido después de cada sesión de éxtasis psicodélico y quienes» al fin y al cabo, les interpreten según los cánones la gran borrachera trascendente y quienes dictaminen la bondad o la maldad de las visiones (que serán indefectiblemente buenas o malas según el grado de docilidad a la autoridad chamánica que hayan mostrado, según el nivel de mansa entrega que tengan, según el comportamiento que muestren ante el control religioso que mantiene el chamán sobre todos ellos).


Ahí tenemos, pues, un ejemplo más. a niveles de comunidad primitiva, de cómo una determinada minoría se implanta siempre como detentadora de poderes y como intérprete de unos concretos designios que vienen supuestamente «de arriba» y de los que se convierten en mensajeros e intermediarios, manteniendo al resto de la comunidad bajo unas reglas de estricta dependencia con la amenaza, más o menos evidente, de unos castigos que caerán irremisiblemente sobre quienes se salten las normas impuestas y los preceptos tradicionalmente constituidos, y con la esperanza de unos premios que. por el contrario, serán repartidos profusamente entre los mansos de toda la vida.

El juego de las tensiones
Es significativo el ejemplo que se da entre los huicholes. porque, en cierto sentido, alcanza los límites extremos de una situación común a todos los pueblos de la tierra.

Y digo lo de límites extremos porque, entre estos indios perdidos de las sierras de Jalisco, se cumple radicalmente un comportamiento que, a distintos niveles de realización extrema, podemos encontrar en las más diversas épocas y en prácticamente todas las comunidades humanas, sea cual sea el grado de cultura alcanzado.

En esquema, se trata de una clase sacerdotal (aquí los chamanes, que muy a menudo forman parte de una misma familia), que reparte vitaliciamente premios y castigos y hasta designa a los poderes civiles que periódicamente ejercerán el gobierno político del pueblo. Una clase sacerdotal que será, de hecho» la única con autoridad (emanada supuestamente de los favores divinales) para juzgar sobre la virtud y el pecado, la bondad y la maldad de los actos del grupo y la única que, consecuentemente, se encontrará de hecho por encima de ese bien y de ese mal por el que serán rasados los demás componentes de la comunidad.


El ejemplo más claro de esa dependencia lo podemos encontrar también entre los huicholes y precisamente en esta época en la que tiene lugar la peregrinación del peyote.

Cuando los romeros llegan a las cercanías de uno de los lugares clave del camino, la Colina de la Estrella, el chamán mayor marca un espacio sagrado y otro de los chamanes se va llevando aparte a cada uno de los componentes de la expedición, atado simbólicamente con una cuerda al brazo, para que haga en privado confesión completa de las faltas cometidas a lo largo del año.

Posteriormente, reunidos todos los peregrinos con los chamanes en un círculo alrededor del fuego sagrado, repetirán públicamente esa confesión, tan completa y con tantos detalles como la hubiera hecho anteriormente.


Se da el caso esclarecedor de que. entre los huicholes, el adulterio es falta corriente, aunque no por ello menos digna de castigo. Y sucede también que, en esas confesiones, el pecador debe a toda costa revelar sin tapujos no sólo el acto presuntamente impuro que ha cometido, sino las circunstancias y hasta el nombre de la mujer con quien lo cometió.

Este hecho lleva como consecuencia que. muy a menudo, se descubran relaciones que hieren profundamente el orgullo y la presunta honorabilidad de otros componentes de la peregrinación que puedan resultar «víctimas» del pecado que se ha confesado. Y aunque, al parecer, las normas establecidas prohíben toda exteriorización de rencores durante la larga marcha iniciática, parece cierto que esos rencores afloran en la primera oportunidad, que suele ser en medio de las primeras euforias producidas durante las fiestas del peyote.


Fijémonos en el hecho de que los chamanes son, en realidad – como al fin y al cabo los sacerdotes en todas las formas religiosas del mundo – los verdaderos legisladores de la ética» los investigadores esenciales de los preceptos y reglas por las que se habrá de regir el entorno moral del pueblo.

Si se mantiene esa ley creada (y se trata en efecto de una ley creada y de ningún modo de una supuesta regla natural del comportamiento humano) y se provoca, al mismo tiempo, la tensión ocasionada irremediablemente por la confesión pública de su transgresión, nos encontramos ante el claro exponente de un elemento de dependencia, condicionador de actitudes en las que, esencialmente, sólo salen beneficiados los componentes del grupo manipulador: los chamanes.


El valor (relativo) del trascender
¿Qué valor real podemos conceder, en este caso, a la iniciación trascendente, que supone el contacto con la Otra Realidad, cuando es llevada a cabo de modo ritual por el pueblo de los huicholes conducido mansamente por la autoridad chamánica?


Creo que importa fundamentalmente que tratemos de analizar esta cuestión, porque existe una tendencia ya generalizada en determinados ambientes, medio intelectuales y medio iniciáticos, que trata de atribuir a situaciones como ésta (tanto entre pueblos culturalmente primitivos como en comunidades formadas en ambientes presuntamente progresistas), el valor justificante de unas prácticas en las que la ingestión de una u otra droga parece conducir al adepto a un contacto trascendente más o menos periódico y también más o menos consciente y voluntario con la trascendencia.

Escritos como los de Leary y Castañeda han venido a convertirse en biblias de una nueva visión justificadora de estados de conciencia cuya alteración – y ninguna otra cosa – permite el acceso a una dimensionalidad distinta.

Sin embargo (y pienso sobre todo en una lectura profunda de la obra de Castañeda), habría que distinguir, en primer lugar, entre lo que la experiencia psicodélica puede contener de ejemplo y lo que de hecho tiene como norma. En segundo lugar, lo que puede significar en tanto que liberación efectiva y en tanto que dependencia manipuladora.


No me cabe duda de que, en este contexto, es totalmente distinta la acción de un maestro sobre un individuo determinado y la del chamán sobre sus pupilos.

El chamán – dejemos a un lado sus posibles poderes y su propia capacidad personal para acceder a estados de conciencia superiores – se impone mediante su influencia al grupo humano sobre el que ejerce la autoridad y, en cierto modo, hace que el estado extático sea tomado como una especie de premio moral a una conducta sumisa con las reglas establecidas.

De hecho, la experiencia viene a formar también parte periódica de dichas reglas, como una más entre las que fijan de modo inapelable las formas de conducta, deberes sociales u oraciones y ofrendas a los dioses mantenedores del status vital.


El maestro, en cambio (y sigo pensando, sin ir más lejos, en el yaqui don Juan, sea personaje cierto o criatura de ficción), surge en la vida de un individuo determinado por un acto volitivo de elección y, aunque habría que distinguir si esa elección la lleva a cabo el maestro o el discípulo, se produce exactamente igual que las experiencias ulteriores con humos, hongos o cactos, que llegan con el encuentro, como un medio para alcanzar un determinado fin y sólo hasta que dicho fin se haya alcanzado.

A partir de entonces, conocida la experiencia trascendente de la mano del maestro que la domina y que la conoce, es el momento de poner en acción activa – pido perdón por el retruécano – la propia energía individual, el instante del hacer de Gurdjieff. del obrar por cuenta propia el individuo para alcanzar esos estados de conciencia por el impulso de la propia volición y sin el concurso de ninguno de los dos intermediarios iniciáticos: maestro por un lado y pócima provocadora del momento extático por otro.


La diferencia fundamental entre ambos caminos estriba en la dependencia, a todos los niveles.

Dependencia hacia el elemento provocador del estado alterado de conciencia (la droga) y dependencia hacia el sujeto que se toma la atribución de administrarla (sacerdote o chamán o gurú), y se reserva la posibilidad de interpretar, según cánones previamente establecidos por un determinado dogma, esa trascendencia inefable que el individuo alcanza, haciéndosela vivir en fecha y lugar prefijados, cumpliendo ritos previos y obedeciendo a normas perfectamente establecidas que convierten la experiencia mística en hábito en el que apenas interviene la conciencia o la necesidad visceral de trascender.

El contacto místico del indio huichol con el cacto peyote no es en modo alguno la forma consciente de trascendencia, sino – como apuntaba ya al principio – el resto sospechadamente deteriorado de una experiencia vital arcaica tradicional, convertida en rito y en dogma y en costumbre por obra y gracia de unos elementos – los chamanes con toda probabilidad – que guardaron ancestralmente, para beneficio propio y dependencia del pueblo que regían, el significado profundo de esa trascendencia que ahora siguen administrando como acto eucarístico deformado por la interpretación manipuladora de conciencias.

Los huicholes, a pesar de su experiencia periódica, nunca pueden alcanzar por sí mismos la iluminación de que nos da cuenta el Zen o que individuos aislados como Masui o San Juan de la Cruz alcanzaron desarrollando su propia energía trascendente.

La sombra manipuladora del chamán estará siempre al pairo de esa libertad visceral que el ser humano necesita a toda costa para convertir en eficaz y válido su acto místico. El, en tanto que encargado de aclarar porqués y cornos – podríamos decir, encargado de racionalizar lo irracional – convierte en culto obsoleto la trascendencia humana.

Y, en tanto que continuador y conservador para el pueblo de un acto transformado y deformado en rito, mantiene, dentro de reglas perfectamente dominadas, una experiencia que tendría que ser, en último extremo, simple salto provisorio hacia auténticos niveles superiores de conciencia engendrados desde la propia actividad interior del ser humano.

Interpretar y comprender
La dificultad que existe para reconocer y distinguir con claridad las funciones que asumen los maestros y las que se atribuyen los sacerdotes – y doy a la palabra sacerdote una significación que hasta podría llegar a tomarse por religiosamente laica, pues ya han llegado a abundar demasiado los sacerdotes del laicismo – marca precisamente la frontera que existe entre la manipulación y la libertad del ser humano para entrar en contacto con la Realidad trascendente y ser, sobre todo, consciente de ello. Los teóricos del empleo de los productos psicotrópicos (Leary, Cooper) insisten constantemente en la necesidad de un guía que, dominando plenamente la experiencia, ayude al que quiere intentarla a encontrar su sentido auténtico y el significado del estado por el que va a atravesar.

Del mismo modo, la iluminación que se busca en las prácticas del Zen sólo es posible de alcanzar por mediación de un maestro que sea capaz de dar el empujón trascendente que colocará al neófito en un estado de conciencia dimensional superior, de liberación esencial de las trabas sensoriales.


El que alcanza tal estado no necesita, sin embargo, que se lo interpreten, porque resulta esencialmente imposible dar sentido racional a una experiencia que, ya lo hemos visto, supone nada menos que escapar de la racionalidad y porque cualquier interpretación ha de significar necesariamente el encaje de la vivencia trascendente – el salto dimensional – en los límites de una mentalidad que forma parte del mundo sensorial en el que discurren cotidianamente nuestras vivencias. las vivencias que el salto en cuestión ayuda a superar.

La interpretación, en este contexto, es un «sí, pero…», un condicionamiento que moldea la experiencia mística y la encaja – la encierra – en moldes previamente establecidos por cualquiera de las fuerzas manipuladoras que impiden al ser humano trascender los límites de su cubo de seis paredes, perfectamente visible y palpable, perfectamente acorde con unos cánones euclidianos en los que privan las reglas, los teoremas y las tesis aprobadas y consentidas. Es decir, todos los elementos primarios de dependencia mental y, en consecuencia. de manipulación espiritual-


Que el ser humano ha de conseguir esa liberación a pesar de un mundo denso de trabas de preceptos condicionantes no significa, sin embargo, que ese mundo y esa experiencia hayan de ser aceptados por el entorno.

Eso es algo que los místicos de todos los tiempos han captado a la perfección, porque todos ellos, en cualquier época y en cualquier lugar, se han encontrado inmersos en un entorno hostil a la libertad fundamental que suponía su propia trascendencia. En el fondo, esa es la razón de los largos comentarios de Juan de la Cruz a las breves y contundentes estrofas místicas que le inspiraron sus saltos a la trascendencia.

En el fondo también, esa es la causa primaria de la multivalencia del símbolo ocultista, que lo mismo puede aparecer en el más heterodoxo de los grimorios que en la más oficialmente santa de las Iglesias.


Pues bien, en esa multivalencia del símbolo y en esas explicaciones impuestas a la experiencia mística desnuda está, precisamente, la raíz de la distinción entre la manipulación y la libertad, como se encuentra la sutilísima capa que limita la realidad aparente que vivimos y la Realidad inmediata a la que indefectiblemente tendemos.

Si somos capaces de reconocer esos límites y de distinguir lo que realmente se encuentra a cada lado de cada uno de ellos (y digo reconocer y distinguir, nunca entender ni interpretar) habremos dado, supongo yo, el primer paso hacia nuestra propia liberación.

Es posible que los otros pasos podamos darlos con menos dificultades y hasta con conciencia iluminada de nuestro destino.

http://www.bibliotecapleyades.net/vida_alien/manipcosmic/manipcosmic14.htm

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