Hay plazas que gritan cosas en silencio. El Parque Santa Catalina de Las Palmas de Gran Canaria, por ejemplo, gritaba por los subsaharianos que dormían en sus suelos. O por algunos viejos homosexuales que no llegaron a tiempo, porque no se podía hacer, de salir del armario, y tuvieron que conformarse con sentarse en las terrazas del parque y buscar la mirada cómplice de algún amante que quisiera vivir amores y pasiones secretamente en alguna pensión cercana o en un piso con aroma clandestino.
La plaza que hay junto al Palacio de Carondelet, sede de la presidencia de la República de Ecuador, en Quito, también gritaba cuando la visité hace unos meses, porque estaba llena de gente con cara de tristeza, sentados, tumbados sobre algún banco de madera o de piedra. La mayoría eran indígenas y afroecuatorianos, con los ojos vidriosos, la mirada perdida de alcohol, la alegría muerta. Al principio no se notaba, entre el bullicio y los turistas. Sólo había que pararse a mirar un rato.
Ecuador se ha sacudido mucha miseria en los últimos años. Puede que a Correa se le haya ocurrido últimamente convertirse en su peor enemigo, con la polémica Ley de Comunicación o con una creciente criminalización de la protesta política. Pero la Revolución Ciudadana, el proceso político que se inició con él y su movimiento Alianza País en 2006, tiene una trayectoria con resultados muy positivos: en carreteras, en salud, en educación, en igualdad, en lucha contra la exclusión social.
Sin embargo, las plazas de la miseria duran casi hasta el final de la película, cuando ya todo ha salido bien pero aún quedan los últimos pobres, los descastados, los que un día se quebraron porque no vieron oportunidades, los que sí las vieron pero se despistaron. Probablemente ese lugar triste de Quito tenga que ver con la despiadada segregación racial del colonialismo español. O con el clasismo de los muchísimos gobiernos pésimos que lideraron el país durante el siglo pasado.
En España, muchas plazas llevaban unos años con un aspecto bastante saludable. Con papas fritas y cerveza, con niños jugando y gente mayor pasando el día mientras ponía en orden sus recuerdos. Ahora que he vuelto a Madrid, he visto las cicatrices de la crisis por todas partes. Y no sólo por la basura, la mugre o el olor a meado que antes quitaban a chorros de agua que salían de unos camiones.
Me he acordado estos días de una entrevista que le hice una vez a un panadero del barrio madrileño de Malasaña, que hablaba con terror de la heroína del Madrid de los ochenta, de los yonquis en el portal, de los atracos a punta de jeringa. De la pobreza. Pero también de los escapes que busca la gente cuando no ve oportunidades.
Se tarda un montón en cohesionar un país, pero se destroza en dos días. Bueno, en unos pocos años. Y cuando estemos mejor, que lo estaremos, en las plazas quedarán, como ruinas del pasado, los restos de este banquete feroz del tiburonismo político y financiero.
http://www.huffingtonpost.es/jorge-berastegui/las-plazas-de-las-miserias_b_5776470.html?utm_hp_ref=spain
Las plazas de todos los lugares del mundo son especiales, en cada nuevo pueblo o ciudad que conozco lo primero que busco es conocer sus plazas.
Hay que ver lo que la literatura de Jorge Berastegui se parece a la de Arturo Pérez Revete.