La Ciencia moderna nos brinda la ocasión de caer en la cuenta de que formamos una indisoluble unidad con lo inanimado; que la frontera que separa la vida de la no-vida es una arbitrariedad. El soplo de la Vida es el aliento de la creación.
Los descubrimientos científicos aclaran cada vez más esa conciencia, tan extendida en la Física Cuántica, de nuestra unidad con todo el cosmos.
¿Por qué disociarnos ―se preguntaba, en tal sentido, Rustrum― de un simple átomo que estamos pisando? ¿Qué objeto tiene pretender, únicamente por motivos de dignidad, que la vida humana tiene más valor que las demás formas de vida del conjunto del cosmos? ¿Acaso no podemos ensalzar la vida como tal, toda la vida, sin perder nuestro propio prestigio? ¿Acaso no somos un componente del todo? El dolor del mundo es nuestro dolor, sus sueños nuestros sueños.
Tanto desde la Filosofía, como desde la ciencia moderna, vemos cómo místicos, poetas y físicos saben bien de esa unidad del Ser, donde no existe límite entre lo macroscópico y lo microscópico. Y si hay unidad en el universo ―afirma Larry Dossey― la muerte es imposible.
La Ciencia Transpersonal consolida esa experiencia de unidad del Ser con todo lo animado e inanimado, liberando al ser humano de la más grave de sus ignorancias, la que provoca su neurosis: el sentimiento de sentirse aislado, y su inevitable terror a la extinción.
La nada, el todo
Cuando despertamos completamente al cuerpo Dharma,
(Yoka Daishi)
Allí no hay nada,
En nuestro sueño vemos claramente los seis niveles de la ilusión;
Una vez despiertos, no hay ni una sola cosa.
Cuando caemos en la cuenta de la verdadera realidad,
Allí no hay sujeto ni objeto,
Y el sendero que nos hace caer en el infierno del mayor sufrimiento,
Desaparece instantáneamente.
Cuando vemos verdaderamente, allí no hay nada.
No hay ninguna persona; no hay ningún Buda.
Morar en el instante es morar en la Vacuidad. El ser propio, que llamamos YO, está vacío; como también está penetrado de vacío el mundo exterior, que llamamos mundo objetivo. La liberación real alcanza su cenit cuando el ser humano llega a caer en la cuenta de la vacuidad que traspasa el universo, exterior e interior. Eso es la iluminación. Esa realización es la que nos libera del sufrimiento, de la angustia, problema básico de la existencia. La raíz de la paz verdadera se fundamenta en esa experiencia, en esa conciencia de que todo es Vacío y es la única manera de trascender la vida y la muerte hacia una expansión ilimitada. Es preciso saber escuchar la profundidad sonora del Vacío, para, pasado un tiempo, llegar a constatar que en ese abismo no existe la nada sino la totalidad, la totalidad sin centro, sin norte o sur; la totalidad ilimitada y sin puntos cardinales; la totalidad que nada tiene que ver con lo conocido ni con lo poseído. La plenitud del Vacío. El esplendor de la nada.
La meditación nos brinda la oportunidad de vivenciar la nada, que es el Absoluto. Y lo único necesario es afinar la escucha, afinar los sentidos, afinar todo nuestro ser a fin de percatarnos de la plenitud liberadora que surge al despuntar del Ser.
La alegría que sigue a la liberación, no tiene igual; yo creo que la misma palabra alegría resulta corta. Mejor cambiarla por la palabra paz. ¡Qué difícil expresar por la palabra, por muy poética que fuere, esa inefable experiencia!
La inmensa, la honda, paz que se desprende de la vivencia de que el Vacío traspasa cada objeto está más allá de toda descripción racional, y cuando uno es consciente de ese hecho cualquier problema pierde relevancia. Esa es la liberación del Zen. Esa es la comprensión de la Unidad: “…Las diez mil cosas se vuelven una…”.
Za-Zen es des-aparecer, paso a paso, en la quietud eterna del corazón del Ser; paso a paso, sin apenas dejar huella. Zen es latir en los propios latidos de esa secreta dádiva que, suave y quedamente, nos envuelve. Es caminar haciéndose uno con el paso: paso a paso, paso a paso, paso a paso… hasta desaparecer y hacernos transparentes sin darnos cuenta.
Todo lo que las palabras no alcanzan a decir, lo dice, vibrando, el viento; lo dice el murmullo del arroyo, lo dice la quietud de las piedras del camino. Todo lo que las palabras no alcanzan a decir, lo expresa, sin quererlo, el suave temblor de la amapola, lo clama el aire peinando las avenas y lo dice el incansable volar de los vencejos. Todo lo que las palabras no alcanzan a decir, lo afirma el corazón en sus latidos, lo confirma el vaivén de tu respiración. Todo lo que las palabras no alcanzan a decir, lo dice, sonando, el gong, cuando se expande, imparable, por el zendo.
Y de ese modo, el cuerpo, atravesado de silencio, diluido en las alas de su aliento, él mismo se ha hecho ausencia. Y se ha hecho soplo. Y se ha hecho viento; como un tilo en otoño al que sus propias hojas ya le pesan, y al que su propia desnudez ya le es ajena. Tan sólo permanece el frágil rumor del palpitar. El resto, el meditador incluido, ha perdido su volumen. Sólo queda eso: la meditación, sólo queda eso: el imparable y no causado respirar.