Una colaboración de Pauline
El olvido de nuestro verdadero ser y la mente como enfermedad
La idea de Dios (o como cada cual quiera denominarlo: Fuente, Energía Cósmica, Padre/Madre, Ala, Visnú,…) que aún comparte la mayoría de la Humanidad es la de algo o alguien “exterior” a nosotros. Esto nos sumerge en el olvido de nuestro “verdadero ser” y “naturaleza esencial”, que son absolutamente divinales.
Al concebir un Dios exterior –para afirmarlo (“creyente”) o para negarlo (“no creyente”), da igual-, el ser humano se desune mentalmente de la divinidad que constituye su genuino ser y naturaleza y se contempla a sí mismo como algo separado de ella.
La consecuencia inmediata e irremediable es la identificación con lo que es sólo el instrumento o “vehículo” que usamos para vivenciar la experiencia humana: el “yo” físico, mental y emocional (el cuerpo físico, los sentidos corpóreo-mentales, los pensamientos, las emociones, la personalidad y el ego y la naturaleza “egocéntrica” a todo ello asociados). De este modo, perdemos la consciencia de que se trata exclusivamente de un “vehículo”, nos aferramos a él desde la absurda creencia de que él es lo que somos y terminamos atados a un falso “yo” y a una “naturaleza egocéntrica” (como si un actor quedara abducido por el personaje de ficción que interpreta, olvidando quién es realmente).
También debido a ello, la mente del ser humano se halla enferma. La psicología occidental sostiene que la mente puede estar sana o enferma. Pero Oriente dice que la mente como tal es la enfermedad, que no puede estar sana, y que en relación a la mente existen dos tipos de enfermedades: normalmente enferma (esto es, que tienes la misma enfermedad que todos los demás) o anormalmente enferma, que quiere decir que además padeces lo que en occidente se tilda de enfermedad mental. O normalmente enferma o anormalmente enferma, pero la mente no puede estar sana cuando el ser humano se identifica exclusivamente con el “vehículo” -el yo físico, mental y emocional- y olvida y pierde la consciencia de que es el realmente el “conductor”.
Entonces la mente queda dividida. Y la división es consecuencia de la elección. Pero siempre que eliges lo haces en contra de algo. Cuando eliges, divides. Dices: “Esto está bien, esto está mal”. Sin embargo, la vida es una unidad. La existencia no puede dividirse, es un profundo “unísono”. Si dices: “esto es bonito y esto es feo”, la mente ha entrado en escena, porque la vida es las dos cosas juntas. No hay una línea divisoria. La vida va fluyendo de esto a aquello.
La naturaleza de la mente es la fijación, mientras que la fluidez es la naturaleza de la vida. La mente es obsesión, fija, sólida. Y la vida es fluida, flexible, se mueve hacia lo opuesto. Algo está vivo en este momento y al siguiente está muerto… y la muerte vuelve a nacer de nuevo.
Vive sin elegir. ¡No hagas distinciones! Desde el momento en que haces una sola, ya estás dividido, fragmentado; has enfermado, no estás entero. Lo cierto es que no hay opuestos. Tú eres el que dices que lo son, pero no lo son: son la misma energía. Lo opuesto no es lo contrario. Es un solo ritmo, el ritmo de lo mismo.
El principio de polarización
El principio hermético de polarización pone de manifiesto que, en lo que llamamos “realidad”, todo tiene dos polos -todo, su par de opuestos- y que los semejantes y los antagónicos son lo mismo: los opuestos son idénticos en naturaleza, pero diferentes en grado; los extremos se tocan; todas las verdades son semiverdades; todas las paradojas pueden reconciliarse.
Hay preguntas que, siendo elementales y relativas a conceptos que manejamos con absoluta soltura y rotundidad, resultan muy difíciles de responder. Por ejemplo, ¿dónde termina la oscuridad y dónde comienza la luz?; ¿dónde el frío y dónde el calor?; ¿dónde lo pequeño y dónde lo grande?; ¿dónde lo bajo y dónde lo alto?. Oscuridad y luz, frío y calor, pequeño y grande, bajo y alto son botones de muestra de nociones que utilizamos cotidianamente plenos de seguridad, pero que no resisten la prueba del nueve de preguntas como las anteriores, que las hacen tambalearse conceptualmente.
Las enseñanzas herméticas resuelven semejantes paradojas a través del Principio de Polarización. Y, a partir de ahí, nos ayudan a poner de manifiesto la realidad del mundo que nos rodea, evidenciando que la distinción existente entre situaciones o fenómenos aparentemente opuestos es sólo cuestión de grado, más allá de lo cual no hay auténticas diferencias, tratándose, por tanto, de la misma cosa y compartiendo idéntica naturaleza.
La vida está viva. La lógica cree en un fenómeno lineal: se mueve en una línea. Mas la vida fluye en círculos: la misma línea sube, baja y se convierte en un círculo. El símbolo chino del yin y el yang lo sintetiza con precisión. El círculo del yin y el yang es mitad blanco y mitad negro. En la parte blanca hay un punto negro, y en la parte negra hay un punto blanco. El blanco se mueve hacia el negro, y el negro se mueve hacia el blanco; es un círculo. La vida es así: el encuentro de los opuestos. Y si lo observas minuciosamente, lo verás dentro de ti. Igualmente es lo que ocurre con relación al “malestar” y al “bienestar”, pues en la esencia de ambos subyace lo mismo: el sufrimiento.
Es así como se mueve la vida. Y si lo entiendes ya no te preocupas en absoluto, ya no estás en contra de nada. Entonces sabes que hasta la ira tiene su hermosura. Entonces aceptas; y cuando aceptas profundamente tienes paciencia. La vida no es lógica.
La búsqueda del “bien-estar”
El aferramiento e identificación con el yo físico, mental y emocional hace que olvidemos e ignoremos lo que auténticamente Somos, genera la enfermedad de la mente y nos impide que sintamos la Felicidad que es el Estado Natural de nuestro verdadero ser. Es por esto que los seres humanos se lanzan hacia fuera de ellos mismos en busca del “bien-estar”, pobre sucedáneo de sea Felicidad (“Bien-Ser”).
Por tanto, la búsqueda del bienestar en el exterior es la derivación lógica de la visión de un Dios externo que impide a tanta gente percibir y constatar su “verdadero ser” y “naturaleza esencial” y divinal. Y esta búsqueda exterior de lo que de forma sublime y esplendorosa ya atesoramos en nuestro interior, se halla presidida por la inclinación vital y mental hacia el placer, que se plasma en un sinfín de deseos, anhelos, ansias, aspiraciones, pasiones y apegos que la mente vive desde la necesidad de elegir, las preferencias, los juicios, las opiniones… Se pretende la satisfacción aquí y allá. Sin embargo, cuando no la conseguimos, nos frustramos y ofuscamos (“mal-estar”), lo que produce sufrimiento.
Y cuando sí la alcanzamos, no nos percatamos de que esa satisfacción momentánea (“bien-estar”) es intrínsecamente origen y preámbulo de más sufrimiento: primero, porque en cuanto se logra el ansiado bien-estar, surge el miedo a la pérdida (del ser amado, del objeto materia,…); y segundo, porque al fundamentarse en una búsqueda externa derivada de la ignorancia de nuestro “verdadero ser”, tal satisfacción promueve y justifica precisamente el aferramiento a la “naturaleza egocéntrica”, lo que nos aparta de nuestra “naturaleza esencial” y de la Felicidad como Estado Natural y nos conduce inevitablemente a experienciar vivencias de aflicción.
El mal-estar y el bien-estar, aunque para la mente parezcan experiencias muy distintas, forman parte realmente de una misma experiencia y beben de idéntica fuente: la omisión de nuestro “verdadero ser” y “naturaleza esencial” y la identificación con un falso “yo” y una “naturaleza egocéntrica”.
El sufrimiento humano
Por tanto, el sufrimiento humano es la consecuencia automática y lógica de las actitudes y las acciones que desarrollamos en libre albedrío cuando nos apartamos de lo que Somos y buscamos en lo que no somos nuestro contento, cuidado, protección, seguridad, conocimientos, reconocimiento, satisfacción, placer,… Y aunque tales actitudes y acciones, en su desenvolvimiento, parecen seguir caminos radicalmente distintos –malestar o bienestar-, realmente parten de un mismo punto de salida –el olvido de lo que Somos- y conducen inexorablemente a un mismo punto de llegada: el sufrimiento.
Bajo todo ello subyace el aferramiento a lo físico y material, la consiguiente percepción de la “realidad” por la única vía de los sentidos corpóreo-mentales y, derivado de ambas cosas, el encumbramiento del ego y la ignorancia acerca de la impermanencia e interdependencia de cuanto nos rodea.
Olvidamos nuestra “naturaleza esencial” y divinal, nos identificamos con una “naturaleza egocéntrica” y creemos ilusamente que algún acto, logro, objeto, persona o entorno propicio nos llevarán a la satisfacción permanente del “yo”, cuando el «yo» en sí no es más que una fabricación impermanente de la mente.
Es una pescadilla que se muerde la cola; una pesadilla que se enrosca sobre ella misma. Y responsabilizamos a los demás o a factores externos por el sufrimiento que hay en nuestras vidas, en vez de darnos cuenta y asumir que son nuestras actitudes y acciones personales las que generan ese sufrimiento y que la vida de cada uno es cien por cien responsabilidad de cada cual. Es más, el sufrimiento es un instrumento o herramienta elegido en libre albedrío para impulsar nuestro desarrollo consciencial y evolutivo dirigido al recuerdo de lo que realmente somos, de nuestro “verdadero ser”; el sufrimiento es una especie de bastón que utilizamos como punto apoyo para avanzar en el camino de nuestro devenir consciencial, en el impulso de nuestro estado de consciencia,
Y lo que es aún más trascendente: tanto el bienestar como el malestar son vividos y sentidos sólo por el ego. Nuestro “verdadero ser” es totalmente ajeno a estas sensaciones y experiencias duales, que, desde nuestra “naturaleza esencial”, se desvelan como lo que son: pura ficción que concebimos como “real” debido exclusivamente a que, en libre albedrío, otorgamos visos de “realidad” al mundo imaginario creado consciencialmente desde la mente enferma por el aferramiento a una “naturaleza egocéntrica”. El sufrimiento es una ficción mental fruto de la identificación con el ego y que sólo para el ego existe y es real: el sufrimiento es una creación de la “insoportable levedad del ego” y, por tanto, pura imaginación.
Es como si, al aferrarnos al ego y la “naturaleza egocéntrica”, viviéramos dormidos en un mundo y una realidad que, realmente, son una especie de sueño o estado de ilusión (maia o maya). Mas el sueño puede ser experienciado de dos maneras muy distintas: “despierto”, es decir, siendo consciente de que de un sueño se trata; o “dormido”, esto es, sin esa consciencia e inmerso en la ensoñación. Y lo que diferencia un estado del otro es la toma de consciencia sobre nuestro “verdadero ser” y “naturaleza esencial”. Lo que la Humanidad llama sufrimiento y así siente es sólo una ficción, una pesadilla originada por la ensoñación del ser humano cuando se halla “dormido”, es decir, mientras pasa sus días en un estado que llama “vida”, pero que es en realidad un sueño del que no es consciente.
La experiencia dual
El sufrimiento, como si de una moneda se tratara, cuenta con un anverso y un reverso. El anverso del sufrimiento son las aflicciones y pesares. El reverso, los placeres y alegrías. El anverso es el componente del sufrimiento que la gente identifica como tal. El reverso, en cambio, se mantiene oculto para la inmensa mayoría de las personas. Pero el reverso (bienestar) es tanta fuente de sufrimiento como el anverso (malestar).
La ruta que nos lleva al sufrimiento es una única ruta, pero cuenta con dos vías alternativas: el malestar y el bienestar. El malestar es la vía directa, sin parada, al sufrimiento. Y el bienestar es la vía que cuenta con una estación de tránsito: tal estación es precisamente la sensación pasajera de bienestar, que es sólo la antesala del sufrimiento
Y esta ruta única al sufrimiento, con las dos vías que mencionas, tiene un nombre: “experiencia dual”.
La experiencia dual se usa como herramienta en la búsqueda del bienestar en el exterior. Se basa en la no aceptación y en juzgar y etiquetar dicotómicamente (“positivo” y “negativo”, “bueno” y “malo”, “agradable” y “desagradable”,…) todo lo que ocurre en nuestra vida y a nuestro alrededor.
Pero las experiencias del día a día (hechos, situaciones, circunstancias,…), carecen de “color”. Simplemente, son experiencias, todas con su porqué y para qué en el proceso consciencial y evolutivo de cada cual. Y cada experiencia -la que sea- tiene su peculiar vibración. Las apariencias de las experiencias -es decir: lo que perciben de ellas nuestros sentidos corpóreos y mentales- no son reales. Lo real en las experiencias es su vibración. Y somos nosotros mismos –no los demás o circunstancias ajenas- los que creamos y atraemos las experiencias que aparecen en nuestra vida –cada una con su particular frecuencia vibracional- para que resuenen con la vibración de nuestro estado de consciencia –como vemos la vida, la muerte, la divinidad, las cosas, el mundo, a nosotros mismos, a los demás,…- y, al hacerlo, impulsen el desarrollo y evolución de ese estado consciencial.
Sin embargo, cuando esas mismas experiencias son vividas desde el aferramiento a la “naturaleza egocéntrica”, la mente enferma las pinta de “blanco” o de “negro” en función de su interrelación con nuestro deseo de satisfacción y bienestar. El ego, desde la enfermedad de la mente, no pude evitarlo y clasifica inevitablemente todas las experiencias de la vida en dos grandes categorías: las que sí le gustan y satisfacen (le proporcionan bienestar: contento, placer, sensación de hallarse protegido, cuidado, alegría, conocimiento,…) y las que no (le originan malestar: dolor, tristeza, sentimientos de desprotección o soledad,…).
De hecho, la “experiencia dual” es utilizada por los sentidos corpóreo-mentales para percibir esa sensación de satisfacción. Un buen ejemplo al respecto, por simple que sea, es el disfrute que puede vivenciar el espectador de la práctica deportiva, que no se basa tanto en la contemplación del ejercicio deportivo en sí, como en la competición que se establece entre personas o equipos. Verbigracia: en el fútbol, la gente no suele “pasárselo bien” viendo el partido como tal y sin más, sino con la emoción derivada de la identificación con uno de los dos equipos contrincantes. Sin tal identificación con uno de ambos y sus colores –“experiencia dual”-, el partido se convierte en algo insulso y aburrido. Pero esa misma identificación, que genera alegría si “nuestro” equipo gana, provoca tristeza en caso de que caiga derrotado.
Y la “experiencia dual” se desenvuelve en conexión con la polarización de las dicotomías antes aludida, por lo que la interpretación de cualquier experiencia en clave dual provoca impactos en los dos bandos dicotómicos, tal como opera el sistema de “partida doble” que se sigue en contabilidad: cualquier operación o movimiento se anota por su valor en ambos lados del balance (“debe” y “haber”).
Fuera de la experiencia dual, no hay ni “positivo” ni “negativo”, ni “bello” ni “feo”, ni “bueno” ni “malo”, ni “agradable” ni desagradable”… Fuera de la dualidad, las experiencias, sencillamente, son, acontecen, y están desprovistas de calificativos, valoración o juicio.
Lo fácil es lo correcto
El Gran Camino no es difícil
para aquellos que no tienen preferencias.
Cuando ambos, amor y odio, están ausentes
todo se vuelve claro y diáfano.
Sin embargo, haz la más mínima distinción,
y el cielo y la tierra se distancian infinitamente.
Si quieres ver la verdad,
no mantengas ninguna opinión a favor o en contra.
La lucha entre lo que a uno le gusta
y lo que le disgusta
es la enfermedad de la mente.
El Gran Camino no es difícil. Si parece difícil, eres tú el que lo hace difícil. El Gran Camino es fácil. ¿Cómo va a ser difícil? Hasta los pájaros vuelan en él y los peces nadan en él. La mente lo vuelve difícil; y el truco para hacer de cualquier cosa fácil algo difícil es elegir, hacer una distinción, marcar una preferencia, verter una opinión, efectuar un juicio…
Por ejemplo, lo primero que hace un niño al nacer es inspirar; y lo último que un ser humano hace al morir es espirar: la vida comienza con la inspiración y la muerte comienza con la espiración; cada vez que inspiras renaces, cada vez que espiras mueres. Sobre estas bases, la lógica diría: “inspira y no espires”. Una persona lógica solamente inspiraría, nunca espiraría. De esta forma todo se vuelve difícil. Inspirar es fácil y espirar es fácil. Pero tú eliges… Lo cierto es que inspirar y espirar no son opuestos, sino lo mismo, la respiración, y sólo varían en el ritmo: hacia adentro, hacia fuera. Y esto es aplicable a muchas sensaciones, situaciones y circunstancias de la vida. Verbigracias, el amor es inspirar, el odio espirar. ¿Qué hacer entonces? La vida es fácil si no decides, porque entonces sabes que inspirar y espirar no son dos cosas opuestas; son dos partes de un mismo proceso, no puedes dividirlas.
Cuanto más espiras, más inspiras. Espira más para que puedas crear un vacío dentro y entre más aire. No pienses en inspirar. Simplemente espira tanto como puedas y todo tu ser inspirará. Ama más (amar es espirar) y tu cuerpo recogerá energía de todo el cosmos. Crea el vacío y la energía vendrá.
Y lo mismo pasa con todos los procesos de la vida. Comes, pero si retienes el alimento, te estriñes. La lógica te indicaría que no sueltes el alimento que has ingerido, pero entonces te estreñirías. El estreñimiento es similar a una elección a favor de coger aire y en contra de soltarlo. Casi todo ser civilizado está estreñido; puedes medir la civilización por el grado de estreñimiento. Cuanto más estreñido esté un país, más civilizado será, porque será más lógico.
Pero la vida es un equilibrio entre echar afuera e invitar adentro. ¡Comparte!, ¡da!, y te será dado más. Dar para que te sea dado más; sea lo que sea. Eso es lo que significa compartir, lo que significa dar. Dar tu energía es un regalo; y a cambio se te da más.
No prefieras; simplemente permítele a la vida moverse. No digas a la vida: “Muévete de esta forma”. Simplemente fluye con la vida. No luches contra la corriente, hazte uno con ella.
La mente dice: “Me gusta, no me gusta. Prefiero esto y no aquello”. Cuando ambos, amor y odio, están ausentes… Cuando todas las actitudes “a favor” y “en contra” están ausentes, ambos, amor y odio, están ausentes; a ti ni te gusta ni te disgusta algo, sencillamente permites que todo ocurra…
…todo se vuelve claro y diáfano.
Sin embargo, haz la mínima distinción,
y el cielo y la tierra se distancian infinitamente.
El árbol vive sin elección, inconscientemente; tú vivirás sin elección, conscientemente. Esto es lo que significa consciencia sin elección. Y la mayor diferencia es que serás consciente de que no estás eligiendo. Y esta consciencia te da una paz tan profunda… Serás absolutamente consciente de que no eliges.
Vive sin opiniones
El silencio es un profundo entendimiento de que el fenómeno de elegir te causa tensión. Pero ojo, aunque lo que prefieras sea el silencio, te pondrás tenso. Cuando no prefieres, no hay tensión, estás relajado. Y cuando estás relajado, tus ojos poseen claridad. No se mueven pensamientos en la mente; puedes ver a través de ella. Pero si eliges, aunque sea el silencio, te tensaras.
Vive sin opiniones. Vive desnudo, sin ropa alguna. ¡Abandona todas tus filosofías, teorías, doctrinas, escrituras! Vive en silencio, sin elegir, con los ojos simplemente dispuestos a ver lo que hay, de ninguna manera esperando ver tus deseos realizados. No cargues con deseos. ¡Despréndete de todas las cargas! Al final, tendrás que dejarlo todo. Tendrás que ir completamente desnudo.
No digas: «Dios existe», ni: «Dios no existe», porque lo que sea que digas se convertirá en un deseo profundo. Vive sin opinión, sin ningún pensamiento a favor o en contra, sin filosofía. Simplemente ve lo que hay. No lleves contigo ninguna mente. Vive sin mente.
Un maestro está para ayudarte a dejar las opiniones, a dejar la mente. Y si el propio maestro se convierte en una elección entonces también se convertirá en una barrera. Y cuanto más usas la mente, más se refuerza, más fuerte se hace. No la uses. Libérate de las cargas y deja que ellas se liberen de ti.
La lucha entre lo que a uno le gusta y lo que le disgusta
es la enfermedad de la mente.
¿Cómo curarse? ¿Hay alguna manera de superar esta enfermedad? No, no hay manera. Simplemente, tienes que entenderlo; sencillamente, tienes que mirar el hecho en sí mismo. Sólo tienes que cerrar los ojos y mirar en tu propia vida; observarla. Y sentirás la verdad. Y cuando sientes la verdad, la enfermedad desaparece. No hay ningún remedio para ella, porque si se te da algún remedio, ese remedio te empezará a gustar. Entonces olvidarás la enfermedad, pero empezará a gustarte el remedio… y el mismo remedio se convertirá en la enfermedad.
Un verdadero maestro no te dará ningún remedio, no te dará ningún método. No te sugerirá qué hacer. Simplemente insistirá una y otra vez, una y mil veces, en que entiendas cómo has creado toda esta confusión a tu alrededor, cómo has generado todo este sufrimiento. Y nadie más que tú lo ha creado; es la enfermedad de tu mente: preferir, elegir.
No decidas. Acepta la vida en su totalidad. Tienes que ver la totalidad: la vida y la muerte juntas, el amor y el odio juntos, la felicidad y la desgracia juntas, la agonía y el éxtasis juntos. Si ves que son uno, entonces ¿por dónde va a entrar la elección? Entonces la elección desaparece.
No es que tú la dejes. Si eres tú el que dejas la elección, esto se convertirá en una elección. Esta es la paradoja. No supongas que tienes que dejarla, porque si la dejas, eso ya quiere decir que has elegido a favor y en contra. Ahora tu elección es la totalidad. Estás a favor de la totalidad y en contra de la división, pero la enfermedad ha entrado. Es algo muy sutil.
Sencillamente entiende, pues la propia comprensión hace que la elección desaparezca. Nunca la abandonas. Simplemente te ríes… y pides una taza de té.
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Fuente: Combinación de textos extraídos del capítulo 1 de “El Libro de la Nada”, de Osho, y del capítulo 4 del libro“Dios” de Emilio Carrillo.
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Gracias Pauline! Un abrazo.