domi El «Heartland»


Si en Occidente hemos heredado leyendas sobre Atlántida —un rico estado comercial marítimo que, por sus pecados, fue castigado por los dioses a perecer bajo el mar—, en Oriente también abundan menciones sobre tierras perdidas. En las enormes regiones budistas de Asia Central existen infinidad de mitos sobre ciudades subterráneas y valles ocultos, como Shambhala, a donde se habrían replegado los antiguos poderes tradicionales y espirituales del mundo, esperando manifestarse en la guerra final entre los espíritus del bien y los espíritus del mal. Los mongoles identifican Shambhala con diversos valles del sur de Siberia, mientras que en el folklore altaico, la puerta de la ciudad secreta está escondida en el monte Beluja, de la cordillera del Altai, donde según la leyenda fue enterrado Genghis Khan. El Kalachakra, un escrito tántrico del budismo tibetano con fuertes influencias hinduistas, afirma que cuando el mundo degenere en una vorágine de guerra y codicia, de Shambhala emergerá Kalki («caballo blanco», o «destructor de la inmundicia»), una especie de mesías que formará un ejército y luchará contra las fuerzas demoniacas, matando por millones a los «bárbaros» y a los «ladrones que han usurpado el poder real». Reuniendo a todos los brahmanes del mundo, fundaría una nueva raza para poblar la edad dorada que vendrá. En su pasado chamánico, los pueblos túrquico-mongoles hablaban de Ergekenon, un aislado valle supuestamente situado en el Altai, donde sus antepasados estuvieron aprisionados durante cuatro siglos hasta que un herrero consiguió derretir la barrera que los encerraba. El mito de Ergenekon luego sería usado estratégicamente por el nacionalismo turco en su promoción del pan-turanianismo.

 

Desde China, la tradición contaba que Lao Tsé («anciano sabio», el fundador del taoísmo) se marchó hastiado del país montado en un búfalo blanco hacia el Oeste, es decir, hacia Asia Central, quizás hacia los montes Kunlun Shan, donde se encuentran las fuentes del Río Amarillo, un lugar considerado santo por los monjes y ermitaños, donde el aire era puro y energizante, donde crecían hierbas curativas y avanzaban enormes glaciares, y en cuyos ríos vivían peces de larga vida. El taoísmo explicaba que allí, en la «montaña del centro del mundo», unos hombres «regios» encontraron la bebida de la inmortalidad en tiempos muy remotos. Mitológicamente hablando, la cordillera conectaba la Tierra con el Cielo y en algún lugar de su seno se erguía un palacio de jade donde moraba Xiwangmu, la «reina madre de Occidente». Como una versión oriental del mito griego del jardín de las Hespérides, crecía allí un enorme árbol que brindaba melocotones de la inmortalidad cada tres mil años.

 

En Occidente también se contemplaba el interior de Eurasia a través de un prisma de leyendas. En «Historias», Heródoto habla de un lugar «al noreste», más allá de los escitas, donde existen vastas cantidades de oro guardado por grifos. Buran (un fuerte viento invernal del Norte, equivalente al Boreas griego), soplaba allí con fuerza desde una caverna montañosa en la llamada Puerta de Zungaria, que separa Uiguristán (también llamado Turkestán chino o Xingjiang) del resto de Asia Central. Más allá de este dominio se encontraba el «país de los hiperbóreos», cuyo territorio llegaba al mar (probablemente el Océano Ártico). En los mitos bizantinos, Alejandro Magno no halló otra solución para las hordas de «Gog y Magog» (bárbaros del interior continental, asimilados a veces a los escitas y destinados a caer sobre el resto del mundo en el futuro) que contenerlas con un muro de hierro o adamantio. Seguramente se trate de las Puertas Caspias, situadas en el sur de Rusia, donde siglos después un ejército de eslavos y vikingos aniquilará el reino jázaro (khazar) fundando el primer Estado ruso. El contenido metafórico de la construcción de las Puertas Caspias quedó servido —especialmente teniendo en cuenta que, en el folklore centroasiático, una «puerta de hierro en un lago» o un «agujero en una montaña» son considerados el origen de los vientos. Tras las malhadadas campañas de los macedonios en el norte de India, una historia helenística llegada a Occidente hizo circular la idea de que en lo más profundo de Asia Central había un valle alfombrado con diamantes y patrullado por aves de presa y serpientes «de mirada mortífera». En tiempos del comercio de la seda, Roma sabía de la existencia de los seres, un pueblo alto, longevo y sano (posiblemente los tocarios) situado en Serica, la «tierra de la seda», que se correspondería con Uiguristán. Estos mitos y rumores encarnaban de alguna manera la voluntad de Europa de no perder su conexión con Oriente.

 

En tiempos medievales, tanto en Roma como en Bizancio y los estados cruzados se hablaba del reino de Preste Juan, un monarca que mantenía el orden en las tierras de Gog y Magog gobernando sobre un país cristiano aislado entre dominios musulmanes y «paganos» (léase budistas, hinduistas y/o religiones ancestrales chamánicas y animistas). Las tradiciones gnósticas consideraban que los reyes magos procedían de este país, donde se encontraría, junto con otras reliquias santas de la Cristiandad, el Santo Grial, obtenido por Parzival en Monsalvat y llevado al Gran Oriente en unas naves con velas blancas y cruces rojas… «Juan» era probablemente una corrupción de «jan» o khan: el título de los reyes tártaros. El personaje en cuestión seguramente era un khan-obispo nestoriano de origen mongol deseoso de estrechar lazos con Occidente, pero la situación pronto se envolvió de símbolos y arquetipos en el imaginario colectivo europeo. Marco Polo, que no podía faltar en este escrito, ubicaría Gog y Magog al norte de Catay (China), es decir, en Mongolia o Siberia. En la misma China, las autoridades imperiales hicieron algo parecido a Alejandro Magno, dando al Heartland por imposible y conformándose con levantar la Gran Muralla para proteger el reino de las incursiones bárbaras del Norte.

 

Todavía en pleno Siglo XIX, los colonos rusos en Siberia, hombres y mujeres de una calidad humana sobresaliente en todos los sentidos, tenían la idea de Belovodye, mítico lugar de «aguas blancas» situado en Siberia oriental, que jugaba el papel de Tierra Prometida en su imaginario religioso y que probablemente influyó de forma importante en el flujo de poblaciones étnicamente europeas hacia el Este, estableciendo colonias cada vez más cercanas al Mar de Japón y a las fronteras con China y Mongolia. Asia Central se iría haciendo popular en Occidente gracias al «Miguel Strogoff» de Julio Verne, a la incipiente ciencia geopolítica, al «Bestias, hombres y dioses» de Ferdinand Ossendowsky y al auge de corrientes ocultistas que idealizaban Asia Central como un santuario de tradición y sabiduría. En los años 20, el pintor, arqueólogo y esoterista ruso Nikolai Roerich también puso su grano de arena describiendo una extraordinaria expedición por toda Asia Central, incluyendo sus visitas de más de 50 monasterios y sus encuentros con lamas budistas.

 

Como se ve, las zonas más recónditas de Asia Central eran vistas como fuente de misterio, fantasía e incertidumbre por parte de las sociedades que recogían su influencia. También eran consideradas como un avispero de hombres y animales, al que se le podían poner diques pero que no debía ser agitado. Todos los mitos que hemos visto coinciden en presentar el corazón de Eurasia como un lugar, como mínimo, interesante y digno de ser visitado por los valientes y los nobles. El presente artículo tratará sobre este vasto espacio habitado por interrogantes y posibilidades infinitas aun por desvelar, un nuevo mundo en potencia, una enorme fortaleza cerrada, inaccesible, inexpugnable, celosamente tradicional, replegada sobre sí misma en innumerables valles, montañas, llanuras, bosques, estepas y desiertos, que no pudo ser conquistada por Alejandro Magno, ni por Roma, ni por Bizancio, ni por los emperadores chinos, ni por la Mancomunidad Polaco-Lituana, ni por los jesuitas portugueses, ni por Napoleón, ni por el Imperio Británico, ni por Hitler, ni por Japón, ni por los oligarcas mafiosos del espacio ex-sovético, ni por las multinacionales y bancos de la globalización capitalista-neoliberal ―a largo plazo ni siquiera por los khanes asiáticos o el terrible bolchevismo soviético―, sino sólo por dos extraordinarios pueblos: los vikingos y los cosacos, que, como Alejandro Magno antes que ellos, llevaron la cultura griega (caracteres cirílicos, herencia bizantina) al corazón de Asia.

 

Desde el amanecer de la Historia, quien posee el Heartland se mueve en él como pez en el agua, ya que es un océano de tierra, pero quien no lo posee se estrellará contra sus muros una y otra vez, y sólo podrá contentarse con asediarlo…

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