«La cuestión de la castidad, de la continencia, generalmente está mal planteada por la religión. ¿Por qué? Porque en realidad el acto del amor en sí mismo no es ni bueno ni malo: solamente es el resultado de lo que el hombre y la mujer son capaces de hacer con él. Si no han trabajado sobre sí mismos para purificarse, para ennoblecerse, para iluminarse, con este acto comunican a su pareja ciertas influencias nocivas. El amor verdadero debe mejorarlo todo en el ser que amáis, debe elevarle, reforzarle, iluminarle. Que se exprese después físicamente o no, es secundario. Podemos amar a alguien sin tocarle jamás y envenenarlo a su vez con este amor.
Sólo tenéis pues que plantearos una cuestión para juzgar sobre la calidad de vuestro amor: el ser que amáis, ¿acaso se desarrolla con vuestro amor? Si se marchita, si se debilita, si pierde la alegría de vivir, preguntaos qué habéis hecho para estropear a esta criatura. Deberíais haberla cultivado como una flor en un jardín y no tenéis por tanto que sentiros demasiado orgullosos. Ahora sólo os queda buscar la forma de reparar vuestros errores. Vuestro amor debe hacer crecer a un ser. Si veis que se expande gracias a vuestro amor, entonces solamente podéis alegraros y dar gracias al Cielo.»
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