Sabemos que la metafísica tradicional nos muestra la creación universal como si fuera el juego concomitante y conciliado de dos fuerzas que se oponen y se complementan. La creación, por lo tanto, resulta del juego de tres fuerzas: una fuerza positiva, una fuerza negativa y una fuerza conciliadora. Esta Ley de Tres puede simbolizarse por medio de un triángulo: los dos vértices inferiores representan los principios inferiores de la creación, positivo y negativo; el vértice superior representa el Principio Superior o Conciliador.
Los dos principios inferiores son, en la sabiduría china, las dos grandes fuerzas cósmicas: el Yang, positivo, masculino, seco, caliente, y el Yin, negativo, femenino, húmedo, frío. Son también el Dragón Rojo y el Dragón Verde, cuya lucha incesante es el motor creador de las Diez mil Cosas.
El diagrama del T’ai-kí está compuesto de una parte negra, el Yin, y de otra blanca, el Yang – cuyas superficies son rigurosamente iguales – y de un círculo que rodea a las dos y que es el Tao, el Principio Superior Conciliador. La parte negra encierra un punto blanco, y la parte blanca un punto negro, para demostrar que ningún elemento es absolutamente positivo ni absolutamente negativo. El dualismo primordial Yang-Yin incluye todas las oposiciones que podamos imaginar: verano-invierno, día-noche, movimiento-inmovilidad, belleza-fealdad, verdad-error, vida-muerte, construcción-destrucción, etc.
Esta última oposición resulta particularmente clara en uno de los aspectos hindúes de la Tríada de que hablamos: bajo la autoridad de Brahma, Principio Supremo, la creación es la obra simultánea de Vishnú, El Conservador y de Shiva, el Destructor.
La creación del universo tal como nosotros lo percibimos se desarrolla en el tiempo; es decir, que el juego de los dos principios inferiores es temporal. Pero estos dos principios en si mismos no podrían ser considerados temporales, puesto que no podrían estar sometidos a los límites que resultan de su acción: son intermediarios situados entre el Principio Superior y el universo creado, que es la manifestación de este Principio. La creación universal se desarrolla, pues, en el tiempo, pero ella en sí misma es un proceso intemporal, al que no se le puede asignar o negar comienzo o fin, puesto que estas palabras no tienen ningún sentido fuera de los límites del tiempo. Las teorías científicas más modernas están de acuerdo en esto con la metafísica y no le ven al universo ni comienzo ni fin.
Hay que comprender bien todo esto para librarse definitivamente de la concepción infantil según la cual un Creador, encarado de manera antropomórfica, habría puesto en marcha una vez el movimiento universal. Mi cuerpo, por ejemplo, no ha sido creado solamente el día que fui concebido: está creándose constantemente. En cada instante de mi vida, mi cuerpo es el lugar donde nacen y mueren las células que lo componen, y esta lucha equilibrada en mí entre el Yang y el Yin es lo que me está creando hasta mi muerte.
En esta Tríada intemporal que crea sin cesar nuestro mundo temporal, se ve la perfecta igualdad de los dos principios inferiores. Como su colaboración es necesaria para que aparezca el conjunto de los fenómenos – por pequeño que cada uno sea – es imposible asignar una superioridad, cualitativa o cuantitativa, a uno u otro de estos dos principios. En determinado fenómeno vemos que predomina el Yang, en otro, el Yin; pero los dos Dragones se equilibran exactamente en la totalidad espacial y temporal del universo. Por eso en la Metafísica Tradicional el triángulo que simboliza la Triada creadora ha sido siempre un triángulo equilátero cuya base es rigurosamente horizontal.
La igualdad de los dos principios inferiores entraña necesariamente la igualdad de sus manifestaciones encaradas abstractamente. Si Shiva es igual a Vishnú, por qué habría de ser la vida superior a la muerte? Esto que decimos es perfectamente evidente desde el punto de vista abstracto en que nos colocamos en este momento. Desde este punto de vista, por qué habríamos de ver la menor superioridad en la construcción con respecto a la destrucción, en la afirmación con respecto a la negación, en el placer con respecto al sufrimiento, en el amor con respecto al odio, etc.?
Si abandonamos ahora el pensamiento intelectual puro, teórico, abstracto, y volvemos a nuestra psicología concreta, comprobamos dos cosas: en primer lugar, nuestra parcialidad innata por las manifestaciones positivas: vida, construcción, bondad, belleza, verdad. Esto se explica fácilmente porque esta parcialidad es la traducción intelectual de una preferencia afectiva, y porque ella es el resultado lógico del deseo de existir que hay en el hombre. Pero también comprobamos algo cuya explicación es menos fácil: cuando el metafísico imagina al hombre realizado, libre de todo determinismo irracional, libre interiormente, identificado con el Principio Supremo y adhiriéndose perfectamente al orden cósmico, liberado de la necesidad irrracional de existir y de la preferencia consiguiente por la vida en contra de la muerte, el metafísico experimenta la intuición indiscutible de que sus acciones son amantes y constructoras, no odiosas y destructoras. Nosotros no decimos que el hombre realizado es amante y apasionado de la construcción, porque este hombre ha superado los sentimientos dualistas del hombre común pero sólo podemos ver sus acciones como amantes y constructivas. Por qué parece que la parcialidad que ha desaparecido del hombre realizado debe persistir en su comportamiento? Hemos de contestar esta pregunta, si deseamos comprender enteramente el problema del Bien y del Mal.
Muchos filósofos han razonado con bastante acierto para criticar nuestra visión afectiva del Bien y del Mal y negarle un valor absoluto, pero a menudo lo han hecho en favor de un sistema que, no sólo rechazaba esta visión en cuanto tiene de errónea, sino que también negaba lo que tiene de justa y que, al llevar al hombre más allá de un Bien y de un Mal abolidos, lo dejaba desorientado con respecto a la conducta práctica de su vida, o lo entregaba a una moral inversa. La dificultad no está en criticar nuestra visión afectiva del Bien y del Mal, sino en hacerlo de manera que la integre, sin destruirla, en una comprensión donde todo se concilie.
Ante todo, veamos en forma sucinta en qué consiste el error que el hombre comete habitualmente cuando enfrenta este problema. El hombre ve, fuera de él y en sí mismo, fenómenos positivos y fenómenos negativos, constructores y destructores. En virtud de su deseo de existir, necesariamente prefiere la construcción a la destrucción. Como está dotado de un intelecto abstracto, generalizador, se eleva hasta la concepción de la construcción en general y de la destrucción en general. Es decir, hasta el concepto de los dos principios inferiores, positivo y negativo. En este peldaño del pensamiento, la preferencia afectiva se convierte en parcialidad intelectual, y el hombre piensa que el aspecto positivo del mundo es el Bien, que este es el único legítimo y que debe eliminarse, en forma gradualmente más completa, el aspecto negativo que es el Mal. De ahí la nostalgia de un paraíso que se concibe desprovisto de todo aspecto negativo. En este plano imperfecto del pensamiento, si bien el hombre concibe la existencia de los dos principios inferiores, no concibe, en cambio, la del Principio Superior que los concilia. En consecuencia, no ve más que el carácter antagónico de los dos Dragones, no ve su aspecto complementario. Ve que los dos Dragones luchan, pero no ve que colaboran en esta lucha. Por eso siente necesariamente el deseo absurdo de ver que por fin el Sí triunfa en forma definitiva sobre el No. Por ejemplo, cuando distingue en sí impulsos constructores – que denomina cualidades – e impulsos destructores – que llama defectos – piensa que su evolución justa debe consistir en eliminar por completo sus defectos y en sentirse animado únicamente por cualidades. Así como ha imaginado el paraíso, imagina el santo, hombre en que sólo reina un perfecto positivismo, y trata de copiar este modelo. En el mejor de los casos, esta forma de actuar cumple una especie de encauzamiento de los reflejos condicionados, por el cual los impulsos negativos se inhibirían en beneficio de los positivos. Es evidente que tal evolución es incompatible con la realización que supone la síntesis conciliadora de los polos positivo y negativo, de modo que estos dos polos, sin dejar de oponerse, puedan por fin colaborar armónicamente.
Esta concepción dualista Bien – Mal sin la idea del Principio Superior Conciliador, es la que el hombre adquiere espontánea y naturalmente cuando carece de iniciación metafísica. Es incompleta, y por ello errónea, pero es interesante ver la verdad que contiene dentro de sus limites. Si la parcialidad intelectual en favor del Bien, causada por la ignorancia, es equivocada, la preferencia afectiva innata en el hombre por el Bien no debe considerarse equivocada puesto que existe en el plano afectivo irracional en el que ningún elemento está de acuerdo con la Razón ni en contra de ella. Esta preferencia tiene ciertamente una causa, una razón de ser que nuestro intelecto racional no debe rechazar a priori sino, por el contrario, debe tratar de comprender.
Planteemos el problema de la mejor forma posible. Mientras los dos principios inferiores, concebidos por el intelecto puro, son rigurosamente iguales en su antagonismo complementario, por qué cuando se los encara desde el punto de vista práctico afectivo, parecen desiguales, y el principio positivo parece indiscutiblemente superior al principio negativo? Si al dibujar el triángulo de la Triada, denominamos los vértices inferiores sí relativo y no relativo, por qué al buscar un nombre para el vértice superior, nos sentimos inclinados a denominarlo Sí Absoluto en lugar de No Absoluto? Si los vértices inferiores son amor relativo y odio relativo, por qué el vértice superior no puede ser concebido más que como Amor Absoluto y no como Odio Absoluto? Por qué la palabra creación – aunque la creación supone tanta destrucción como construcción – evoca necesariamente en nuestro espíritu la idea de construcción y de ningún modo la idea de destrucción?
Porque cuando la existencia de los principios inferiores (positivo y negativo) se concibe fuera de su funcionamiento, vemos que se derivan de una Causa Primera con respecto a la cual ambos son rigurosamente iguales. Pero cuando los contemplamos en operación, vemos que el juego de la fuerza activa causa el juego de la fuerza pasiva. La primera es acción y la segunda, reacción. Esto hace que el principio positivo posea una indiscutible superioridad sobre el principio negativo. Ella no consiste en una anterioridad cronológica, puesto que la acción y la reacción son simultáneas, sino en una anterioridad causal. Podría expresarse esto diciendo que el Principio Superior al despertar a los dos principios inferiores llega al negativo a través del positivo.
Al llegar a este punto podemos comprender que todo fenómeno constructivo manifiesta el juego de la fuerza activa (acción) y que todo fenómeno destructivo manifiesta el juego de la fuerza pasiva (reacción). Por esta razón, el hombre realizado es tan constructivo en cada instante como las circunstancias se lo permiten. Este hombre, en efecto, está liberado de los reflejos condicionados; ya no reacciona más, es activo, y al ser activo es constructor. Su comportamiento es constructivo – sin que eso signifique un fin premeditado – porque procede de una actividad pura y se adapta a las circunstancias de una manera nueva, una manera constantemente inventada.
Traducido y extractado por Carmen Bustos de
H. Benoit.- La Doctrine Suprême.-Le Courrier du Livre.