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Ningún acto de bondad, por pequeño que sea, será una pérdida de tiempo. Es en estos gestos cargados de afecto y reconocimiento donde se encierra la auténtica sabiduría, esa que beneficia a nuestro cerebro y que nos conecta con los demás de la forma más íntegra y noble posible.
Puede parecer curioso, pero Charles Darwin ya nos habló en su momento de la importancia de la bondad en el ser humano. Según él, este sería en realidad nuestro instinto más fuerte y valioso, el que posibilitaría la propia supervivencia no solo de la humanidad como especie, sino de todos los seres vivos. Sin embargo, la bondad no se practica con la frecuencia necesaria.
No claudiques en tu intento, siembra semillas de bondad en cada uno de tus actos. Porque aunque los demás no los perciban, tu mente mente estará siempre en sintonía con tu corazón.
La bondad tiene un espacio muy concreto en el cerebro: comparte los mismos mecanismos neuronales que la empatía. Mientras una identifica necesidades, la la otra traduce esa sensación en un acto espontáneo y profundo por propiciar el bien, por ofrecer ayuda y bienestar.
Este mecanismo excepcional tiene en nuestro cerebro un fin muy concreto: hacernos entender que somos mucho más fuertes estando conectados los unos a los otros que en soledad. Un aspecto interesante en el que hoy, queremos profundizar contigo.
Estamos “programados” para practicar la bondad
Jerome Kagan es un conocido y veterano profesor de psicología en Harvard que defiende la idea de que nuestro cerebro está programado para practicar la bondad. Sería una inclinación biológica, la misma que Charles Darwin enunció en su momento, donde el amor, la compasión o el cuidado tienen una finalidad muy concreta: permitirnos sobrevivir como especie.
Ahora bien, el que nuestro cerebro venga “de fábrica” con este programa instalado, no hace que nos inclinemos de forma prioritaria o natural, hacia la bondad. Porque nuestras otras tendencias biológicas también son importantes y tienen, por desgracia, mucho peso en nuestra conducta: la rabia, los celos y por supuesto, la violencia.
Por su parte, Daniel Goleman nos recuerda que una de las emociones más intensas para nuestro cerebro es el de la compasión. Todo el sistema límbico reverbera en múltiples conexiones cuando la practicamos. Se liberan además neuroquímicos como la oxitocina, y se orquesta de pronto toda una melodía de emociones positivas donde la empatía, la reciprocidad o el deseo expreso de propiciar el bien, nos ennoblece aún más como especie.
Es algo maravilloso que merece la pena practicar.
La bondad es para estos expertos en emociones humanas un instinto heredado que enseñó a nuestros antepasados a que en un medio hostil no sobrevive el más fuerte, sino el que dispone de una mejor red de apoyo.
De ahí, que las emociones “se contagien”, y que nuestras neuronas espejo nos permitan identificar el miedo en otra persona para anticipar así un riesgo o que entendamos que prestar ayuda es un modo de invertir en nosotros mismos, para que en el futuro, también seamos ayudados en instantes de necesidad.
Entrenar la compasión para cuidar de nuestra salud mental
David Keltner, profesor de la Universidad de Berkeley, Estados Unidos y director del “Centro para la investigación de la bondad” nos explica que los valores que vertebran nuestras sociedades modernas derriban por completo nuestra tendencia natural hacia la compasión o la bondad.
El dinero es por sí mismo un elemento que nos individualiza, segrega y que nos obliga a competir entre nosotros. Se pierde la cohesión del grupo y el deseo explícito de garantizar el bien a nuestros semejantes, porque nos convertimos de pronto, en súbitos “opositores” unos de otros.
Tanto es así, que según nos explica el propio profesor Keltner en libros como “Born to be good”, las personas con más riqueza son, por término medio, menos compasivas.
La técnica de la meditación compasiva
Ahora bien, resulta interesante saber que la compasión, como la bondad, se pueden entrenar. Una vez somos conscientes de que nos hemos alejado demasiado de nuestras esencias para navegar a la deriva del egoísmo, el materialismo o en esa carencia de autenticidad en nuestras relaciones personales, tal vez sea necesario reflexionar sobre la necesidad de un cambio.
Según un trabajo publicado en la revista “Psychological Science“, los adultos podemos ser entrenados a través de la meditación compasiva para poder reactivar esas áreas de nuestro cerebro que teníamos dormidas o simplemente en desuso.
- La meditación compasiva es una técnica budista basada en las visualizaciones.
- Se trata, simplemente, de imaginar situaciones personales en las que recordar a un ser querido pasando un instante vital complicado.
- Hemos de revivir ese sufrimiento para que, de este modo, se “enciendan” esas estructuras emocionales como es la ínsula, relacionada precisamente con la necesidad de ofrecer consuelo y apoyo.
- La visualización se inicia pensando en personas cercanas, para poco a poco, ir abriendo círculos y entornos hasta pasar por los amigos, los compañeros de trabajo, vecinos, simples conocidos hasta completos desconocidos.
- La idea básica es empatizar con la necesidad ajena, con el dolor, el miedo y la experimentar la cercanía de quien sufre, sea quien sea.
Este tipo de ejercicio basado en la meditación, en un adecuado control de la respiración y en la toma de contacto más profunda con nuestras emociones, genera según los neurólogos una interesante plasticidad cerebral. Nos permitiría aliviar el estrés, invertir en bienestar y en esa riqueza interior capaz de cambiar el mundo.
Porque la bondad es la única inversión que nunca falla.