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Las personas avanzamos rodeadas de círculos concéntricos de relaciones íntimas, que varían en su grado y cercanía y en función del objetivo de la relación. Este objetivo puede ser conseguir una fuente de información importante y significativa para la vida, una ayuda estable para el desarrollo vital o simplemente una fuente de bienestar social.
Pensemos, por ejemplo, en el botón de una camisa: se caerá desplomado si los hilos que lo unen a la prenda se rompen. Con la amistad pasa algo similar, aunque en este caso los hilos que la unen a nuestro corazón son más complejos y evolucionan en función de las demandas y necesidades, pero también de las expectativas.
La amistad, al igual que otro tipo de vínculos entre personas, no es estática. Este dinamismo hace que evolucione y que alrededor de ella se produzcan adaptaciones. Sin embargo, en ocasiones el cambio es tan grande y tan negativo que el hilo se rompe y el botón se pierde.
Estas pérdidas casi siempre dejan un poso de nostalgia, como si fueran un prueba irrefutable de que ya no somos lo que una vez fuimos. Sin embargo, esta nostalgia no debe confundirnos, especialmente cuando las relaciones se han vuelto interesadas y rodeadas, al mismo tiempo, de un halo de frialdad.
El sufrimiento de intentar pegar lo que ya no encaja
El apego es nocivo cuando nos obliga a seguir manteniendo una relación en base a algo que fue, pero que ya no es; cuando un puñado de buenos recuerdos sostienen una tediosa rutina llena de desencanto. La unión que se ha convertido en un espejismo y que genera enfrentamientos no merece más tiempo del que ya le has entregado.
No es cierto que la distancia o las dificultades mermen el cariño o la calidad de las relaciones. Tampoco la rutina, que se convierte en un placer conocido, pero no lo suficientemente saboreado cuando la compañía del otro complementa y aumenta nuestro bienestar diario.
Las relaciones se deterioran porque alguna de las partes o las dos dejan de cuidarla, a su vez precipitados por la conciencia de que los caminos han dejado de converger, para disentir por completo. A menos que cedas al chantaje emocional, impuesto por el mito de la estabilidad, tu existencia estará sujeta a cambios y por tanto tus relaciones también.
Si te empeñas en mantener a la fuerza lo que de una forma natural ya ha terminado, estarás actuando de forma intimidatoria con tus sentimientos y en los ajenos, podrás pasar una vida “aferrado”, que no es lo mismo que obtener de ella un verdadero significado. Una semántica de construcción que te enriquezca a ti y a la propia unión.
Nos han enseñado a retener, pero no a dejar marchar
Parafraseando al controvertido Osho, en ocasiones aprender no es posible sino te liberas de todo aprendizaje. Eso no significa caer en una especie de estupidez o enajenación pasajera, simplemente se trata de dejar de intentar entender, para empezar a atender a aquello acorde con nuestro desarrollo intelectual, social y moral.
Se trata de buscar lo que necesitas, no de conformarte con aquello que no te duele, pero que tampoco te llena. Algunas personas deben marcharse para que otros puedan seguir acompañándote de verdad. Sin dramas, sin traumas. Asumiendo los cambios en las relaciones como procesos naturales, como una especie de muda para nuestra piel.
Eso implica desafiar una de las enseñanzas recibidas acerca del amor: amar no es retener, sino desear quedarse. Junto a tu pareja y amigos. Junto los libros que lees y en el trabajo al que le dedicas tus horas.
A veces tan solo se trata de hacer caso de nuestra intuición más básica: dejemos que se quede lo que siga contando, dejemos que se vaya lo que ya no nos aporta nada, aunque haya pasado mucho tiempo acompañándonos, disfrazando el malestar de rutina.
Más sabios que no más heridos, conseguiremos que nuestro crecimiento esté acompañado por personas que verdaderamente queremos conservar en nuestras vidas, con las que tendremos debates y puntos de vista distintos, pero con las que raramente tendremos que medir las palabras que decimos. Que cuenten conmigo, porque ellas cuentan en mi vida.