Durante este último fin de semana he tenido ocasión de participar en la Festa dei Riformisti, que ha reunido en Carrara -muy cerca de Pisa, en Italia- a un alto número de socialistas, progresistas y dirigentes del Partido Democrático Italiano para discutir -una vez más- la posibilidad de una alternativa de izquierda a la austeridad impuesta por la hegemonía conservadora durante el último lustro en la UE. Una hegemonía que se salda con los catastróficos resultados sufridos -por unos más que otros- tanto en su faceta económica como en su balance social, que es el descomunal ensanchamiento de las desigualdades.
Un argumento recurrente de las discusiones fue -una vez más- la responsabilidad que la socialdemocracia europea debe asumir por haber connivido -por acción, complicidad, omisión o carencia de una resistencia común- con el deterioro del modelo social europeo y, consiguientemente, con el debilitamiento progresivo e incremental de sus propias bases electorales, cada vez más propensas a la desmoralización o al instinto reflejo de transferir sus votos a formaciones populistas carentes de una política económica alternativa, pero provistas de gran magnetismo imantador a la hora de catalizar un variado espectro de cabreos, indignaciones y protestas exasperadas por la desesperación y el hastío.
Insistí en mi intervención en esa conferencia italiana -y vuelvo a reiterarlo aquí- que no veo fallo más claro ni más clamoroso en el historial reciente de la socialdemocracia europea que el abandono de la bandera de la progresividad fiscal. Tanto es así que, en el imaginario colectivo de la crítica a la austeridad, se ha llegado a identificar socialismo con nuevo Keynesianismo. Keynes no fue un socialdemócrata, sino un conspicuo liberal. Su propuesta de relanzamiento de la economía tras la devastación de la II Guerra Mundial pivotó sobre el estímulo en la demanda interna. Pero la respuesta socialdemócrata estaría incompleta si basculara tan solo sobre la demanda interna -además de por el hecho de que el Keynesianismo resulta hoy impracticable en un solo país de la UE, una vez se ha renunciado a la política monetario en favor del BCE- sin reintroducir la variable de la progresividad fiscal.
Recuperar el impuesto progresivo -que pague más quien más gana, quien más tiene y más hereda, y no al revés (como ahora)-; equiparar tendencialmente tanto la fiscalidad de las rentas del trabajo con las del capital (minadas masivamente en España por deducciones y beneficios truculentos que desmoronan el tipo real de sociedades muy por debajo del tipo nominal); y, sobre todo, la lucha -pero en serio- contra el fraude fiscal, la elusión y la evasión, es el pilar existencial de la suficiencia de ingresos, sin la cual sería inviable la sostenibilidad del modelo social europeo.
En el escalón europeo, la socialdemocracia está obligada a incorporar la lucha por los recursos propios, que relance la capacidad presupuestaria de la UE (hoy raquíticamente por debajo del 1% del PIB, debiendo lanzarse al menos hacia el objetivo de un 5% del PIB). Es preciso superar las limitaciones de la «economía de transferencias» que hoy lastra el presupuesto europeo, incorporando nuevos impuestos propios sobre las transacciones financieras y las actividades contaminantes (impuesto ecológico), y armonización del IVA e impuestos de sociedades (reduciendo así los márgenes del dumpling fiscal en la UE).
Pero en España es imperioso una reforma fiscal que apueste por la equidad (contra las injusticias de la carga tributaria hoy más insoportables que nunca), así como por la suficiencia (incrementando la recaudación) y por la eficiencia del gasto (optimizando los recursos fiscales en el relanzamiento de una nueva economía más inteligente, basada en el conocimiento y en la innovación, más verde y más sostenible). Esta reforma exige como precondición una multiplicación de la cuantía (y eficacia) de los recursos asignados a la lucha contra el fraude, la elusión y la evasión (que son el hilo conductor de la corrupción rampante y de las devastadoras tramas de criminalidad económica).
Si en toda la UE se calcula en 700.000 millones de euros lo que podría devengarse de una estrategia conjunta de combate contra el fraude y la economía sumergida -imaginen el impresionante relanzamiento económico y reducción de la abismal brecha de desigualdad desatada en estos años entre los EEMM y dentro de los EEMM que podría financiarse con semejante suma-, en España la lucha contra el fraude podría generar 70.000 millones al año: suficientes para recuperar los derechos sociales desmoronados por los zarpazos del Gobierno del PP: educación, sanidad, dependencia, prestación por desempleo, investigación y ciencia.
Apostemos, por lo tanto, por la progresividad fiscal y la lucha contra el fraude: he aquí el ADN de la credibilidad de la alternativa de izquierda frente a la tentación del populismo y la demagogia antipolítica.
http://www.huffingtonpost.es/juan-fernando-lopez-aguilar/la-izquierda-y-la_b_5830012.html?utm_hp_ref=spain