domi El valor de la ciencia

Tras la II Guerra Mundial muchos fueron los que señalaron a los científicos que habían participado en la creación de la bomba atómica, y por extensión a la comunidad científica, como unos de los mayores culpables de tantas y tantas muertes. Un gran número fueron los científicos que se preguntaron si la ciencia llevaba algo malo consigo. ¿Qué valor tiene la ciencia a la que se habían consagrado después de ver las cosas tan terribles que podía hacer?

Esta es la respuesta de Richard P. Feymnan, uno de los integrantes del Proyecto Manhatan en una de sus conferencias en 1962:
De cuando en cuando hay quien me sugiere que los científicos deberían prestar mayor consideración a los problemas sociales; en especial, que tendrían que ser más responsables al considerar el impacto de la ciencia en la sociedad. Parece ser opinión general que si los científicos se tomasen la molestia de prestar atención a estos pro­blemas sociales tan difíciles y no se pasaran tanto tiempo tonteando con problemas científicos menos vitales, se obtendrían grandes éxitos.

Tengo la impresión de que nosotros sí reflexionamos en tales problemas de cuando en cuando, pero que no les dedicamos la totalidad de nuestros esfuerzos, por la razón, entre otras, de que no tenemos ninguna fórmula mágica para resolver problemas sociales, de que los pro­blemas sociales son mucho más difíciles que los cientí­ficos, y de que normalmente no llegamos a nada cuando reflexionamos en ellos.

Estoy convencido de que cuando un científico exami­na problemas no científicos puede ser tan listo o tan tonto como cualquier prójimo, y de que cuando habla de un asunto no científico, puede sonar igual de ingenuo que cualquier persona no impuesta en la materia. Dado que la cuestión del valor de la ciencia no es una cuestión científica, esta charla estará dedicada a demostrar la tesis que acabo de exponer… predicando con el ejemplo.

A todo el mundo le es familiar la primera de las for­mas en que la ciencia es valiosa, a saber, que el conoci­miento científico nos permite hacer toda clase de cosas y construir toda clase de cosas. Evidentemente, si hace­mos cosas buenas, ello no solamente habrá de acreditarse en la cuenta de la ciencia; el mérito será igualmente de la elección moral que nos llevó a hacer obras buenas. El conocimiento científico confiere un poder que nos capa­cita para obrar bien o mal, pero no lleva instrucciones acerca de cómo utilizarlo. Tal poder tiene un valor evi­dente —incluso aunque tal poder pueda ser negado por lo que uno hace con él.

Supe de una forma de expresar este problema humano tan común durante un viaje a Honolulú. En un templo budista de allá, el encargado les explicó a los turistas un poquito de la religión budista, y después acabó su charla afirmando que tenía que decirles algo que no olvidarían jamás —y que yo jamás he olvidado. Era un proverbio de la religión budista:

A cada hombre se le da la llave de las puertas del cielo; esa misma llave abre las puertas del infierno.

¿Qué valor tiene, pues, la llave de las puertas del cie­lo? cierto es que si carecemos de instrucciones claras que nos permitan determinar cuál es la puerta que da al cielo, y cuál al infierno, la llave puede ser un objeto peligroso de utilizar.

Pero es evidente que la llave tiene un valor: ¿cómo podremos entrar en el cielo si carecemos de ella?

Las instrucciones de uso carecerían de valor si no po­seemos la llave. Es evidente, pues, que a pesar de que puede producir enormes horrores en el .mundo, la cien­cia tiene valor, porque puede producir algo.

Otro de los valores de la ciencia es el disfrute —el llamado gozo intelectual— que algunas personas sienten al leer y reflexionar en ella, o que experimentan al tra­bajar en ella. Es éste un aspecto importante, un aspecto, que no es suficientemente considerado por quienes nos dicen que es responsabilidad nuestra reflexionar sobre el impacto de la ciencia en la sociedad.

¿Tiene este disfrute personal algún valor para la socie­dad en su conjunto? ¡No! Pero es también una respon­sabilidad considerar el papel de la sociedad propiamente dicha. ¿Será este papel organizar las cosas de modo que los individuos puedan disfrutar de ellas? En tal caso, gozar de la ciencia es tan importante como cualquier otra cosa.

No quisiera, empero, subestimar el valor de la con­cepción del mundo resultante del esfuerzo científico. He­mos sido llevados a imaginar toda suerte de cosas infi­nitamente más maravillosas que las visiones de los poetas y soñadores del pasado. Muestra que la imaginación de la naturaleza es mucho, muchísimo mayor que la imagi­nación del hombre. Por ejemplo, ¡cuánto más notable es que todos nos hallemos sujetos —la mitad de nosotros, cabeza abajo— por una misteriosa atracción a una bola que gira sobre sí misma; a una bola que ha estado ro­dando por el espacio durante miles de millones de años, que la metáfora de que somos llevados a lomos de un elefante sostenido por una tortuga que nada en un mar sin fondo!

Han sido tantas las veces que he pensado estas cosas en solitario, que confío en ser disculpado si les recuerdo este tipo de pensamiento, que estoy seguro que tantos de ustedes han tenido, más que nadie podría haber teni­do en el pasado, porque no se tenía entonces la infor­mación que hoy tenemos sobre el mundo.

La misma emoción, el mismo respetuoso temor, el mis­mo misterio vuelve a aparecer una y otra vez cuando miramos algo con suficiente profundidad. Y con el ma­yor conocimiento llega un misterio más profundo y ma­ravilloso, que nos incita a penetrar en él más hondamen­te todavía. Sin sentir jamás el temor de que la respuesta puede resultar decepcionante, con placer y confianza da­mos la vuelta a cada nueva piedra que nos encontramos, descubriendo lo inimaginadamente extraño, que conduce a más maravillosas cuestiones y misterios — ¡una gran aventura, ciertamente!

Es cierto que son pocas las personas no científicas que experimentan este tipo particular de experiencia religio­sa. Nuestros poetas no escriben sobre ella; nuestros pin­tores no tratan de plasmar esta cosa tan notable. No sé por qué. ¿Acaso a ninguno inspirará la imagen que del universo hoy tenemos? Este valor de la ciencia sigue sin ser cantado por los poetas; uno se ve reducido no a escuchar una canción o un poema, sino una lección ves­pertina sobre ella. Todavía no es la nuestra una edad científica.

Tal vez una de las razones de este silencio sea que es preciso saber leer su música. Por ejemplo, el artículo científico puede decir, «El contenido de fósforo radiac­tivo del cerebro de la rata decrece a la mitad en un pe­riodo de dos semanas». Ahora bien, ¿qué significa tal cosa?

Significa que el fósforo que hay en el cerebro de la rata —y también en mi cerebro, y en el suyo— no es el mismo fósforo que había en él hace dos semanas. Significa que los átomos del cerebro están siendo reemplaza­dos: los que antes se encontraban allí se han ido.

Observar que eso que yo llamo mi individualidad es tan sólo una configuración, una danza; eso es lo que lo significa el descubrimiento de lo que tardan los átomos del cerebro en ser reemplazados por otros átomos. Los átomos llegan a mi cerebro, danzan en él su danza y después se van —hay siempre nuevos átomos, pero dan­zan siempre la misma danza, recordando cómo era la danza de ayer.

Cuando leemos algo sobre este asunto en el periódico, dice: «Los científicos afirman que este descubrimiento puede ser un hito importante en la curación del cáncer.» Al periódico tan sólo le interesa la utilidad de la idea, no la idea en sí misma. A duras penas puede nadie com­prender la importancia de una idea, tan notable es. Salvo que, posiblemente, algunos niños puedan captarla. Y cuando un niño capta una idea como ésa, tenemos un científico. Ya es para ellos demasiado tarde captar ese espíritu cuando se encuentran en nuestras universidades; debemos pues explicar estas ideas a los niños.

Quisiera dirigir ahora mi atención a un tercer valor que tiene la ciencia. Es un poco menos directo, pero no mucho. El científico tiene una amplísima experiencia de ignorancia, de duda, de incertidumbre, y en mi opinión, tal experiencia de ignorancia, de duda, de incertidumbre, y en mi opinión, tal experiencia es de la mayor impor­tancia. Cuando un científico desconoce la solución de un problema, es ignorante. Cuando tiene una corazonada sobre cuál va a ser el resultado, siente incertidumbre. Y aún cuando esté francamente seguro de cuál va a ser el resultado, todavía le queda alguna duda. Hemos descu­bierto que para poder progresar es de fundamental im­portancia saber reconocer nuestra ignorancia y dejar lu­gar a la duda. El conocimiento científico es un cuerpo de enunciados que tiene diversos grados de certidumbre. Algunos son sumamente inseguros, algunos casi seguros, pero ninguno es absolutamente cierto.


Ahora bien, nosotros los científicos estamos habitua­dos a ello, y damos por hecho que es perfectamente con­sistente tener inseguridad, que es posible vivir y no sa­ber. Aunque no sé si todos se dan cuenta de que esto que digo es cierto. Nuestra libertad de dudar nació de una lucha contra la autoridad en los primeros tiempos de la ciencia. Fue una lucha muy profunda y vigorosa: se nos ha permitido cuestionar, dudar, no estar seguros. Me parece importante que no olvidemos esta lucha y perder quizás lo que hemos ganado. He aquí una res­ponsabilidad social.

Nos entristecemos cuando pensamos en las maravillo­sas potencialidades que los seres humanos parecen tener y las contrastamos con lo diminuto de sus logros. Una y otra vez se ha pensado que podríamos hacerlo mucho mejor. Quienes vivieron tiempos pasados vieron en la pesadilla de sus tiempos un sueño para el futuro. Noso­tros, que estamos en su futuro, vemos que sus sueños, rebasados en ciertos aspectos, siguen siendo sueños en muchísimos otros. Las esperanzas para el futuro siguen siendo hoy, en buena parte, las mismas de ayer.

Se pensó en cierta ocasión que las posibilidades que tenían las personas no se habían desarrollado debido a la ignorancia. Con educación universal, ¿podrían todos los hombres ser Voltaire? Lo malo puede ser enseñado por lo menos tan eficientemente como lo bueno. La en­señanza es una fuerza muy poderosa, pero lo es tanto para lo bueno como para lo malo.

La comunicación entre las naciones habría de facilitar su entendimiento —así rezaba otro sueño. Pero las má­quinas de comunicación pueden ser manipuladas. Lo que se comunica puede ser verdad o mentira. La comunica­ción es una fuerza poderosa, pero tanto lo es para lo bueno como para lo malo.

Las ciencias aplicadas deberían liberar al hombre de los problemas materiales, cuando menos. La medicina controla la enfermedad. Y aquí el registro parece ser en­teramente para lo bueno. Empero, no faltan quienes tra­bajan pacientemente para crear grandes plagas y vene­nos, a utilizar en la guerra de la mañana.

A casi nadie le gusta la guerra. Nuestro sueño de hoy es la paz. En la paz es donde el hombre puede desarrollar mejor las enormes potencialidades que al parecer tiene. Pero tal vez los hombres del futuro encuentren que tam­bién la paz puede ser buena y mala. Tal vez los hombres pacíficos se entreguen a la bebida, por aburrimiento. Tal vez entonces la bebida se convierta en el gran problema que parezca impedir al hombre lograr de sus facultades tanto como éste cree que debería.

Como es obvio, la paz es una gran fuerza, como lo son la sobriedad, el poder material, la comunicación, la educación, la honestidad y los ideales de muchos soña­dores. Tenemos más de esas fuerzas a controlar que los antiguos. Y tal vez estemos haciéndolo un poco mejor de lo que la mayoría de ellos podían. Pero lo que debe­ríamos poder hacer se nos antoja gigantesco en compa­ración con lo confuso de nuestros logros.

¿Por qué es esto? ¿Por qué no podemos conquistarnos a nosotros mismos?

Porque nos encontramos con que incluso las grandes fuerzas y facultades no parecen ir provistas de instrucciones claras sobre cómo utilizarlas. Por ejemplo, la gran comprensión acumulada en lo atinente al mundo físico solamente nos convence de que tal conducta parece tener una especie de sinsentido. Las ciencias no enseñan direc­tamente lo bueno y lo malo.

A través de todas las edades pasadas, la humanidad ha tratado de sondear el significado de la vida. Ha com­prendido que de poder conferir a nuestras acciones al­guna dirección o significado, se desencadenarían grandes fuerzas humanas. Y en consecuencia, muchísimas han sido las respuestas que se han dado al problema del sig­nificado de todo. Pero las respuestas han sido de toda clase de suertes, y los proponentes de una respuesta han contemplado con horror las acciones de los creyentes en otras; con horror, porque a resultas de una discordancia en el punto de vista todas las grandes potencialidades de la raza quedan canalizadas y confinadas en un callejón falso y sin salida. De hecho, ha sido a partir de la his­toria de las enormes monstruosidades creadas por las falsas creencias como los filósofos han comprendido las infinitas y maravillosas capacidades de los humanos. El sueño consiste ahora en descubrir el canal abierto.

¿Cuál es, entonces, el significado de todo ello? ¿Qué podemos decir para desvelar el misterio de la existencia?

Si tomamos todo en cuenta —no solamente lo que sabían los antiguos, sino todo lo que hoy sabemos que no conocían— me parece entonces que hemos de admitir francamente que no lo sabemos.

Pero hacer tal admisión, probablemente hayamos en­contrado el canal abierto.

No es ésta una idea nueva; ésta es la idea de la era de la razón. Tal era la idea que guió a los hombres que crearon la democracia bajo la que hoy vivimos. La idea de que nadie sabía verdaderamente cómo se dirige un gobierno condujo a la idea de que se debería establecer un sistema mediante el cual las ideas nuevas pudieran ser desarrolladas, ensayadas y arrojadas por la borda en caso necesario; un sistema que permitiera introducir todavía más ideas nuevas; un sistema, en definitiva, basado en tanteos, en el ensayo y el error. Tal método sobrevino a resultas de que a fines del siglo XVIII la ciencia estaba empezando ya a mostrar que era empresa venturosa. In­cluso en aquella época, a quienes reflexionaban en los fenómenos sociales le resultaba obvio que la apertura de posibilidades era una oportunidad que la duda y la dis­cusión eran esenciales para progresar y penetrar en lo desconocido. Si queremos resolver un problema jamás resuelto anteriormente, tenemos que dejar entreabierta la puerta a lo desconocido.

Nos encontramos en los comienzos mismos de la era de la raza humana. No es irrazonable que tengamos o que tropecemos con problemas. Pero hay decenas de mi­les de años en el futuro. Es responsabilidad nuestra hacer lo que podamos, aprender lo que podamos, mejorar las soluciones, y transmitirlas a nuestros sucesores. Es res­ponsabilidad nuestra dejar las manos libres a las gentes futuras. Hallándonos como estamos en la impetuosa juventud de la Humanidad, podemos cometer graves erro­res que paralicen nuestro crecimiento durante largo tiem­po. Y así sucederá si afirmamos tener ya las respuestas, cuando tan grande es nuestra juventud y nuestra igno­rancia. Si suprimimos toda discusión, toda crítica, pro­clamando, «¡He aquí la respuesta, amigos míos; el Hom­bre está salvado!» condenaremos durante largo tiempo a la Humanidad, la encadenaremos a la autoridad, la con­finaremos a los límites de nuestra imaginación presente. Ya se ha hecho antes muchas veces.

Es responsabilidad nuestra como científicos, sabedores del gran progreso que emana de una satisfactoria filoso­fía de la ignorancia, del gran progreso que es fruto de la libertad de pensamiento, proclamar el valor de esta li­bertad; enseñar que la duda no ha de ser temida, sino bienvenida y discutida, y exigir esta libertad como deber nuestro hacia todas las generaciones venideras. 

 

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