I. La pérdida del ideal democrático
Ya no es posible ignorar el hecho que cada vez más personas reflexivas y bien intencionadas están, lentamente, perdiendo su fe en lo que alguna vez fue para ellos el ideal inspirador de la democracia.
Esto sucede al mismo tiempo —y quizás en parte como consecuencia de— que se extiende constantemente el campo de aplicación de los principios de la democracia. Estas dudas crecientes no están confinadas a los abusos obvios de un ideal político: tienen relación con su misma esencia. La mayoría de aquellos a los que preocupa la pérdida de fe en una esperanza que por tanto tiempo los guió, sabiamente tienen sus bocas cerradas. Pero la alarma que produce esta situación me exige hablar.
Me parece que la desilusión que tantos experimentan no se debe a la falla del principio democrático como tal, sino a que nuestro uso de él ha sido erróneo. Como estoy ansioso de rescatar al verdadero ideal de la mala reputación en la que está cayendo, intento encontrar el error que cometimos y cómo evitar las desgraciadas consecuencias del proceso democrático que hemos observado.
Para evitar desilusiones, por supuesto, cualquier ideal debe ser enfocado con un espíritu sereno. No debemos olvidar en el caso particular de la democracia, que la palabra sólo se refiere a un método especial de Gobierno. Originalmente, no se refirió más que a un cierto procedimiento para llegar a decisiones políticas; y no nos dice nada sobre cuáles deben ser los fines del gobierno. Pero, por ser el único método de cambio de gobierno pacífico que el hombre ha descubierto hasta ahora, es, a pesar de todo, precioso y vale la pena luchar por él.
Una democracia de «negociación»
Con todo, no es difícil ver por qué el resultado del proceso democrático, en su forma actual, ha de desilusionar amargamente a aquéllos que creyeron en el principio según el cual el gobierno debiera estar guiado por la opinión de la mayoría.
Aún cuando hay algunos que sostienen que esto corresponde a lo que ahora sucede, es tan obvio que ello no es cierto que ya no engaña a las personas observadoras. De hecho, nunca en la historia estuvieron los gobiernos tan presionados por la necesidad de satisfacer los deseos particulares de numerosos intereses especiales, como lo están hoy en día. Quienes critican la democracia actual la califican de «democracia de masas». Pero si los gobiernos democráticos estuvieran realmente limitados a lo que las masas acuerdan, habría poco que objetar. La causa de las quejas no es que los gobiernos estén al servicio de una opinión aceptada por la mayoría, sino que éstos están destinados a satisfacer intereses distintos de un conglomerado de numerosos grupos. Al menos es concebible, aunque improbable, que un gobierno autocrático ejerza la auto-restricción; pero un gobierno democrático ilimitado simplemente no lo puede hacer. Si sus poderes no son limitados, simplemente no puede restringir su acción al acatamiento de las opiniones acordadas por la mayoría del electorado. Estará forzado a reunir una mayoría y mantenerla, para lo cual deberá satisfacer las peticiones de una cantidad de intereses especiales, cada uno de los cuales aceptará los beneficios especiales otorgados a otros grupos sólo al precio de que sus propios intereses sean igualmente considerados. Tal democracia de negociación no tiene relación alguna con los conceptos usados para justificar el principio de democracia.
El juego de los intereses de grupo
Cuando hablo de la necesidad de limitar el gobierno democrático o más brevemente de una democracia limitada, no me refiero, desde luego, a limitar únicamente aquella actividad de gobierno que se conduce democráticamente: digo que todo el gobierno, especialmente si es democrático, debería estar limitado. La razón es que el gobierno democrático, si es nominalmente omnipotente, como resultado de sus poderes ilimitados, se convierte en excesivamente débil por el juego de todos los diferentes intereses que debe satisfacer para asegurar el apoyo de la mayoría.
¿Cómo se ha desarrollado esta situación?
Por dos siglos, desde el fin de la monarquía absoluta, hasta el surgimiento de la democracia ilimitada, el gran propósito del gobierno constitucional ha sido limitar todos los poderes gubernamentales. Los principios más destacados que se establecieron gradualmente para prevenir todo ejercicio arbitrario de poder, fueron la separación de poderes, la regla o soberanía de la ley, el gobierno bajo la ley, la distinción entre ley pública y privada, y las reglas del procedimiento judicial. Todos ellos estaban destinados a definir y limitar las condiciones bajo las cuales era admisible la coerción sobre los individuos. Se pensaba que la coerción era justificada sólo por el interés general Sólo la coerción acorde con reglas uniformes, igualmente aplicables a todos, se justificaba en pro del interés general.
Cuando se comenzó a creer que el control democrático del gobierno hacía innecesario cualquier otro tipo de resguardo en contra del uso arbitrario del poder, todos estos grandes principios liberales fueron relegados a un segundo plano y algo olvidados. No fue tanto que los viejos principios hayan sido olvidados, como que se despojó de significado a sus expresiones verbales tradicionales mediante el cambio gradual de las palabras claves usadas en ellos. El más importante de los términos cruciales cuya transformación llevó a cambiar el sentido de la fórmula clásica de la constitución liberal, fue la palabra «ley»; todos los viejos principios perdieron su significado cuando se alteró el contenido de este término.
Leyes versus directrices
Para los fundadores del constitucionalismo, el término «ley» tuvo un significado muy preciso y limitado. Solamente si se limitaba al gobierno por la ley se lograba la protección de la libertad individual. Los filósofos del derecho en el siglo diecinueve la definieron finalmente como las reglas que regulan la conducta de las personas respecto a los demás, aplicables a un número desconocido de casos en el futuro y que contiene prohibiciones que delimitan (pero, por supuesto, no especifican) las fronteras de la soberanía de las personas y los grupos organizados. Después de largas discusiones, en las cuales particularmente los jurisconsultos alemanes elaboraron finalmente esta definición de lo que ellos llamaron «ley en el sentido material», repentinamente se le abandonó, por una objeción que ahora debe parecer casi cómica. Bajo esta definición las reglas de una constitución no serían ley en el sentido material.
Las reglas de una constitución no son, por supuesto, reglas de conducta sino que reglas para la organización del gobierno, y como todo derecho público están propensas a cambiar frecuentemente, mientras que el derecho privado (y criminal) puede permanecer.
La ley estaba destinada a prevenir la conducta injusta. Justicia referida a principios igualmente aplicables a todos, en contraste con cualquier mandato o privilegio específico que afectara a un individuo o grupos particulares. Pero ¿quién cree aún hoy en día, como lo hacía James Madison hace doscientos años, que la Cámara de Representantes estaría incapacitada para dictar «leyes que no tendrán efecto sobre ellos mismos y sus amigos, pero sí lo tendrán sobre la gran masa de la sociedad»?. Lo que sucedió con la aparente victoria del ideal democrático fue que el poder de dictar leyes y el poder gubernamental de promulgar directrices se depositaron en las manos de las mismas asambleas. Su efecto fue, necesariamente, que la autoridad suprema de gobierno tuvo la libertad de dictar cualquier ley que la ayudase a alcanzar los propósitos particulares del momento. Pero ello necesariamente significó el fin del principio de gobierno bajo la ley. Si bien era suficientemente razonable exigir que no sólo la legislación misma sino que también las medidas gubernamentales debieran ser determinadas por el procedimiento democrático, poner ambos poderes en las manos de la misma asamblea (o asambleas) significa, en efecto, volver al gobierno ilimitado.
También invalidó la creencia original que una democracia, por el deber de obedecer a la mayoría, sólo podría hacer lo que era de interés general. Esto habría sido cierto con un cuerpo legislativo que pudiera aprobar solamente leyes generales o decidir sobre asuntos que sean verdaderamente de interés general. Pero esto no sólo no es cierto, sino que es completamente imposible para una asamblea que tiene poderes ilimitados y debe usarlos para comprar los votos de intereses particulares, incluyendo los de algunos pequeños grupos o incluso de individuos poderosos. Tal cuerpo legislativo, que no debe su autoridad al hecho de demostrar su creencia en la justicia de sus decisiones, sometiéndose a sí mismo a reglas generales, está constantemente bajo la necesidad de recompensar el apoyo de los diferentes grupos concediendo ventajas especiales. Las «necesidades políticas» de la democracia contemporánea están lejos de ser todas ellas demandadas por la mayoría.
Leyes y el gobierno arbitrario
John Locke |
El resultado de esta evolución no fue sólo que el gobierno ya no estaba más bajo la ley. También dio lugar a que el concepto mismo de ley perdiera su significado. El llamado poder legislativo ya no estuvo limitado (como John Locke había pensado que debiera estar) a la aprobación de leyes, en el sentido de reglas generales. Todo lo que resolviera el «poder legislativo» pasó a ser llamado «ley», y ya no fue llamado poder legislativo porque dictara leyes, sino que «leyes» empezó a ser el nombre para cualquier cosa que emanara del «poder legislativo». El reverenciado término «ley» perdió así todo su antiguo sentido, y se convirtió en nombre para los mandatos de aquello que los padres del constitucionalismo habrían llamado un gobierno arbitrario. La principal preocupación del poder legislativo llegó a ser gobernar y la legislación se subordinó a ello.
El término «arbitrario» perdió igualmente su sentido clásico. La palabra había significado «sin reglas» o determinado por la voluntad particular, en vez que de acuerdo a reglas reconocidas. En este verdadero sentido aún la decisión de un gobernante autocrático puede ser lícita, y la decisión de una mayoría democrática enteramente arbitraria. Incluso Rousseau, quien es el principal responsable de llevar al uso político el infortunado concepto de «voluntad», entendió al menos ocasionalmente que, para ser justo, este deseo debe ser general en intención. Pero la decisión de las mayorías en las asambleas legislativas temporales, desde luego no tiene necesariamente este atributo. Todo es permitido siempre que incremente el número de votos que apoya las medidas gubernamentales.
Un parlamento soberano y omnipotente, que no está confinado a dictar reglas generales, significa que tenemos un gobierno arbitrario. Lo que es peor, un gobierno que no puede, aún si lo desea, obedecer ningún principio, sino que debe mantenerse a sí mismo entregando favores especiales a grupos particulares, debe comprar su autoridad con discriminación. Desafortunadamente el Parlamento Británico que había sido el modelo para la mayoría de las instituciones representativas también introdujo la idea de soberanía (i. e. omnipotencia) del Parlamento. Pero la soberanía de la ley y la soberanía de un Parlamento ilimitado son irreconciliables. Aun hoy, cuando el Sr. Enoch Powell alega que «una Declaración de Derechos es incompatible con la constitución libre de este país», el Sr. Gallegher se apresura a asegurarle que él lo entiende y está de acuerdo con el Sr. Powell. (1)
Los norteamericanos tenían razón hace doscientos años al pensar que un Parlamento omnipotente significa la muerte de la libertad del individuo. Aparentemente una constitución libre ya no significa la libertad del individuo sino una licencia para que la mayoría del Parlamento actúe tan arbitrariamente como le plazca. Podemos tener o un Parlamento libre o un pueblo libre. La libertad personal requiere que toda autoridad sea restringida por principios permanentes que sean aprobados por la opinión del pueblo.
Del tratamiento no igualitario a la arbitrariedad
Tomó tiempo para que aquellas consecuencias de la democracia ilimitada se hicieran evidentes.
Por algún tiempo las tradiciones desarrolladas durante el período de constitucionalismo liberal operaron como una restricción sobre la expansión del poder gubernamental. Cuando se imitaron estas formas de democracia en lugares donde no existían tales tradiciones, invariablemente, como es lógico, se derrumbaron pronto. Pero en los países con una más larga experiencia de gobiernos representativos, las barreras tradicionales al uso arbitrario del poder fueron derribadas inicialmente por motivos completamente caritativos. La discriminación para ayudar a los menos afortunados no pareció ser discriminatoria; pero para poner en una situación material más igualitaria a personas que son, inevitablemente, muy diferentes en muchas de las condiciones de las cuales depende su éxito material, es necesario tratarlos en forma desigual.
Además, quebrar el principio de igual tratamiento ante la ley, si bien con un objeto caritativo, abrió inevitablemente las compuertas a la arbitrariedad. Para encubrirla se acudió a la máscara de la fórmula de «justicia social»; nadie sabe exactamente lo que significa, pero por la misma razón sirvió de varita mágica que derrumbó todas las barreras a las medidas arbitrarias. Distribuir favores a expensas de algún otro, quien no puede ser fácilmente identificado, llegó a ser la manera más atractiva de comprar el apoyo de la mayoría. Pero un parlamento o un gobierno que se transforma en una institución de caridad se expone a un chantaje irresistible. Y pronto dejan de ser los «méritos», pasando a ser exclusivamente las «necesidades políticas», las que determinan cuáles grupos serán favorecidos a expensas generales.
Esta corrupción legalizada no es culpa de los políticos; ellos no pueden evitarla si quieren obtener posiciones desde donde pueden hacer algún bien. Pasa a ser una característica estructural de cualquier sistema donde el apoyo de la mayoría autoriza medidas especiales que buscan mitigar descontentos particulares.
Sólo un cuerpo legislativo confinado a dictar reglas generales, y una agencia gubernamental que puede usar la coerción solamente para hacer cumplir reglas generales que no puede cambiar, pueden resistir tal presión; una asamblea ilimitada no puede.
Privado de todo poder de coerción discrecional, el gobierno podría todavía discriminar en los servicios que presta, lo que sería menos nocivo y podría evitarse más fácilmente. Una vez que el gobierno central no posee poder de coerción discriminatorio, la mayoría de los servicios podrían ser y probablemente debieran ser delegados a corporaciones regionales o locales que compitan por los residentes otorgando mejores servicios a costos menores.
Separación de poderes para evitar un gobierno ilimitado
Parece evidente que una asamblea representativa nominalmente ilimitada («soberana») será guiada progresivamente a extender constante e ilimitadamente los poderes del gobierno. Parece ser igualmente claro que esto puede evitarse sólo dividiendo el poder supremo entre dos asambleas distintas elegidas democráticamente, i.e., aplicando el principio de la separación de poderes en el nivel más alto.
Estas dos asambleas, distintas por supuesto, tendrían que estar constituidas de distinta forma si la legislativa va a representar la opinión del pueblo sobre qué tipo de acciones gubernamentales son justas y cuáles no lo son, y la otra asamblea, gubernamental, fuera a estar guiada por la voluntad del pueblo sobre las medidas particulares a ser tomadas dentro del marco dictado por la primera. Para este segundo objetivo —que ha sido la ocupación principal de los parlamentos existentes— las prácticas u organización de los parlamentos han resultado adecuadas, especialmente su organización en cauces de partidos, lo cual es realmente indispensable para la conducción del gobierno.
Pero no sin razón los grandes pensadores políticos del siglo dieciocho, sin excepción, desconfiaron profundamente de las divisiones partidistas en un verdadero cuerpo legislativo. Difícilmente puede negarse que los parlamentos existentes son muy inadecuados para una legislación apropiada. Ellos no tienen ni el tiempo ni el estado de ánimo para hacerlo bien.
– Este artículo «La pérdida del ideal democrático» pertenece a una serie de tres artículos titulados «El ideal democrático y la contención del poder», transcrito aquí dado que expone la problemática dedicada por Hayek, en los que entra con más detalle en los otros artículos. Cada uno de ellos lo podéis encontrar en la red en los enlaces siguientes:
– I. La pérdida del ideal democrático (1/3)
– II. Opinión de la mayoría y democracia contemporánea (2/3)
– III. La contención del poder y el derrocamiento de la política (3/3) – See more at: http://bitnavegante.blogspot.com.es/2014/10/ideal-democratico-y-contencion-del-poder.html#sthash.5fqxVFOy.dpuf