Cuando comienza un nuevo año, tendemos a hacer balances y a evaluar al pasado año en función de las expectativas que hemos generado a su comienzo. Visto desde este punto de vista, generalmente los resultados no son muy buenos.
Todo inicio está lleno de entusiasmo y esperanzas desmesuradas y/o de insatisfacciones y frustraciones que arrastramos, por lo que nos dedicamos a escribir grandes metas que luego no podemos sostener y volvemos a caer en la mediocridad cotidiana, en una espiral cada vez mayor de desengaño.
Hay que saber cómo funciona el cerebro para comprender porqué sucede esto. Estamos diseñados para ser económicos con nuestra energía. Una vez que nuestra mente detecta un patrón de comportamiento habitual, lo normaliza para no perder energía en pensarlo una y otra vez. Un ejemplo es cuando aprendemos a manejar un automóvil: nuestro cerebro se esfuerza por incorporar el mecanismo, pero, una vez que lo hizo, crea una huella neuronal y simplemente la repite inconcientemente, sin reevaluarla nunca más.
Esto es muy eficaz para las tareas usuales, ya que no perdemos tiempo ni fuerza. El problema se suscita cuando se trata de actitudes y comportamientos más sutiles y profundos. Es cómodo y efectivo ir al trabajo por la misma ruta cada día, pero, cuando esto involucra lo que somos y actuamos, terminamos siendo robots manejados por un programa desactualizado.
El proceso de conocernos, evaluar el mundo y accionar en consecuencia está consumado mayormente alrededor de los ocho años. Para el final de la adolescencia, nuestro cerebro ya creó las huellas neuronales que copiará para el resto de la vida. La forma en que reaccionaremos ante los múltiples estímulos y demandas de la existencia están grabados e incorporados. Ante algo nuevo, el cerebro busca en su archivo lo que se parece y lo actualiza, pero siempre en base a lo que ya sabe. Somos repeticiones ad infinitum de la niñez. Nuestra vida no nos necesita. Puede reproducir perpetuamente sus mecanismos.
¿No es trágico? Somos niños eternos. Por eso, cuando nos planteamos cada año algo diferente, volvemos a caer en lo mismo: las huellas neuronales son más fuertes que un incipiente deseo distinto. ¿Cuál es la solución? Cuestionar todo y crear nuevas. Esto exige conocer cómo es la vieja y construir una nueva. En el momento en que obramos con la habitual, debemos darnos cuenta, respirar y soltarla y poner la nueva en acción. Una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez. Transferir energía desde la antigua huella hacia la nueva, hasta consolidarla.
Sí a la prueba y error. Sí a la paciencia y constancia. Sí a la aceptación y autoestima. Sí a vivir con conciencia. Sí a vivir en el aquí y ahora. Cuando reaccionamos con el pasado, nuestros Niños Internos vuelven a sufrir, a temer, a enfurecer, a debilitarse, a dudar de sí mismos, a encontrarse en un mundo peligroso y ajeno. Sólo estando presentes y concientes, podemos sanarlos e insertarlos en un mundo amable y luminoso, que los alienta a ser originales, creativos, plenos y alegres.
Te propongo una meta esencial para este año: ser tú. Aunque el pasado te diga que no eres suficiente tal como eres, traes el potencial para ser feliz ya mismo. Ámate sin condiciones, con tus luces y sombras. Abraza al Niño que eres y dale tu aceptación y tu promesa de que lo sostendrás para crear lo que sueña. Juntos, abrazarán la Vida que emana de Todo Lo Que Es y de la que eres una chispa divina. ¡Feliz 2015!
Autora: Laura Foletto
Sitio Web: www.abrazarlavida.com.ar