Les propongo un pequeño ejercicio imaginativo. Traten de proyectar en su cabeza la imagen de, por ejemplo, dos mujeres (heterosexuales) de 30 años saliendo de una discoteca del barrio de Moncloa, en Madrid. Unos jóvenes desconocidos se les acercan y les llaman. «Hola», les saludan. De repente, el grupo de energúmenos se lanza contra las dos y comienza a golpearles brutalmente. Lanzan a una contra un contenedor y a la otra le parten la nariz a puñetazos. Mientras dura la paliza, los desconocidos profieren gritos como: «Fuera de aquí, mujeres de mierda». Luego, sin tratar de robarles, el grupo de salvajes huye corriendo, seguramente riendo como hienas en un exultante subidón de adrenalina resultado del ejercicio de su virilidad mojigata.
Las chicas, en estado de shock y con los nervios a flor de piel, una con hematomas por todo el cuerpo y la otra con fractura nasal, llaman a la Policía para denunciar la agresión. Los agentes responden de manera «borde» y «nada agradables». Dada la delicada situación en la que ambas se encuentran, deciden que quizás no sea el mejor momento para ir a comisaría a denunciar, que será mejor hacerlo la mañana siguiente en los juzgados. Evidentemente, la actuación de los agentes de seguridad no solo no ha sido de gran ayuda, sino que ha contribuido a hacerlas sentirse todavía más ¿indefensas?, ¿impotentes?, ¿denigradas?.
Pueden hacerse una idea de cuáles serían las declaraciones de los altos responsables políticos y sociales al día siguiente. La apropiación que el establishment político ha hecho de la causa de la igualdad de género ha terminado por desvirtuar muchas de las políticas supuestamente feministas. Conservadores y progresistas, de la derecha y de la izquierda, se pronunciarían contra esta brutalidad, contra este acto sádico de crueldad e inhumanidad amparado por el brazo del Estado que, teóricamente, debería velar por la seguridad de los ciudadanos. Probablemente se habría hecho algo al respecto, se habrían abierto investigaciones y expedientes. Quizás los vándalosmachitos y los policías machistas habrían recibido un merecido castigo.
Lo que probablemente no hubiera pasado es un cambio radical de las actitudes de estos actores políticos y sociales con respecto a la violencia estructural del patriarcado. No hubiesen cambiado las políticas educativas, ni los presupuestos dedicados a combatir los daños colaterales de esta violencia ideológica. El dinero público seguiría financiado educación e instituciones religiosas que promocionan estas desigualdades estructurales entre hombres y mujeres; la paridad de listas electorales y cargos directivos seguiría ocultando el abismo que han de combatir las mujeres de las clases más humildes para recibir esas mismas consideraciones; las discotecas (y otros negocios) seguirían cosificando a la mujer como objeto sexual y mercantilizándola; los actores socializantes seguirían imponiendo los mismos estereotipos de género que, sutilmente, envenenan las conquistas que el movimiento feminista ha logrado durante siglos de lucha.
Pero no. Quienes salían de aquella discoteca la madrugada del pasado domingo eran dos hombres e iban cogidos de la mano. Lo que gritaban los agresores era el grito de guerra que la gran mayoría de homosexuales ha temido escuchar alguna vez en su vida: «Fuera de aquí, maricones de mierda». Una guerra declarada desde la ideología viril y machita del heteropatriarcado, del cual parece que no somos capaces de desembarazarnos, por mucho que crezca nuestro PIB, o por muchos artículos que ensalcen las virtudes del desarrollo emprendido por el Norte y Occidente civilizado.
Y el heteropatriarcado también es sutil, aunque no se lo hayan planteado. Sí, ya nos dejan sacar las banderas del arcoiris una vez al año (y, a pesar de ello, para algunos «no es necesario», «no tiene sentido», o «es absurdo»). Sí, ya nos dejan casarnos y adoptar hijos (pero si no son rusos, mejor; y, a ser posible, que no se nos ocurra montar modelos de familia o seguir modos de vida demasiado disímiles al modelo tradicional heterocéntrico). Sí, ya nos nombran de vez en cuando en los libros de texto como estilos de vida normales (esperen, ¿eso no va a cambiar o ha cambiado con la nueva ley educativa, esa que tanto respaldo popular tiene?). Y no, ya no nos discriminan en el mundo laboral (excepto, quizás, en todos aquellos puestos de trabajos que los que hay que vestirse o actuar de manera «seria» y, consecuentemente, adecuarse a unos cánones de masculinidad o feminidad nada progresistas, por decirlo de una manera suave).
Pero en la política, como en la vida, se puede (ya, de hecho, casi que se debe) serLGBTIQ+friendly, aunque los actos de uno digan lo contrario. Pink-washing, lo llaman (algo así como un lavado en rosa, como con Vanish quitamanchas). Porque en la cúpula del Partido Popular de Madrid y más allá nadie va a mover un dedo (pero ellos NO son homófobos, ni tránsfobos, ni nada que pueda hacerles perder votos; solo son conservadores y cristianos católicos apostólicos romanos). Porque el PSOE ha aceptado como una oveja más del rebaño las imposiciones homófobas de Rusia en materia de convenios de adopción. Hace ya mucho tiempo que el matrimonio igualitario de Zapatero debería haber dejado de ser el comodín rosa de los socialistas, que sin embargo (y a excepción de Andalucía, todo sea dicho) han dejado de lado a los colectivos de transexuales e intersexuales, quienes fueron esenciales para lograr visibilizar la lucha por la igualdad.
La revolución no se lleva, no al menos en las altas esferas. El pink-washing es reformista, va pasito a pasito. Reivindicad vuestros derechos, pero no demasiado, que a veces os volvéis pesados. Eso sí, no exijáis nada que no sea consensuable (¿con quién o con qué? ¿con la moral de la Iglesia?). Y, a veces, hierve la sangre. Porque el abandono del Partido Popular de la diplomacia a favor derechos LGBTI no fue noticia. Porque los delitos de odio contra este colectivo siguen aumentando, hasta el punto de ser el grupo más afectado, por encima de discapacitados e inmigrantes. Porque gais, lesbianas, bisexuales, transexuales e intersexuales siguen sufriendo mayor riesgo de pobreza y exclusión social. Porque el VIH sigue teniendo mayor incidencia entre los integrantes de este sector de la población, y no a causa de una mayor promiscuidad, sino por los tabúes y estigmas que todavía siguen presentes en nuestras familias y círculos amistosos, los deficientes programas de educación sexual, y la falta de políticas públicas efectivas en lo relativo a la prevención y el control del virus.
Pero quizás me equivoque y esto sea solo un estallido de irreflexión literaria. Al fin y al cabo, puede que no fuesen más que dos gais agredidos a la salida de un bar, un suceso sin importancia, algo que siempre puede pasar. ¿No?
http://www.huffingtonpost.es/enrique-anarte-lazo/solo-dos-gais_b_5862794.html?utm_hp_ref=spain