Las estadísticas oficiales dadas a conocer por Pekín el mes pasado no ocultan los hechos.
En 2020, 8,5 nacimientos por cada 1.000 mujeres, una tasa de fertilidad de 1,30 hijos por mujer, que será aún menor este año. En Europa, la tasa de fertilidad se sitúa entre 1,7 y 1,8 niños por mujer, también por debajo de la necesaria para el reemplazo generacional que está entre 2,2 y 2,5 hijos por mujer fértil.
En términos globales, en China nacieron este año unos 9,5 millones de niños y las defunciones superaron los 10 millones. Así lo estima James Liang, experto en Economía en la Universidad de Pekín. «Con esas cifras se puede afirmar que China ha entrado muy probablemente ya en 2021 en crecimiento negativo», concluye otro de los consultados por la cadena norteamericana, el demógrafo He Yafu.
El declive de la natalidad es, sin duda, el resultado de la ‘política de hijo único’ decretada en 1980 por el régimen comunista para frenar con ingeniería social el crecimiento demográfico. Aquella decisión, entre otros dramas, produjo el de los feminicidios, en la búsqueda del hijo varón -en especial en el ámbito rural- y al amparo de las facilidades otorgadas por el régimen para el aborto. En 2015, cuando las autoridades chinas pusieron freno bruscamente a la política del hijo único y autorizaron tener hasta dos, las cifras emergieron con toda su crudeza. Durante los 35 años anteriores se habían producido millones de abortos de niñas y esterilizaciones forzosas. Decenas de millones de varones no pudieron casarse casarse por falta de novia.
La decisión del régimen de Pekín de permitir ahora hasta tres hijos, y las restricciones al aborto aprobadas el pasado mes de septiembre, llegan tarde. Y llegan mal. Las nuevas medidas son vistas por la población como una campaña más por parte de la tiranía comunista dirigida a manipular la vida privada de los ciudadanos, sin ofrecer en paralelo un marco de ayudas a las madres, a la vivienda y a la educación de los hijos.