Apolo es un dios complejo, irreductible a la mera luminosidad solar y el orden (o mesura) que algunos intérpretes y mitógrafos le han atribuido, influenciados sobre todo por una lectura superficial y errática de la obra de Nietzsche o del mundo clásico en general. Apolo es también el dios de la posesión, de la fiebre, del delirio profético y de las ninfas; el dios que destruye con sus flechas y con sus rayos; es el dios de la peste, de las enfermedades siniestras; el dios asociado con los roedores, las serpientes, los cuervos (¿acaso también con los murciélagos?) y con el dragón vigilante, el ojo de la fuente, el ojo que todo lo ve. Apolo es, por supuesto, el dios de la medicina –con sus flechas curativas, sus artes mánticas y en tanto padre de Asclepio–, pero también el dios de la más volátil enfermedad; es aquel que hiere y aquel que cura, como reza el oráculo que pronunció el dios para Teleto, O trosas iásestai, citado por Roberto Calasso en su texto La locura que viene de las ninfas. Locura o posesión febril que viene, por añadidura, de Apolo, cuya vida y culto están vinculados inextricablemente con las ninfas. «La Ninfa y la Dragona son guardianas y depositarias de un conocimiento oracular que Apolo viene a sustraerles», escribe Calasso.
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