‘Un ser vivo no puede realmente morir pues de hacerlo moriría el universo’

El astrónomo Carl Sagan, quien es responsable, entre otros, de crear una visión espiritual dentro de la ciencia sin requerir del teísmo, alguna vez dijo que para crear una cosa relativamente sencilla como un pay de manzana, en realidad se necesitaba, como «ingredientes», la totalidad del universo. Es decir: para que el pay de manzana pueda existir, antes necesita existir la totalidad de lo existente. Esta expresión tenía como fin crear una sensación de asombro y pertenencia cósmica, en una madeja de interdependencia.

Gottfried Leibniz, quien fue un pensador de primer orden, de un nivel muy superior a Sagan, alguna vez escribió: «Un ser vivo no puede morir al menos de que todo el universo muera también». La frase de Leibniz es más contundente e implica algo realmente asombroso, mucho más que ser «polvo de estrella», si bien es mucho más controvertida si se tiene en cuenta los postulados comunes de la ciencia moderna. Más adelante, en la misma carta citada, advierte a un lector insensato que de haberle leído con cuidado éste habría notado: 

cómo siempre hay caracteres en la imaginación que corresponden con los más abstractos pensamientos -como se puede ver con la aritmética y el álgebra-; y habría visto también como estos espejos que él llama magia por convención, estas mónadas, representan el universo. Sólo Dios tiene la penetración para verlo todo en ellas. Pero eso no impide que todo este representado allí, y uno debe de saber que en la más mínima porción de la materia, aquel que sabe todo lee la totalidad del universo en virtud de la armonía de las cosas.

Leibniz está hablando, por supuesto, de su monadología, una de las teorías filosóficas más poéticas y  fantásticas jamás concebidas. Leibniz entiende que la materia no existe realmente, la teoría atómica es lógicamente insostenible, lo que existen son mónadas, sustancias mentales o unidades de percepción y apetito en las cuales se representa la totalidad del universo. Estas mónadas son ventanas a través de los cuales Dios toma una perspectiva, tanto potencial como actual y tanto conociendo lo particular –el ángulo específico de la visión de cada mónada– como la totalidad, teniendo en sí la perspectiva de la totalidad. Las mónadas son descritas como «un jardín lleno de plantas o un pantano lleno de peces. Pero cada rama de una planta, cada órgano de un animal, cada gota de  sus fluidos corporales es a su vez un jardín similar o un pantano similar». Leibniz parece anticipar nociones populares de la ciencia y la espiritualidad contemporánea como los fractales y la teoría holográfica.

La visión de Leibniz es majestuosa, de una grandeza difícil de igualar. Su idealismo orgánico y matemático sería enormemente influyente en Alfred North Whitehead, si bien desde una visión orientada en el proceso inmanente de la realidad: Dios no como el creador, sino como el resultado o la creación misma de esta naturaleza intrínsecamente inteligente que se expande y conoce a sí misma. Notablemente Leibniz (junto con Whitehead) está siendo y merece ser resucitado por el movimiento del panpsiquismo en la ciencia y en la filosofía que gana tracción. Lo que somos, sugiere Leibniz, es una expresión de la totalidad, una fulguración de una divinidad eterna pero incesantemente creativa, deseando, como si fuere, infinita novedad, nuevas perspectivas para experimentar su perfección trascendente.

No somos una cosa sólida y sustancial: somos una ventana a través de la cual la inteligencia divina se mira, una ventana que está siendo constantemente atravesada por la luz del infinito. 

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