La Piedra Rosetta

La piedra Rosetta

En 1799, mientras las tropas francesas guerreaban contra las británicas en Egipto, uno de los soldados de Napoleón Bonaparte, el capitán Pierre-François Bouchard, hizo un descubrimiento que iba a tener tan enorme trascendencia. Cavaba una trinchera cuando su pala tropezó con un objeto duro. Retiró con cuidado la arena a su alrededor y dejó al descubierto una piedra plana que presentaba unos curiosos caracteres de escritura. La limpió y, aunque eso no sirvió para aclararle nada acerca de la naturaleza de su hallazgo, observó una analogía entre ciertos caracteres y esos símbolos misteriosos que había visto grabados sobre los obeliscos y las lápidas. El soldado dedujo que su descubrimiento podría resultar bastante interesante, así que lo mostró a sus superiores. Pero aún no podía imaginar que tenía ante sus ojos uno de los documentos más significativos de la historia.
Esta piedra, que hoy día conocemos como Piedra de Rosetta por haber sido descubierta cerca del pueblo de ese nombre, en el delta del Nilo, era la clave que los eruditos aguardaban desde hacía siglos. Siempre les habían intrigado los jeroglíficos. De ser capaces de descubrir su significado, se levantaría la cortina del tiempo sobre la historia olvidada de los egipcios, revelando sus costumbres, sus pensamientos. Pero hasta ese momento habían abordado el problema de todas las maneras sin ningún resultado. De vez en cuando algún sabio pretendía tener indicios, pero invariablemente surgía un colega que refutaba sus argumentos o desenmascaraba una impostura. Los jeroglíficos, pues, no ofrecían más que especulaciones. Era imposible descifrar uno solo de esos signos. Para resolver el enigma hacía falta encontrar un texto bilingüe, escrito en jeroglíficos y traducido a otra lengua conocida que permitiera establecer una comparación entre ambos.
Champollion
Y he aquí que la piedra de Rosetta, un decreto sacerdotal escrito en griego, en jeroglífico y en demótico, respondía a sus deseos. Cuando en 1801 la estela fue confiscada por los ingleses y trasladada al Museo Británico, los sabios se pusieron de inmediato manos a la obra. Sin embargo, casi todos abandonaron pronto el intento, abrumados por las dificultades de tan magna empresa. Afortunadamente para la Historia, un francés llamado Jean-François Champollion no se dio por vencido, y confió en un método sugerido por los trabajos de un predecesor, Thomas Young. Este método se fundamentaba en el estudio de los nombres propios. Young había observado que algunos de los signos de la piedra estaban enmarcados en cartuchos.
Buscando el término correspondiente en el texto griego, había descubierto un nombre de faraón: Ptolomeo. Concluyó entonces que la palabra egipcia enmarcada dentro del cartucho era el equivalente de Ptolomeo, adjudicando una letra a cada dibujo. Obviamente sólo era una hipótesis, pero poco después Champollion tuvo la oportunidad de ponerla a prueba. En la isla de Filé se descubrió un obelisco revestido de una inscripción bilingüe, en griego y en egipcio. Champollion tuvo la impresión de que el nombre que aparecía enmarcado debía de ser el de una mujer, porque Young ya había observado que había un signo que representaba lo femenino en el extremo de un cartucho.
Examinó la inscripción griega. El nombre de Cleopatra se correspondía bien con el contenido en el cartucho. Eso confirmaba su interpretación, pues encontraba los mismos signos para las mismas letras que les había asignado en la piedra Rosetta. Además, ahora poseía cuatro nuevas letras y se atrevía a esperar que el resto saldría más fácilmente.
Pero no fue tan sencillo: si los egipcios utilizaban letras para escribir los nombres propios, para las otras palabras había diferentes procedimientos. Algunos signos se correspondían con palabras enteras, otros con sílabas y otros con letras. Además, había signos que representaban sonidos (fonogramas). Champollion debía continuar por esa vía que se le había abierto: prosiguió su estudio de los nombres propios, buscando los cartuchos en diferentes monumentos. Para mayor complejidad, los jeroglíficos podían escribirse de izquierda a derecha, de derecha a izquierda o de arriba abajo. Para saber si había que comenzar a leerlos por la izquierda o por la derecha, hay que fijarse en la orientación que tengan las figuras humanas o animales representados en los mismos. Si las figuras miran hacia la izquierda, es por ese lado por el que hay que comenzar a leerlos.
El trabajo avanzaba con una lentitud desesperante. Al cabo de 23 años del descubrimiento no había descifrado más que 111 signos, y aún había más de mil aguardando solución. Pero era un buen comienzo y el misterio de Egipto perdía terreno. La victoria definitiva era sólo cuestión de paciencia.
Página de la libreta de Champollion
Fragmento de la inscripción en la piedra Rosetta:
Bajo el reinado del joven, que recibió la soberanía de su padre, señor de las insignias reales, cubierto de gloria, el instaurador del orden en Egipto, piadoso hacia los dioses, superior a sus enemigos, que ha restablecido la vida de los hombres, Señor de la Fiesta de los Treinta Años, igual que Hefaistos el Grande, un rey como el Sol, gran rey sobre el Alto y el Bajo País, descendiente de los dioses Filopáteres, a quien Hefaistos ha dado aprobación, a quien el Sol le ha dado la victoria, la imagen viva de Zeus, hijo del Sol, Ptolomeo, viviendo por siempre, amado de Ptah. En el año noveno, cuando Aetos, hijo de Aetos, era sacerdote de Alejandro y de los dioses Soteres, de los dioses Adelfas, y de los dioses Evergetes, y de los dioses Filopáteres, y del dios Epífanes Eucharistos, siendo Pyrrha, hija de Filinos, athlófora de Berenice Evergetes; siendo Aria, hija de Diógenes, canéfora de Arsínoe Filadelfo; siendo Irene, hija de Ptolomeo, sacerdotisa de Arsínoe Filopátor, en el (día) cuarto del mes Xandikos (o el 18 de Mejir de los egipcios).

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