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Más de mil europeos acuden al país helvético cada año en busca de una muerte sin perjuicios legales. Al complejo proceso burocrático se suman los más de 5.000 euros que cuesta el proceso, sin contar desplazamientos y otros gastos.
José Bautista | La Marea |
Conceptos que se mezclan, indefiniciones legales, prohibiciones, rígidas fronteras vestidas de ética y un largo etcétera en el que miles de personas siguen sintiendo un profundo dolor que hace de sus vidas un padecimiento del que sólo creen poder librarse a través de la muerte. La eutanasia y el suicidio asistido continúan siendo dos prácticas penalizadas en la mayor parte de Europa, donde únicamente algunos casos polémicos y esporádicos que saltan a los medios consiguen reabrir el debate sobre el reconocimiento del derecho a morir. Junto con Bélgica y Luxemburgo, Holanda es uno de los pocos Estados en los que la eutanasia y el suicidio asistido están regulados, aunque ninguno de estos tres países es visto como destino entre quienes buscan ayuda para morir. En el caso holandés, la ley se basa en la estrecha relación que paciente y médico mantienen en el tiempo, lo que dificulta que los extranjeros puedan recibir asistencia para morir con dignidad.
Recientemente, el caso de una joven holandesa, cuyo nombre permanece en el anonimato, reabrió el debate. Tras un largo y complejo proceso de decisión, la joven logró que la sanidad pública de su país le suministrase una inyección letal. Su situación no se correspondía con la del estereotipo de persona mayor, enferma terminal, inmóvil y postrada en la cama, pero su sufrimiento, según sus médicos, no era menor: a la década de violaciones desde la infancia le siguieron 15 años de depresión crónica, anorexia nerviosa y un estrés postraumático inmune a las terapias. Tras agotar todos los tratamientos posibles, los médicos concluyeron que su caso era incurable e hicieron realidad su deseo de morir.
No existen estadísticas oficiales sobre el número de suicidios frustrados o que acaban en accidente debido a la falta de un marco legal que garantice un procedimiento seguro para quienes no vislumbran esperanzas de mejorar su calidad de vida y desean morir de forma digna y segura. La prohibición de estas prácticas es parecida en Reino Unido, Francia, España y otros países europeos, aunque no en todos se persigue con la misma rigidez.
En Reino Unido, donde las decisiones judiciales sientan precedente con rango de ley, en 2012 los tribunales pidieron a la Cámara de los Lores (Parlamento) que se posicionara para dirimir el caso de Debbie Purdy, una enferma de esclerosis múltiple que decidió viajar a Suiza para recibir una muerte asistida y que no quería que su marido enfrentara 14 años de cárcel por ayudarla en el viaje. Purdy ganó la batalla y sentó un pequeño precedente, aunque desde entonces han sido bloqueados todos los intentos para despenalizar el suicidio asistido. Unos meses después de que Purdy suscitara el debate, el caso de Tony Nicklinson volvió a sacudir a la opinión pública británica: tras sufrir una apoplejía en 2005 y ser diagnosticado con el síndrome del cautiverio (the locked-in syndrome), este británico solicitó ayuda médica con la que poner fin a lo que definió como “una pesadilla en vida”, pero los tribunales le negaron ese derecho. Tras siete años de batallas legales, Nicklinson murió al negarse a ser alimentado. A diferencia de Purdy, no estaba capacitado para subir a un avión con destino a Zúrich. Su mujer recibió la última sentencia negando asistencia médica para el suicidio en 2013, cuando ya llevaba varios meses muerto.
En Francia la ley también prohíbe estas prácticas y sólo concede cuidados paliativos de los enfermos terminales, una medida incorporada en 2005 después de que el veinteañero Vincent Humbert, tetrapléjico, ciego y mudo tras sufrir un accidente, colocara la reflexión sobre la eutanasia en primera línea. “Mientras Francia no cambie su ley, tendremos que irnos al extranjero para un suicidio médico asistido”, explica Dominique, viuda de Hervé, quien decidió viajar a Suiza para morir tras saber que su atrofia multisistémica era incurable.
La opción suiza
Son pocas las familias que acceden a hablar con los medios para explicar el calvario por el que pasa un enfermo terminal para recibir una muerta asistida en el extranjero. Siguiendo el consejo de la asociación española Derecho a Morir Dignamente (DMD), en 2011 Nuria decidió contar a El Periódico de Catalunya los obstáculos que ella y su hermana tuvieron que enfrentar para ayudar a que su padre, un barcelonés de 80 años y enfermo de tuberculosis, hiciera realidad su deseo de morir con la ayuda de Dignitas, una fundación suiza que recibe a enfermos extranjeros que anhelan un suicidio asistido. Dignitas tiene 7.291 socios de todo el mundo, entre ellos 71 españoles, según datos de 2015.
Cada año, más de mil europeos, entre los que destacan alemanes y británicos, viajan a Suiza en busca de una muerte digna y sin perjuicios legales para sus familiares y amistades. La edad media de quienes buscan morir en el país helvético es de 69 años y las enfermedades neurológicas son las más comunes, según el Instituto de Medicina Legal de Zúrich. La legislación helvética prohíbe la eutanasia, pero un vacío legal permite que, respetando ciertas condiciones, determinados enfermos puedan recibir ayuda indirecta para morir. La gran condición: tras exponer las razones para acabar con la vida propia y demostrar plena consciencia para decidir, debe ser el paciente quien se administre la dosis que acabará con su vida.
Dignitas es la más grande de las seis asociaciones suizas sin ánimo de lucro que defienden el derecho a una muerte digna. Ludwig Minelli, su octogenario fundador, explica que desde que creó Dignitas en 1998 ha visto a gente tan desesperada que incluso llegaba a Suiza sin documentos y sin hablar una palabra de inglés o alemán. Minelli defiende a ultranza el derecho a morir de quienes así lo deseen, incluso el de quienes no quieren que el avance de la vejez se apodere de su cuerpo y mente. “No discutimos razones morales. ¿Qué moral? ¿La católica? ¿La musulmana? ¿La budista? Nosotros trabajamos sobre la base atea de autodeterminación”, dice Minelli. Ahora lucha por romper la prohibición que impide asistir en el suicidio a quienes padecen trastornos mentales como la depresión. Responde así a quienes le acusan de dañar la imagen de un país que “ya era famoso por el turismo de evasión fiscal”.
Quienes piden un suicidio asistido en Dignitas deben pasar un minucioso proceso de selección para determinar si son aptos para recibir tal ayuda antes de que el enfermo viaje junto a familiares o amigos a la sede de la fundación, cerca de Zúrich. Tras el papeleo, el enfermo se desplaza a una casa azul de interior sobrio en el que los auxiliares preparan sus últimas horas de vida. Los testimonios de familiares y amigos y hasta un documental de la BBC dan cuenta de la delicadeza con que se desarrolla el proceso: el paciente puede escuchar música, despedirse de su familia o dar marcha atrás. Mientras, los empleados instalan una cámara de vídeo y preguntan repetidamente a la persona si está segura de la decisión que ha tomado. Cuando el enfermo se siente preparado, un empleado le entrega un protector estomacal para evitar el vómito y, media hora después, 15 miligramos de la dosis letal mezclada con agua.
A los pacientes sin capacidad motora se les acerca un vaso con pajita para respetar la ley al pie de la letra. Después, algunos ingieren chocolate, zumo u otro alimento dulce para aliviar el sabor amargo del barbitúrico. Al cabo de tres minutos el paciente se duerme, entra en coma y finalmente fallece en compañía. Después, los auxiliares llaman a la policía y ésta rellena un informe basándose en el vídeo.
Alto coste económico
Recibir asistencia para morir en Suiza es un lujo que no está al alcance de todos. Al complejo proceso burocrático para justificar el deseo de muerte se suman los casi 2.000 euros que cuesta inscribirse en la lista de espera de Dignitas, abierta únicamente a quienes previamente se dieron de alta como socios y abonaron la cuota anual de 72 euros. Después hay que sumar los casi mil euros de los honorarios de los dos médicos suizos que deben validar los documentos sanitarios del país de origen y, finalmente, los 2.400 euros que cobra la fundación para minutas legales y el salario de los auxiliares que organizan el proceso. Además, hay que sumar los desplazamientos, un gasto a menudo inasumible para quienes necesitan viajar con dispositivos de respiración asistida y otros sistemas propios de un hospital. Muchas personas no pueden siquiera subir a un avión, por lo que están condenadas a la voluntad de los legisladores de su país o a la ilegalidad.
Canadá es el último país que se incorpora al reducido grupo de naciones con una legislación pensada para aliviar el tormento de las personas con enfermedades incurables o en fase terminal. En abril, anunció un nuevo marco legal que despenaliza la eutanasia y reconoce el deber del Estado de facilitar los medios para poner fin al calvario de quienes padecen “un sufrimiento insoportable”. Tras Oregón, Washington, Montana y Vermont, California es desde septiembre de 2015 el último Estado de EEUU en aprobar una iniciativa que permite a los pacientes terminales tomar la decisión de morir con ayuda de un médico que le prescriba los medicamentos.
La creciente popularidad de los partidos conservadores en Europa aleja la posibilidad de un giro en la misma dirección de Canadá, aunque en el caso de España, la DMD se muestra más optimista que antaño debido a la irrupción de nuevas fuerzas políticas que incluyen en sus programas la despenalización del suicidio asistido o la eutanasia.
Demagogia aparte. La eutanasia feliz es un privilegio solo al alcance de los ricos.