El maestro Taisen Deshimaru enseñó y transmitió la práctica del verdadero Zen en Occidente, desde 1967 hasta 1982. Heredero de la tradición transmitida sin interrupción desde el Buddha Shakyamuni –Bodhidharma, Dôgen, Sawaki– hasta nuestros días, Deshimaru fue el primero en introducir esta práctica en Europa.
En este fragmento de su libro Zen verdadero, Deshimaru explica con sus propias palabras los motivos que le llevaron a convertirse en monje zen, empezando por sus inicios de juventud y mostrando sus inquietudes espirituales, así como el contacto con su maestro y el descubrimiento de la práctica Zazen.
Mi infancia fue feliz y sin preocupaciones. Mi padre, un importante funcionario del Estado, era un hombre acaudalado. Tanto él como mi madre me amaban mucho e hicieron que recibiese una excelente educación escolar y universitaria.
Pero al llegar a la adolescencia, la edad en que se pone todo en cuestión, no estaba satisfecho de la existencia en general, ni de la mía en particular.
Me hallaba lleno de dudas en cuanto al budismo tradicional, a su enseñanza esotérica, sus cultos y sus reglas. No tenía fe. Me propuse estudiar la Biblia y la religión cristiana. A menudo, los domingos me acercaba a la iglesia. Pero tampoco el cristianismo llegó a satisfacerme.
Mis estudios universitarios de derecho y económicas no podían colmar mi vida ni responder a mi búsqueda. Quería descubrir una verdadera filosofía, una verdadera religión. Pues nada me satisfacía.
Cuando miraba alrededor veía al hombre moderno encadenado por él mismo y por la civilización. Lo veía, ávido de riquezas y de honores, lanzarse a la conquista de posesiones materiales y a la búsqueda de placeres. Y esto no parecía tener nunca culminación ni fin, porque los deseos son insaciables. La satisfacción embota la sensibilidad y engendra otros deseos, y así infinitamente.
Una búsqueda tal suscita la envidia y los celos, conduce al odio y lleva a conflictos sin fin. Trasladada a las naciones, esta inquietud genera problemas sociales, revoluciones, guerras.
Asistía por otra parte al condicionamiento cada vez más fuerte que afectaba al individuo. Comprendía que las técnicas modernas de información restringen la libertad individual llegando a alienarla completamente.
Me venía a la memoria aquella historia china, que me contaba mi madre de niño, antes de dormirme: «Una banda de titiriteros daba un espectáculo al aire libre y el gentío rodeaba el escenario donde actuaban. Detrás de los espectadores, bastante alejado, se hallaba un enano que por supuesto no podía ver ni oír nada de lo que ocurría en el escenario. Sin embargo, cada vez que la gente reía y aplaudía, él también reía y aplaudía.»
Símbolo de la abdicación de la libertad del individuo y de la alienación del ego. Fenómenos que constatan muchos filósofos contemporáneos, pero que la filosofía no puede remediar, ni tampoco los sistemas religiosos, pues están sometidos a las fuerzas que suscitan estos procesos de condicionamiento.
El hombre moderno se deja llevar sin saber adónde va.
La historia japonesa de Hachikō, citada frecuentemente, es una ilustración de esto. Se llegó a hacer una canción popular:
«Había un indolente muchacho
que iba soñando sobre su caballo», etc.
… y sucedió que su montura se paró delante del puesto de un vendedor de granos y se puso a devorar la avena. El vendedor salió de la tienda furioso y le dio una fuerte palmada en la grupa al caballo que escapó a galope tendido, llevando al pobre Hachikō, aterrorizado, agarrado al cuello de la bestia.
Pasó como una flecha por delante de un amigo que le gritó: «¿Adónde vas, Hachikō?» A lo que éste respondió: «¡No lo sé, pregúntale al caballo!»
La ciencia, las nuevas técnicas, los sistemas políticos y económicos llevan al mundo moderno a galope tendido. Pero ¿adónde lo llevan? Todas estas cuestiones, todos estos problemas, permanecían sin respuesta dentro de mí.
A los diecisiete años, siendo aún estudiante, fui un día a un templo Rinzai a visitar al maestro A. (Ahora es el jefe de la escuela Rinzai.) Me animó a pasar una temporada en un templo de Kamakura, cerca de Tokio. Aproveché esta invitación en las primeras vacaciones que tuve, teniendo al mismo tiempo el propósito de bañarme y gozar del sitio. Pero en este templo de Kamakura, la disciplina rinzai era muy severa, había que levantarse de noche a las dos de la madrugada para hacer zazen. No había maestro propiamente dicho, sino un monje joven que manejaba el bastón enérgicamente, un bastón enorme, muy largo, muy distinto del kyōsaku del Sōtō Zen. Numerosos mosquitos se albergaban también en el templo, y durante zazen, me veía obligado a moverme para espantarlos, a cada movimiento, el monje me daba un gran golpe de bastón. Aunque era muy robusto a esa edad (era quinto de yudo) levantarme a las dos de la mañana me costaba mucho y a veces me adormecía, lo que era motivo para más golpes de bastón. Tenía la espalda ensangrentada. Me hubiera gustado marcharme de ese dōjō, pero me había prometido a mí mismo permanecer una semana.
Casi al final de los siete días, una mañana, el monje al darme el golpe (quizás porque él también estaba adormilado) me golpeó la cabeza y no el hombro, sin pensarlo dos veces le propiné una tanda de golpes. Todos los practicantes se habían levantado y miraban la escena escandalizados. Yo gritaba: «¡Esto no es el zen! ¡Esto no es religión!» Todos me rodearon para detener la tunda de palos, pero les hice retroceder y me escapé.
Cuando llegué a la celda del maestro A. le dije: «¡No me gusta el zen, quiero irme!» El maestro estaba muy sorprendido. Entonces apareció el monje al que había vapuleado quejándose con vehemencia del escándalo que yo había montado en el dōjō. El maestro estalló en carcajadas: «¡Eso es el verdadero zen!»
Tras abandonar el templo, ¡tragué seis tazones de soba (pasta de trigo sarraceno) para compensar el régimen de arroz integral y dormí dos días enteros!
Cuando evoco este incidente, deploro mi mal carácter, pero aun así, un año después, visitando un templo de la escuela Sōtō, encontré a mi maestro Kōdō Sawaki.
Al principio no me enseñó zazen, aunque yo quería probar. En su dōjō él dirigía personalmente el zazen, y enseñaba con bondad y dulzura. Me enseñó con calma la postura correcta. Cuando pedía el bastón, me daba un golpe en el sitio exacto, sobre el hombro (¡y no en la cabeza!). Me impresionó su enérgica dulzura y comencé a frecuentar su templo.
Me prestó numerosos libros zen; los leí todos, pues lo quería estudiar a fondo. Pero el maestro me dijo que no era solamente leyendo libros como se podía llegar a alcanzar la comprensión: era preciso, antes que nada, hacer zazen asiduamente.
Aun así, después de la práctica de zazen, quería leer, pero cortaban la luz a las nueve de la noche.
Cuando todos dormían, me levantaba para ir al jardín a hacer zazen bajo los pinos y leía aprovechando el claro de luna. Las noches sin luna, leía en mi celda, al resplandor que reflejaba la nieve en invierno, o en verano, con la luz de las luciérnagas que aprisionaba en una gasa. En primavera y en otoño, sin nieve y sin luciérnagas, leía al magro resplandor de las varillas de incienso.
Mi práctica de zazen fue intensa; durante el verano, practicaba a pesar del calor y del sudor; en invierno, lo hacía en viejos templos con las ventanas rotas, por las que entraba la nieve que se amontonaba sobre mis rodillas y mis manos. No me movía y no sentía el frío. Mi cuerpo estaba ardiendo debido al zazen, el espíritu estaba libre y en calma.
Mi experiencia puede parecer muy difícil, pero yo no la he vivido como tal. Estoy siempre feliz, tranquilo, libre. Mi karma complicado ha sido un alimento para mi espíritu.
MI ENCUENTRO CON EL MAESTRO KŌDŌ SAWAKI
Hace ahora treinta y dos años.
Cuando vi por primera vez a mi venerado maestro Kōdō Sawaki, su rostro tenía una expresión muy dura, casi feroz, como la de Bodhidharma en los retratos que se le atribuyen. Pero su espíritu era cálido y estaba lleno de amor.
Fui a escucharlo cuando dio una conferencia y lo vi en postura de zazen. Quedé vivamente impresionado.
Sobre todo me emocionó por los asuntos que trató y que respondían a lo que yo estaba buscando:
• ¿Cuál es el objeto de nuestra existencia, de nuestra vida? ¿Para qué vivimos? ¿Para qué trabajamos? ¿Para qué nos alimentamos? ¿Por qué hemos nacido y hemos venido a este mundo?
• ¿Qué es lo más importante en nuestra vida? ¿Cuál es nuestra felicidad más elevada?
• Nuestra mayor felicidad no está en el dinero, en los honores o en la búsqueda del placer. Todo eso es efímero y pasajero.
• Nuestra vida es en verdad efímera. Parecida a un sueño, a una pompa de jabón, a una sombra, a un relámpago.
• Entonces es preciso retornar a la meta más elevada, a una búsqueda fundamental y, etimológicamente hablando, radical.
• Nuestro problema es el mismo que el de los antiguos: enfrentarse a nuestra vida, en el presente.
• El río no se detiene nunca. Su corriente está siempre en movimiento. No cesa jamás de fluir.
Tales eran los temas esenciales de la conferencia de mi maestro. Al escucharlo experimenté una gran atracción hacia él y me atrapó su encanto indefinible.
El maestro Kōdō Sawaki no tenía el aspecto de un religioso o un monje ordinario. No tenía templo. Vivía en tránsito, en casas o en templos, pues viajaba constantemente, dando conferencias sobre el zen por todo Japón.
Se podía comparar con una nube del cielo, o con el agua del río. Cada palabra de sus conferencias provocaba en mí una impresión profunda, como también los hechos y gestos de su vida cotidiana y sus palabras más insignificantes.
Me impresionaba sobre todo verlo en postura de zazen, tenía una postura bella, solemne y simple, como la de un buddha vivo. La consideraba la más perfecta del mundo.
Un día le pregunté: «¿Por qué hace usted zazen? ¿Qué fin persigue practicando zazen?» Me respondió: «Practico sin meta. Para nada.»
Me dejó muy intrigado esta respuesta y me sentí muy interesado, pues en este mundo todos trabajamos con una meta, con una idea, con un objetivo. Todos queremos dar y recibir. Y pensé que concentrarse y hacer todos estos esfuerzos sin ningún fin era sorprendente y digno de respeto.
¿Acaso no dijo Kant «La verdadera belleza no puede existir más que allí donde no haya una relación de interés»? La vida espiritual más elevada para el hombre tan solo puede ser alcanzada allí donde no hay ni búsqueda de provecho, ni temor de pérdida.
Entonces le pregunté al maestro Kōdō Sawaki si me aceptaba como discípulo, y le pedí que me hiciese monje. «Por favor, aceptadme como discípulo.» Me respondió: «No tenéis necesidad de convertiros en monje, pues la actitud profesional de “monje de carrera” no es buena. Si queréis llegar a ser un verdadero monje zen, venid a practicar zazen conmigo. No tenéis necesidad de afeitaros la cabeza, de vestiros de monje, de abandonar vuestra familia, ni de vivir en un monasterio.» Para llegar a ser un monje en espíritu, no era necesario cambiar mi modo de vida.
Entonces me ofreció su rakusu (el pequeño kesa), signo de que me aceptaba como discípulo. Me dio también un viejo cuaderno de notas donde encontré las frases siguientes:
Zazen es aprehender algo del espíritu del Buddha por la experiencia.
Zazen es cambiar radicalmente nuestro propio espíritu. Zazen es una revolución fundamental en nuestra vida.
Zazen es renacer, descubrir una nueva vida.
Zazen es pasar bajo un arco de triunfo. Es la victoria más grande de nuestra vida.
El verdadero zazen es la gran puerta para penetrar el secreto del budismo. Y zazen es él mismo el secreto y la esencia del budismo.
Zazen es el mismo satori (el despertar). El satori no es más que la práctica de zazen.
Zazen no es ni austeridad, ni mortificación. Es el verdadero acceso a la felicidad, a la paz, a la libertad.
Zazen es la recreación de sí mismo y la comprensión del verdadero sí mismo.
Zazen no es ni un razonamiento, ni una teoría, ni una idea. No es un conocimiento que tiene que atrapar el cerebro, es tan solo una práctica.
Zazen no es un juego dialéctico, ni un concepto filosófico. Zazen es la suprema sabiduría. Es encontrar la verdadera libertad de nuestro espíritu.
Zazen es la apertura del hombre hacia lo último y su posibilidad de experimentar la respuesta de lo último.
Zazen es la transmisión del verdadero espíritu del maestro al discípulo. Es una transmisión directa, una comunicación inmediata, de espíritu a espíritu, de ser a ser.
Zazen es el abandono de todo nuestro yo. Es el olvido de nuestro yo. Es la total renuncia a ese yo. Pues no podemos encontrar todo más que abandonando todo.
Zazen es fundirse con todo el universo.
A partir de ese momento, hace ya treinta años, he continuado practicando zazen. Seguía a mi maestro adondequiera que iba. Éramos como el cuerpo y su sombra. Hasta su muerte.
Solo la Segunda Guerra Mundial nos separó por algunos años. Aun así, durante ese período permanecí siempre en relación epistolar con mi maestro. Le contaba mis aventuras y me esforzaba por seguir sus consejos.
Sucedió que tuve que viajar durante cuarenta y cinco días en un barco cargado de dinamita que formaba parte de un convoy de unos cincuenta barcos japoneses que se dirigían a Indonesia. Los submarinos americanos merodeaban alrededor y nos torpedeaban sistemáticamente. Veía, como día, tras día, uno tras otro, iban desapareciendo todos los barcos del convoy.
Pronto solo quedamos unas pocas unidades. Un miedo aterrador se apoderó de los que me rodeaban. Algunos cayeron presos de la locura y se tiraron al mar, incapaces de vivir esperando la muerte.
Sin embargo, yo continuaba haciendo zazen sobre la dinamita, tranquilamente. Solo la práctica de zazen podía liberarme interiormente de ese ambiente.
Un día llegó nuestro turno, el largo cigarro del torpedo alcanzó nuestro carguero y éste explotó. Salí proyectado hacia el mar. Encontré un madero flotando y me agarré a él. Al día siguiente, un torpedero japonés me recogió.
En el campo de batalla, estando en las trincheras también practiqué zazen.
En Indonesia hice muchos amigos a los que enseñé zazen. Practicábamos juntos en la selva o en la montaña. Se lo escribí contándoselo a mi maestro y me respondió: «Ámalos, por encima de las nacionalidades. Todos son mis hermanos. Espero enseñar zazen a todos los pueblos de la tierra. Espero que esta guerra termine para poder llevar la paz a los espíritus.»
Me enteré un día de que un centenar de chinos, europeos e indonesios (algunos eran amigos míos) habían sido hechos prisioneros por la policía militar japonesa e iban a ser ejecutados. Sabía que era por error y pedí, sin resultado, a la policía militar que los liberase. Acordándome de la carta de mi maestro resolví ayudarlos.
Cada noche penetraba en la prisión a escondidas y les llevaba alimentos, cigarrillos y cartas de su familia.
Fui sorprendido una noche por la ronda y arrojado al calabozo. Escribí una carta al general en jefe de las fuerzas de ocupación explicándole el error de la policía militar. Esta intervención tuvo éxito: el jefe de policía fue destituido y todos los prisioneros liberados.
Reemprendí con mis amigos la práctica de zazen.
Después de la guerra, volví a encontrarme con mi maestro. Durante varios meses “en las altas montañas y en los valles oscuros” del Japón practiqué el retiro y el silencio, haciendo zazen y comiendo sopa de arroz.
Un poco antes de la muerte de mi maestro, y con su autorización, me convertí en monje. Me entregó entonces sus tres kesa tradicionales y sus hábitos de monje. Recibí también en herencia todas las cosas importantes que poseía, sobre todo sus numerosos libros y documentos sobre la verdadera tradición secreta del maestro Dōgen y de Bodhidharma. Me aconsejó que leyera la vida de los grandes monjes zen del pasado y que siguiera su ejemplo.
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