El precio de agradar a todo el mundo es alto: no encontrar lo que buscas

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La deseabilidad social, el impulso de que lo demás vean la mejor versión de nosotros mismos es algo común y saludable. Por este motivo “refinamos” nuestro comportamiento en las relaciones con los demás, sin que eso tenga que resultar patológico. Querer mostrar lo mejor de nosotros mismos para agradar a los demás no está reñido con la naturalidad.

Por todo esto, si percibimos que nuestra presencia ha dejado de agradar a alguien, que alguna opinión dada ha resultado totalmente desafortunada -deduciéndolo del feedback de las personas que las escuchan-, nos podemos sentir tremendamente incómodos. Nadie es inmune al daño emocional derivado del rechazo implícito o explícito de los demás.

Pero si te paras a reflexionar sobre ello, responde a una pregunta: ¿Estás dispuesta/o a que cualquier mirada de desaprobación, sensación de sentirte fuera de lugar o actitud defensiva de los demás te trasforme en alguien disfrazado, en alguien que no eres?. Piensa si prefieres tener muchas relaciones cordiales o pocas que sean significativas.

Las relaciones placenteras necesitan de autenticidad

Si estás dispuesta a convertirte en un híbrido entre lo que tú realmente eres y lo que los demás esperan de ti, en toda su extensión y variabilidad, no esperes entonces demasiado de las relaciones sociales.

El precio de ser radical en tus formas trae malos momentos. El precio de agradar a todo el mundo, de no mostrarte tal cual eres, va a hacer que no encuentres lo que buscas y que pierdas algunas de las relaciones que realmente te hacen sentir bien.

Que elijas colocarte una máscara cada vez que detectes que te encuentras frente a alguien que puede tener opiniones diferentes a las tuyas es un arma de doble filo. Quizás evites un sentimiento de malestar, pero al mismo tiempo también estás evitando parte de la riqueza que puede aportarte esa relación.

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Muchas personas pecan por llevarse al terreno personal opiniones distintas a las propias sobre un elemento externo. Lo cierto es que nadie debería sentirse ofendido por un juicio de valor diferente al propio. Si esto efectivamente fuera así, muchas personas no tendrían la necesidad de maquillar o disfrazar opiniones o de derivar conversaciones a terrenos menos fértiles para el debate. En otras palabras, podrían abrirse a una conversación sincera y no a un intercambio de palabras artificial.

Los problemas en las relaciones con los demás no surgen porque nosotros adoptamos una opinión y un modo de vida: los problemas con los demás en el fondo surgen de las imposturas, falsedades y de pretender imponer nuestra visión al otro. Los vacíos emocionales vienen porque de tanto generar opiniones e imágenes artificiales, nadie acaba por apostar por nosotros como un valor seguro.

Cada vez que nuestras relaciones son fingidas se pierde algo real

Exceptuando situaciones extremas, en las que cambiar nuestra opinión u ocultarla nos puede salvar la vida, fingir ante los demás no parece una buena inversión. Por ejemplo, si para conseguir un trabajo tenemos que renunciar a poner en marcha nuestras verdaderas potencialidades, al mismo tiempo nos aseguraremos el sustento de hoy y la insatisfacción del mañana.

Si para agradar la opinión de un grupo renunciamos a nuestra visión minoritaria (no por ello inválida), estaremos evitando que los miembros de esa “minoría” tengan interés en nosotros. Si por tener una relación con alguien impostamos una identidad falsa, estaremos renunciando al lujo y a la libertad de ser nosotros mismos con otra persona que nos valore por lo que realmente somos.

Perdemos por el camino valores para evitar pequeños disgustos

Imagina que entre tus planes está casarte y tener hijos y que estás rodeado de personas que “aparentemente” consideran esos deseos como anticuados o “pasados de moda”. Ante esa presión, pasas a suavizar, a entrecortar frases para evitar que tu plan de vida sea juzgado y puesto en entredicho.

En cada renuncia al malestar, pierdes autenticidad en tus emociones y comportamientos. Sentirnos juzgados puede conllevar que no nos mostremos tal y como somos, que no expresemos lo que realmente pensamos. Renunciamos a ser auténticos respecto a nosotros mismos, resultando al mismo tiempo contradictorios y poco creíbles a los demás.

Mujer llorando

Da igual si tus ideas son transgresoras, conservadoras u originales a la vista de los demás. Puede ser que en un primer momento causen confusión en el otro, pero que después sea interesante y constructivo intercambiar impresiones con alguien que sostenga unas alejadas de las tuyas.

Mucho más interesante es ser consecuente con ellas y no avergonzarte de tenerlas. Hay un sinfín de personas a las que les parecerán maravillosas y que están esperando encontrarte, pero eso no puede suceder si vives escondiéndote para evitar cualquier desdén del mundo.

Renunciar a lo que piensas por alejarte de una disputa, agradar a alguien o no empañar tu imagen puede ser una decisión inteligente a corto plazo y en una situación concreta. Sin embargo, si tomamos esta forma de actuar como costumbre, terminaremos creando a nuestro alrededor un mundo artificial en el que no nos sentiremos bien.

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