domi El laberinto pagano sobre la Iglesia de San Martino en Lucca

Dios mueve al jugador y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y sueño y tiempo y agonías?
J. L. Borges, Ajedrez II.
El laberinto sobre la iglesia de San Martino

 

Sobre uno de los pilares de la fachada perteneciente a la Iglesia de San Martino de Lucca está esculpido un laberinto de unos 50 cm de diámetro al que acompaña la siguiente inscripción:
HIC QUEM CRETICUS EDIT DEDALUS EST LABERINTHUS DE Q(U)O NULLUS VADERE QUVIT QUI FUIT INTUS NI THESEUS GRATIS ADRIANE STAMINE IUTUS.
Este es el laberinto que edificó el cretense Dédalo, del que nadie que se halle dentro podrá salir, salvo Teseo gracias al hilo de Ariadna

La historia de Dédalo, Teseo, Ariadna… mostrada sin pudor, incluso con cierto alarde, sobre la piel de un templo católico del siglo XII. A primera vista parece un acto contrario a la ortodoxia teológica. Siglos de una Iglesia militante en permanente lucha contra infieles del más variado pelaje. Contra personas, credos y pensamientos no cristianos casan mal con la idea de abrazar un mito grecorromano y perpetuarlo en la piedra sagrada allí, precisamente, donde nadie pueda evitar verlo. ¿Se trata el laberinto de Lucca de un adorno erudito?¿Un artificio de un artista caprichoso?¿O la exposición de un alegoría doctrinal para las mentes atentas?

Es bien sabido que buena parte de lo cristiano se levantó sobre mimbres y formas paganas. Sin ir más lejos, las principales celebraciones de la liturgia católica, la Pascua y la Navidad, van asociadas a la irrupción del solsticio de Invierno y el equinoccio de Primavera. Si hilamos más fino, detectaremos una dependencia todavía más íntima, porque el Nacimiento de Cristo está regido por el sol triunfante que desde el 24 de diciembre le va ganando horas de luz a la noche. Mientras que la Muerte y Resurrección de Jesús no obedece a una fecha fija, sino a la impuesta por la primera luna llena primaveral que cada año determina el comienzo de la Semana Santa. Así las cosas, los antiguos cristianos terminaron poniéndose en las manos de los astros y dejando que esas luminarias celestiales les marcaran el Alfa y Omega de su tiempo sagrado. El truco para salvar la contradicción teológica, para no hacer de la nueva religión mero culto al sol y la luna, estaba en considerar muchas de las creencias, mitos, héroes e incluso algunos dioses y filósofos paganos como heraldos del mensaje revolucionario de Cristo. Por supuesto, no eran el mismo Jesús ni su Buena Nueva pero, de un modo u otro, aquellos testimonios pretéritos anticipaban y preparaban su venida. Los Padres de la Iglesia se esforzaron denodadamente en establecer estas conexiones, primero entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, luego entre la Biblia y la cosmovisión grecorromana. Y así, en unas pocas centurias, los enemigos religiosos de pensamiento, obra o veneración popular, con fundamento real o ficticio, mudaron en santos o demonios cristianos. Todo, antes y después del año 0, quedó así conectado para la tranquilidad de los católicos, cuya religión por ser demasiado joven, por carecer de los remotos orígenes de sus contemporáneas, les sonaba a muchos falsa y artificial hechura de hombres. Por la vía de la exégesis teológica el cristianismo obtuvo la eternidad que le negaba la historia.

Pues bien, dentro de esta lógica doctrinal haría su entrada Teseo, al que muchos vieron como mitológico alter ego de un Cristo que se imponía al mal, doblegaba a la bestia y salía victorioso del entuerto. En su camino salvador el héroe habría superado dos dificultades preñadas de metáfora: El Minotauro trasunto de diablo, anticristo, pecado, bajas pasiones… y el laberinto, inextricable topografía llena de dudas, callejones a ninguna parte, rincones traicioneros, perdición y tinieblas.
El laberinto se conocía bien en la Edad Media. Isidoro de Sevilla decía genéricamente de él que era un edificio de intrincados corredores, como el construido por Dédalo en Creta y en el que estuvo encerrado el Minotauro. Si alguien se introduce en él sin ir provisto de un ovillo de hilo, es incapaz de encontrar la salida. El edificio está dispuesto de tal forma que, al abrir las puertas, se escucha en su interior un terrible estruendo. Se desciende a él por una escalera de más de peldaños. Dentro hay estatuas y efigies monstruosas; innumerables corredores conducen a través de las tinieblas a diferentes lugares; todo está dispuesto para que se extravíen los que allí entran, de manera que parece imposible salir de la oscuridad y regresar a la luz. Existen cuatro laberintos: el primero es el egipcio; el segundo, el cretense; el tercero está en Lemnos; y el cuarto, en Italia. Todos ellos están construidos de tal manera que ni siquiera los siglos podrán destruirlos. (Etimologias, XV, 36). Se equivocó Isidoro al aventurar la casi infinita supervivencia de esos laberintos, puesto que los cuatro por el citados permanecen hoy día arruinados. Sin embargo, lo que sí se sobrepuso al paso de los siglos fue la imagen que irradiaba y que hizo del laberinto un símbolo irresistible sobre el cual realizar las más diferentes lecturas. Lecturas que, quizás, sean más bien proyecciones interesadas de quienes los miran porque para los alquimistas el laberinto expresaba el camino hacia la Gran Obra, para el piadoso católico una recreación de la penitencia y el calvario de su Señor, para el peregrino el camino de Santiago, el de Jerusalén y hasta el juego de la Oca…
Sin embargo, el laberinto de Lucca es otra cosa. O mejor dicho es tres cosas en una: un fraude, un centro y un sendero.
Es un fraude porque, conviene irlo diciendo ya, no es un laberinto en los términos recogidos por Isidoro de Sevilla. En su diseño no existen cruces, vías muertas, intersecciones imposibles, arquitecturas de confusión. Nada de todo eso hay. Su trazado responde a esos otros laberintos bien conocidos en la antigüedad y llamados univiarios. Es decir, configurados por un único corredor que se retuerce mil veces hasta alcanzar un centro. El laberinto, como dice Umberto Eco, en estas circunstancias no tendría necesidad de hilo de Ariadna puesto que es el hilo de Ariadna de sí mismo. Aquí no salen a nuestro encuentro otras disyuntivas que el decidir si continuamos adelante o retrocedemos el paso. Por esta razón decíamos que es un fraude como laberinto, pero al mismo tiempo diremos que no engaña. Que no quiere enmarañar el viaje, sino marcarnos la senda clara que debemos recorrer. En este punto, la lectura moral del símbolo resulta inevitable. Frente al laberinto pluriviario, cuajado de maquinación, embrollo, falsos atajos y que para muchos eclesiásticos medievales representaría el mundo de las herejías, el pseudolaberinto univiario compone una parábola de la perfecta vida humana. Un recorrido ofrecido por su arquitecto sin estratagemas, claro, lineal, sin atajos, en el que tan loable resultaba llegar a su centro como abarcar todo el círculo espacial que lo rodeaba. Y como señala Fabrizio Vanni, el artífice de esta obra se limita a contemplar desde lo alto, inmóvil el movimiento voluntario del hombre hacia su meta obligada.
Por consiguiente, sobre el mismo plano, este laberinto reúne al viajero con el creador del viaje. Pero ¿Cuál es el destino final? ¿La meta obligada que señalaba Vanni y predispone nuestro caminar? Sin duda, en Lucca es elcentro del laberinto. Para Mircea Eliade todo laberinto es concebido para proteger un punto central y reflexiona Santarcangeli ¿qué es lo que hay en el centro? (…) Siempre un ente numinoso; a menudo un nombre impronunciable, un árrheton; una divinidad o el propio Dios, de rostro por fin revelado o aún cubierto por un velo; (…). Y con mucha frecuencia un monstruo en el cual, como el Minotauro, se acumulan culpas y avidez, aspiraciones, sueños y pesadillas inconscientes o semiconscientes. Sin embargo, en el caso de un pseudolaberinto univiario hay que introducir algunos matices. Aquí el camino hacia ese centro es tortuoso, pero directo. Toda la composición gravita en torno a ese vértice central que sin ser inaccesible, resulta lejano. No obstante, el equipaje a llevar resulta extremadamente ligero. No necesitamos más requisito que nuestra voluntad, puesto que en ningún momento se apela a nuestra inteligencia. No hay que resolver acertijos, portar mapas, ni leer coordenadas. No hay que pensar nada, sólo echar a andar. Eso sí, tan importante es el centro como el círculo en que se encuentra éste y que debemos recorrer, agotar y abarcar por completo, requiebro tras requiebro para poder llegar al final. No existen atajos. Cualquiera puede intentarlo pero a condición de vencer el vacío que separa al centro de la circunferencia exterior donde aquél ha quedado inscrita. Esta formulación parece ir en estrecha consonancia con esa máxima registrada en el anónimo Libro de los veinticuatro filósofos, donde se definía a Dios como sphaera infinita cuius centrum est ubique, circumferentia nusquam (Esfera infinita cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna).
Parece nítido, por tanto, que en el laberinto de Lucca tan importante es el centro como el camino que lo rodea. El destino como el viaje. Y encadenado a este razonamiento surge la peregrinación como último eslabón del misterio. Ha sido en mil ocasiones subrayada la importancia de las peregrinaciones en el período medieval. Pues bien, el laberinto lucano comparte presencia con otros cuatro laberintos ubicados en templos cristianos sobre un diámetro imaginario de 200 km a la redonda. Así, tenemos el laberinto pavimental de San Miguel en Pavía, el también pavimental de San Sabino en Piacenza, el decorativo de San Caprasio di Aulla y el vertical de Pontremoli. Todos ellos situados en localidades próximas o en la propia vía Francigena que comunicaba Roma con Canterbury mediante una calzada de más de 1600km por el corazón de Europa. A su vez, de este itinerario salían diferentes ramales que enlazaban con otros recorridos singulares como el camino de Santiago. Luca en los siglos XII y XIII acumuló un buen número de hospitales para peregrinos y fue uno de los principales focos religiosos de la señalada ruta Francigena. De ahí que el laberinto exhibido en su iglesia de San Martino parezca venir a rubricar simbólicamente todo este clima espiritual y viajero.
Un fraude, un centro y un camino en torno a un mito pagano transformado en catequesis cristiana. Un soberbio intento teológico y metafórico de conciliar la predestinación divina con el libre albedrío humano. Allí donde la palabra no llega, alcanza el símbolo. Eso es Lucca.
Superada la Edad Media se dejaron de esculpir laberintos sobre los suelos y paredes de las iglesias. Sin embargo, tampoco desaparecieron del todo, tan sólo cambiaron de catedral. Hoy abundan en esos verdaderos templos del conócete a tí mismo que son los laboratorios universitarios de psicología. Allí, pequeñas cobayas recorren sus pasadizos de cartonpiedra. Allí, los viajeros no son el alter ego de ningún mesías salvador sino de nuestra mente aún pendiente de esclarecer. ¿Acaso las circunvoluciones del cerebro no semejan corredores laberínticos a ninguna parte?. Y es que con el laberinto medieval el hombre creía hacerse divino, mientras que con el laberinto experimental los roedores devienen humanos.
La vieja guarida del Minotauro en San Martino de Lucca todavía consigue colocarnos frente a frente ante nosotros mismos. Sin aparatos, sin sensores alrededor, sin batas blancas. Al final, nosotros tampoco pudimos evitar extender la mano y seguir todo su recorrido con el dedo hasta dejarlo reposar en su centro. Durante esos breves instantes nos sentimos viajeros del laberinto.
http://misteriosquenuncadebieronserlo.blogspot.com.es/

2 comentarios en “domi El laberinto pagano sobre la Iglesia de San Martino en Lucca

  1. Interesante. Sobre todo considerando que esta simbología «Laberíntica» se repite en sitios alejados y con aparentemente ninguna relación, como en las tríbus aborígenes de las Américas en las que se lo representaba como un renacer espiritual.

    Un cambio de una vieja conciencia a otro estado, realizando un «viaje» o transitando un ciclo de muerte y renacimiento…

    Gracias.
    Me ha sido interesante.

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