Criaturas de escaseces como somos los humanos, aunque también capaces de indecibles profundidades, solo podemos acercarnos a la realidad desde nuestro ángulo particular. Somos seres perspectivales. El recodo por el que nos aproximarnos determina radicalmente nuestra percepción de las cosas. Si ello acontece en todos los ámbitos, comenzando por la percepción de los sentidos y la indagación de la materia, tal como reconocen las teorías científicas contemporáneas, cuánto más sucederá cuando nos referimos al horizonte último que nos constituye y nos trasciende por doquier. La dificultad consiste en que esta radical finitud de toda aproximación humana ha de combinarse en el ámbito religioso con la noción de revelación, la cual se percibe, en el polo opuesto, como universal, no condicionada e infalible. Cada religión tiene la certeza de que lo que ha sido revelado en ella está libre de contaminación y exento de finitud. Desde una perspectiva fenomenológica, esto no es posible porque toda percepción está configurada por el receptáculo que la recibe. No existe el conocimiento de la realidad en sí, sino en relación con quien la percibe, y esta percepción está siempre temporal, espacial, cultural y psicológicamente situada.
Ello no significa que el contenido humanizado y contextualizado de las revelaciones sea falso, sino que está condicionado por tres factores y hay que ponerlo en relación siempre con ellos. Por un lado, respecto de la inagotabilidad del Absoluto, que es su fuente y a la que se ha de referir continuamente sin dar nunca por descontada su inabarcabilidad; respecto de las condiciones personales y contextuales de carácter geohistórico en las que se ha dado y se ha transmitido su contenido, y respecto de las demás revelaciones que emanan diversificadamente a partir de esa misma fuente. Es en la totalidad de lo manifestado donde el contenido de cada una de ellas alcanza y adquiere su pleno sentido.
El Centro, el Círculo y la Circunferencia
Partiremos de la comprensión de las religiones como un gran círculo, un inmenso mandala, cuya pulsación contiene un doble movimiento: del centro a la periferia y de la periferia al centro. Cada revelación-religión es un surco cognitivo por el que avanzar, un radio que es recorrido simultáneamente en esas dos direcciones, a través de las cuales el centro se comunica con cada punto de la circunferencia y cada punto de la circunferencia establece comunicación con el centro. La imagen del círculo aparece en las diversas tradiciones. Leemos en Dionisio el Areopagita:
Todas las líneas del círculo existen juntamente con el centro por una sola unión y el punto tiene todas las líneas rectas uniformemente unidas entre sí y con el único principio por el cual existen. En el mismo centro se hallan absolutamente unidas, de modo que cuando se separan un poco de este, también distan más entre sí. Y por decirlo de una vez: cuanto más cercanas están del centro, tanto más unidas estarán entre si; y cuanto más disten del centro, tanto más distarán entre sí.
De lo que se trata entonces es de acercarse lo más posible al centro. No es otra la aspiración y el anhelo de todas las religiones y de estas mismas páginas. En palabras de Máximo el Confesor:
De la misma manera que el lugar que está situado en el centro, del que parten todos los radios, es considerado invisible, así también el que ha sido preparado para estar en Dios, verá que todas las razones de las criaturas preexisten en él, a partir de un conocimiento simple e indivisible.
Las «razones de las criaturas» se pueden trasladar a las «razones de las religiones» y llegar a «un conocimiento simple e indivisible» de todas ellas. Para ello hay que disponerse y dejarse esclarecer por esta comprensión. En los escritos de Ibn ‘Arabi encontramos:
Escucha, ¡oh bien amado!
Yo soy la realidad del mundo, el centro y la circunferencia,
Yo soy las partes y el todo.
Si Dios es las partes y el todo, quien más se abre a Dios, más participa de sus partes y del todo. De un modo semejante, leemos en una Upanishad:
Así como los radios de una rueda están fijos en el cubo y en la llanta, así también todos los seres, todos los dioses, todos los mundos, todos los alientos, todos los atman están fijos en el Atman.
Atman es el «Sí mismo», el pronombre reflexivo del Ser. También significa «espíritu», sugiriendo que el Sí mismo es, a la vez, flujo, expansión y comunicación. Este lugar es inmanente y trascendente a la vez y en él somos convocados para verdaderamente poder ver y comprender. De un modo un poco diverso, en el Tao Te King hallamos la siguiente referencia al círculo:
Treinta radios convergen en el medio de la rueda, pero es el vacío que existe entre ellos lo que hace mover el carro.
«Vacío» ―o «vacuidad»― es la palabra oriental para expresar lo que las religiones teístas refieren como plenitud. Una plenitud que no está saturada de sí misma, sino que es expansiva y posibilitante, tal como ese vacío no es estéril sino fecundo y capaz de engendrar. El vacío plenificante o la plenitud en permanente vaciamiento es lo que late en el centro del gran mandala de la realidad, posibilitando su manifestación.
La aproximación de una fenomenología místico-metafísica, así como el carácter perspectival de la condición humana, permite que sea posible sostener dos miradas simultáneas: la particular de cada radio que da especificidad a cada tradición y la general que ve el centro y todos los radios convergiendo en él. Ambas perspectivas tienen lugar. Solo desde un determinado grado de adentramiento en el círculo se puede captar lo común que vehicula cada manifestación a pesar de ser tan diferentes en sus niveles más concretos. Hay que identificar el plano desde el que se habla para que no se produzcan mutilaciones, confusiones y mixtificaciones que impidan el avance desde cada radio hacia el centro. Al mismo tiempo, hay que ejercitarse en la capacidad de integrar la simultaneidad de planos.
A su vez, veremos que tanto las palabras como los símbolos ―así como todos los demás ámbitos de la realidad― tienen dos ángulos de interpretación: se pueden abordar desde abajo con una perspectiva reductora y proyectiva, o desde arriba con una perspectiva trascendente y emanativa. Desde una perspectiva ascendente-reductora, las imágenes de arriba son proyección de las imágenes, deseos, necesidades de abajo, mientras que desde una perspectiva descendente, las formas de abajo son condensaciones que emanan de las imágenes de arriba: son manifestación de los Nombres o arquetipos divinos.
Los Tres Niveles de Manifestación del Absoluto
Identificamos una significativa coincidencia entre las diversas tradiciones en el recorrido que comienza por el evento histórico fundante hasta el fondo sin forma originario, o en dirección inversa, desde ese fondo hacia cada una de sus concreciones históricas. Adelantamos sumariamente estos tres niveles o círculos concéntricos que detallaremos a lo largo de la exposición del libro:
En primer lugar, nos encontramos con la manifestación del vehículo cósmico o histórico originario: en las tradiciones aborígenes y en el taoísmo nos hallamos ante los elementos de la naturaleza; en el judaísmo, la liberación de la esclavitud de Egipto y la revelación del Sinaí; en el cristianismo, la persona histórica de Jesús de Nazaret; en el islam, la experiencia revelatoria de Muhammad y la recopilación del Corán; en el hinduismo, las figuras históricas de los avatares, así como los elementos naturales y los procesos corporales; en el budismo, el Nirmanakaya, la persona física de Siddhartha Gautama el Buddha. Este primer plano se capta a través de los sentidos y de la razón.
En un segundo estadio, el proceso revelatorio y la experiencia religiosa acceden a un plano transhistórico: el mundo imaginario e imaginal. Nos hallamos ante las experiencias y visiones chamánicas de las tradiciones aborígenes; en el judaísmo, la Torá se concentra en el simbolismo de sus letras, las cuales se convierten en las sefirot del Árbol de la Vida; en la fe cristiana, Jesús de Nazaret se convierte en el Cristo resucitado a través del acontecimiento pascual; en el islam, se subraya la mediación angélica y el Corán alcanza la interpretación mística a través de la letra escrita; en el hinduismo asistimos a la veneración mítico-mística de los avatares o los ishtadevata; en el budismo se habla del Sambhogakaya, el cuerpo de beatitud; y en el taoísmo nos encontramos con los espíritus y con los hombres inmortales. Este segundo plano se capta a través de la capacidad imaginaria místico-simbólica.
En un tercer plano, se trascienden todavía más las categorías espacio-temporales para adentrarse en dimensiones metacósmicas. En el judaísmo místico, hallamos a Adam Kadmón, el Hombre Primordial; en el cristianismo estamos ante el Cristo cósmico y el Logos preexistente; en el islam, el Corán escrito se eleva a la existencia del Libro eterno que está junto a Dios, así como en algunas corrientes existe la figura del Hombre Universal (al-Insan al-Kamil) y los Nombres divinos; en el hinduismo, hallamos el Trimurti, Ishwara o Purusha, según las diversas escuelas; en el budismo, el Dharmakaya, el cuerpo cósmico total de Buddha; en el taoísmo, el Chi Primordial y la diada Yin-Yang.
Estos tres niveles de realidad se corresponden con diversas densidades de la forma, es decir, con una gradación de manifestaciones que emanan desde del centro y al cual vuelven. Cuanto más densa es la forma, más concretos y particulares son sus rasgos; cuanto más sutil, más abarcadores y universales.
Los elementos de cada tradición pueden ser puestos en relación en sus respectivos planos como equivalencias homeomórficas. Este término acuñado por Raimon Panikkar es muy pertinente porque, por un lado, respeta las especificidades irreductibles de cada religión y, por otro, permite ponerlas en correlación. El criterio para verificar si las equivalencias homeomórficas que se establecen son adecuadas radica en que cada tradición debe reconocerse en el rol o lugar que se asigna a su vehículo de revelación.
Planos de Realidad y Apertura Interior
Cada círculo se corresponde con un modo de percepción que configura a su vez un modo de realidad. El primero es descriptivo y analítico, propio de los sentidos y de la razón. Es fragmentario, parcial y disperso. El segundo es simbólico y alegórico, propio del mundo imaginal y de la imaginación creadora. La imagen actúa como una concentración e intensificación de sentido. El tercer nivel es sintético y unitivo; antiguamente se atribuía a la facultad del intelecto, término que actualmente se confunde con la mente, cuando en verdad responde a otro órgano cognitivo. Se trata del nous neoplatónico y de la patrística cristiana, que desapareció con la teología escolástica-aristotélica. En el hinduismo y en el budismo se conoce como buddhi o el tercer ojo. Es decir, a cada orden del ser le corresponde un estado y un órgano cognitivo, entendiendo por órgano una dimensión perceptiva que trasciende el cuerpo aunque se da a través de él.
Cada círculo está relacionado con sus correlativos estados espirituales. Todas las tradiciones han señalado que la actitud de apertura y de receptividad con la que nos situamos ante las cosas afecta el modo de percibirlas. La amplitud y profundidad cognitivas no se refieren solo a territorios que se abren en el mismo plano, sino que se van desplegando sucesivos niveles de realidad. Esta captación no depende únicamente de nuestros órganos perceptivos, de nuestros esquemas culturales y de nuestra inteligencia, sino que radica en consentir a una apertura interior. La avidez y la posesividad hacen que persista y se refuerce la separación de la propia individualidad respecto de la manifestación. Cuanto más serenidad desapropiatoria se dé en la relación con ellos, mayor comunión y mayor conciencia de unidad se despliega con el Todo. Todo fenómeno vela y desvela al mismo tiempo. Lo que se manifiesta oculta lo que contiene en su interior y, a la vez, posibilita que se vislumbre a través de él el fondo del que emana, ya que es por esta razón que el fenómeno existe.
Así pues, los tres niveles de realidad ―sin mencionar por el momento el centro― se corresponden con tres niveles de percepción y con tres grados de apertura y de conciencia. Cuanto más denso es el plano de realidad, más concreto y asociado está a una forma definida. Cuanto más elevado, más sutil y menos ligado está a un contorno determinado. Tal es el orden y sentido iniciático: cuanto más avanzado se está en el camino, más se trasciende y se universaliza la forma concreta original sin que por ello desaparezca. A cada nivel le corresponde un modo o género de expresión. En términos de Juan Maltus, maestro tolteca, «el otro conocimiento abre las puertas de la otra realidad a condición de que el neófito se vuelva otro«.
Excelente