El trabajo se ha convertido en un bien escaso en el primer mundo y aún más escaso si la falta de calificación sólo permite buscarlo en ámbitos poco especializados y sin vinculación con el conocimiento, a no ser que nos resignemos a trabajar en el sector informal de la economía, con muy bajos salarios y condiciones draconianas. El antiguo trabajo protegido, seguro y para toda la vida ya hace tiempo que es una utopía, tanto en las pocas ocupaciones industriales o en los servicios, como en aquellas más vinculadas a la tecnología y al saber. Se ha impuesto la cultura que cada uno es su propia empresa y ninguna empresa ni corporación es ni será un habitáculo donde sentirse seguro y protegido. Predomina el concepto de «empleabilidad», es decir, el conjunto de habilidades, experiencias, conocimientos y conexiones a la red, del networking que hayamos sido capaces de adquirir, además del grado de humillación y maltrato que estemos dispuestos a aceptar. Probablemente el trabajo nunca más será lo que fue y, lo que es seguro, que en las condiciones horarias actuales no habrá para todos. La mecanización y la tecnología actuales y futuras irán reduciendo sin duda el papel de la mano de obra en muchos ámbitos. Se repite el mantra que la economía digital va a generar nuevos trabajos que ahora ni tan solo somos capaces de imaginar, pero la realidad es que crea muy pocos y en muy peores condiciones en relación a los que destruye. El balance resulta muy claro.
Repartir el trabajo disponible ha sido una aspiración desde hace décadas, que no ha superado el terreno de la mera teoría. Trabajar la mitad de las horas actuales permitiría obtener globalmente todo lo que es indispensable para una vida digna. El problema, y precisamente por eso no es más que una quimera, es que esto tendría que ser compatible con salarios medios con buena capacidad adquisitiva. Esto topa con un aumento notable de los costes de producción, cuando justamente las empresas buscan salarios más bajos y mano de obra flexible en los países emergentes para pagar remuneraciones de miseria.
¿Qué sistema de gobernanza puede tener capacidad cambiar las reglas y devolver la producción a los países de partida y con mejores condiciones laborales y salariales que las actuales?
El problema de fondo va mucho más allá del trabajo. Tiene que ver con la lógica del sistema productivo en que estamos inmersos, así como con el sentido de un determinado modelo de consumo que tiende al exceso y al despilfarro de recursos. Estamos instalados en el “capitalismo del deseo” según la feliz definición de Gilles Deleuze. Ya en los años treinta, Keynes se planteaba los límites morales de la creación de riqueza. Cuando se alcanzan niveles aceptables de bienestar, el crecimiento económico continuado deja de ser razonable. «¿Cuánto es suficiente?», Se preguntaba el economista inglés previendo que con cincuenta años la lógica del crecimiento continuado y del atesoramiento dejarían de tener ninguna justificación. Él lo veía desde una concepción moral de la economía, en la que no aceptaba que enriquecerse fuera el fin de la vida, sino sólo un medio para alcanzar el bienestar. La vida, afirmaba, tiene dimensiones bastante más interesantes. Probablemente no se daba cuenta de la irracionalidad que se puede desprender de un desmedido espíritu de lucro y de la avaricia que lo acompaña, como tampoco de la incontenible voracidad del consumo.
El sistema económico justamente se caracteriza por no tener dirección, por no tener un patrón delante que piense en términos de bienestar y desarrollo colectivo. Desde el 1930, en el mundo occidental, la capacidad productiva se ha multiplicado por cinco, mientras que la jornada laboral media sólo se ha reducido un 20%. En los países que habían avanzado en la disminución del número de horas de trabajo, la crisis económica de 2008 los hizo volver donde estaban para rebajar los costes de producción y frenar la tendencia deslocalizadora, mientras las edades de jubilación tienden a posponerse en nombre de la sostenibilidad del sistema de pensiones. Tiene una cierta lógica que cuando envejecemos más y mejor tardemos más en salir del mundo laboral, pero esto se hace a costa de impedir o dificultar las nuevas incorporaciones de la población joven y ser muchos más en la disputa de una ocupabilidad costosa.
En los países pobres y en los emergentes el reto del trabajo en los próximos años es pasar de la economía informal a un cierto grado de formalización, al tiempo que mejorar sus condiciones y salarios. Básicamente, que el trabajo se convierta en digno. La dinámica de la economía actual, sin embargo, no hace pensar que justamente se vaya en esta dirección. En el mundo occidental, claramente, la tendencia es inversa: de la formalidad a la precariedad. Ulrich Beck definía la situación actual y futura, como la de un capitalismo sin trabajo, donde habríamos pasado de la rotación de cultivos agrícolas de antaño a la rotación de empleos. Un mundo de ciudadanos que alternan el ingreso con el subsidio y el trabajo con el empleo. El retorno a la fragilidad y la inseguridad del mundo preindustrial.
Habría que recordar que la noción de sociedad, así como los sistemas democráticos se han fundamentado en una cultura articulada en torno al trabajo. Como plantea elocuentemente el proverbio… al tirar el agua de la bañera deberíamos tratar de no tirar también a la criatura que hay dentro.