¿Qué relación guardan las imágenes de las fantasías con la realidad? ¿Cuál es la materia de los sueños? En este artículo, Ernesto Priani aborda sendas preguntas dialogando con dos filósofos fundamentales para el tema: Aristóteles y Ficino.
Por Ernesto Priani Saisí, filósofo
I
El 16 de septiembre de 2013, Andrew Marantz escribía un artículo en el New Yorker titulado Unreality Star en el que, refiriéndose a los delirios de la esquizofrenia, decía:
«La enfermedad mental tiene reglas. De la misma forma que todos los idiomas, comparte una gramática universal, las alucinaciones clínicamente reconocidas están conformadas por un grupo familiar de temas, incluyendo persecución, grandiosidad y erotomanía. La forma es fija, el contenido no».
Aunque parezca extraño, el artículo sugiere que las alucinaciones están formadas por algo sujeto al paso del tiempo. El reportaje de Marantz abre la puerta a algo que merece una exploración más profunda. No se trata de si el contenido de los episodios alucinatorios tiene o no valor clínico, o si posee o no un significado específico —más allá, pues, de si revela o no algo de la enfermedad, como afirma el psicoanálisis—. En realidad, y dicho en términos muy amplios, el artículo lleva a intuir el carácter histórico del contenido de las alucinaciones, de su cuasi corporalidad, frente a una aparente naturaleza «ahistórica» de la estructura de la esquizofrenia en general.
Así, habría una historia y una geografía de la materia de las alucinaciones a lo largo del tiempo y del espacio, porque el contenido de los delirios no sería idéntico en China que en Paraguay, a principios de siglo que en la actualidad. Esa historia tendría, además, que formar parte de una amplia historia cultural, vista desde la perspectiva de la subjetividad.
Pero, para que esa historia sea posible, es necesario interrogarse sobre esa corporalidad de las alucinaciones. ¿A qué tipo de cuerpo nos referimos? ¿Es una corporalidad exclusiva de las alucinaciones o es extensible hacia otras formas imaginarias como los sueños, las fantasías, las imágenes, que tendrían igualmente un cierto cuerpo y, por ende, una historia? ¿Pero qué tan claro es que todas nuestras fantasías, o nuestros sueños, tienen un origen perceptual y los «cuerpos fantásticos» se forman directamente de lo que acontece en el mundo? En fin, ¿de qué materia están hechos los sueños?
El artículo de Marantz sugiere el carácter histórico del contenido de las alucinaciones frente a una aparente naturaleza «ahistórica» de la estructura de la esquizofrenia en general
II
Es verdad que Aristóteles ya había observado que nuestras fantasías tenían como fuente nuestra percepción. En un pasaje de Sobre el alma citado ya infinidad de veces, el estagirita dice:
«La imaginación es, a su vez, algo distinto tanto de la sensación como del pensamiento. Es cierto que de no haber sensación no hay imaginación y sin esta no es posible la actividad de enjuiciar».
Con el término phantasia, Aristóteles introduce una diferencia entre, por un lado, el proceso por el cual las imágenes aparecen en nosotros y, por el otro, los procesos de sentir y de juzgar con los que formaría una cadena. Así, por la percepción se producen sensaciones desde donde se generarán los contenidos de la fantasía y esta, a su vez, produciría las imágenes que servirán para el juicio. El camino que sigue Aristóteles tiene un interés epistemológico, pues persigue la intención de entender cómo desde las cosas mismas se puede avanzar hacia los enunciados verdaderos sobre ellas. La cuestión es que, al andar por él, el estagirita dará con un territorio que resultará, por decir lo menos, demasiado fértil.
Phantasia en griego deriva del verbo phanrazó, que significa «hacer aparecer». Con ella se hace referencia al fenómeno de experimentar la aparición de una imagen en nuestra cabeza, como cuando alguien dice «su auto» para referirse al coche de un amigo y somos capaces de «ver» interiormente a qué modelo de auto se refiere, e incluso si tiene una abolladura.
El territorio definido por Aristóteles —la imaginación— fue descubriéndose, con el paso del tiempo, como compuesto por una naturaleza tal que parece no ceñirse a lo que la percepción y el juicio le proporcionan y le exigen, sino ser tan fecunda como para ser ella misma no sólo independiente, sino incluso influir en la percepción y el juicio.
III
Todos sabemos de primera mano que uno de los rasgos más inquietantes de la fantasía o de los sueños, mientras no caemos en cuenta de que se trata precisamente de una fantasía o de un sueño, es su capacidad para hacerse pasar por real. La fantasía, como la pensó Aristóteles, no permite explicar este costado de ella, pues el interés estaba puesto en mostrar cómo esta transmite de manera fidedigna lo percibido a través de los sentidos hacia el juicio.
En realidad, para adentrarse en el aspecto ilusorio de la fantasía y el sueño se requiere hacer primero otro tipo de pregunta. Una que se refiera a la manera sobre cómo está conformado lo que existe, una que nos ayude a explicar por qué la misma facultad que nos ayuda a conocer el mundo puede también engañarnos.
Marsilio Ficino, un filósofo florentino de Renacimiento, reparó en este problema al comentar uno de los diálogos de Platón, el Sofista, donde se hace una minuciosa descripción de ese personaje, maestro de retórica, que enseñaba a argumentar para convencer sin importar si los argumentos eran verdaderos o falsos. La cuestión fundamental que trata Platón es cómo es posible el arte mismo del sofista, un arte que describe como fantasmagórico porque intenta pasar lo que no es, como si lo fuera.
El momento culminante del diálogo es aquel donde el Extranjero, quien lleva la discusión, pide a su interlocutor que no lo considere un parricida, porque explicar los sofismas requiere negar la afirmación del filósofo Parménides, quien sostenía que sólo el ser es. El engaño, piensa el Extranjero, sólo puede ocurrir cuando aquello que no es, es de alguna forma. De otro modo no habría la posibilidad de ser timado, pues la ilusión no tendría lugar en un mundo donde solo las cosas que son existen.
El mérito de Platón se encontraría, para Ficino, en mostrar cómo lo no existente posee una cierta forma de existencia y también en permitir un giro en la apreciación del valor de una facultad cuyo objeto propio son las imágenes ilusorias. Así, estas no sólo usurparían falsamente, con engaños, la realidad, sino que además nos dejarían aprender algo más del lugar y del modo en que existimos y comprendemos. Serían una vía de conocimiento además de, por supuesto, una fuente inagotable de ilusiones.
Ficino afirma que las imágenes tienen una forma de existencia. Pero va un poco más allá, porque dice que tienen una existencia distinta a la de las cosas de las que son imagen. La imagen de mí que aparece en el espejo no es la de mi cuerpo, porque no podría aparecer cortada. Necesita ser otra distinta. Por eso puedo ver mi cabeza en el cristal de la ventana, separada del tronco, como obviamente no podría ocurrir en la realidad sin, digamos, perder la vida. Las imágenes que son los objetos de la fantasía existirían así de manera autónoma y separada de aquello de lo que son imagen.
Uno de los rasgos más inquietantes de la fantasía o de los sueños es su capacidad para hacerse pasar por reales
Un corolario a esta afirmación es el siguiente: las imágenes no estarían solamente encadenadas al proceso de la percepción y al juicio, como pensaba Aristóteles. Por el contrario, serían captadas y/o producidas por la imaginación y la fantasía de manera autónoma y separadas de la percepción sensible y del juicio mismo. Por ese motivo serían capaces de inducir a una y a otro al engaño, además de, por supuesto, ayudarnos a comprender lo que sentimos y a formular un juicio.
Con este breve pasaje del Comentario al Sofista, Ficino deja establecido que la fantasía es un territorio autónomo e independiente que funciona a partir de reglas diferentes a las de otras facultades, porque sus objetos son distintos. La fantasía, y con ella las imágenes fantásticas en toda su variedad —desde las que constituyen las obras artísticas hasta las que brotan en nuestra cabeza, elaboradas o simples, pasando por los sueños—, constituyen un aspecto de lo que existe, un cierto grado del ser. La pipa en el cuadro de Magritte no es una pipa, pero es una de las formas de la existencia de las pipas: su imagen.
Hay, claro, una enorme dificultad en esta idea de Ficino: ¿cómo se producen las imágenes si no surgen de los cuerpos? Es decir, si no son proyección de las cosas en el mundo, entonces, ¿qué son? Además, ¿cómo es que hay esa superabundancia de fantasías? Es decir, ¿cómo es que hay infinitas imágenes fantásticas cuando los cuerpos son finitos?
Esa superabundancia nos conduce hacia otra de las consecuencias de pensar de este modo la fantasía: puede haber imaginaciones que no tengan un correlato en el mundo de las cosas. Pensemos en ejemplos muy simples: el Demiurgo y el minotauro. A ninguno de los dos los encontraríamos orondos, cruzando la calle; es verdad que podríamos encontrar figuras que los representan, pero eso no sería estrictamente encontrarlos como son imaginados: el minotauro sería entidad monstruosa, pero viva; y el Demiurgo, un semidios con poderes creativos y no un diminuto muñeco de peluche.
Estas diferencias tienen como origen no sólo la independencia de las fantasías y los sueños de las cosas, sino también el hecho de que, para Ficino, la materia forma el cuerpo de las cosas, y en el de las fantasías o los sueños, no. Volvemos, pues, al problema en el que iniciamos: ¿de qué materia están hechos los «cuerpos» de las fantasías, los sueños y las alucinaciones?
Los demonios, en la metafísica de Ficino, ocupan un lugar central en este problema. Son un recurso para lidiar con la dificultad de lo que está tratando: las imágenes fantásticas se forman en un punto de tránsito entre lo corpóreo, lo incorpóreo y lo inteligible. Requiere, pues, de un concepto —y cuál mejor que el de demonio— para expresar que se trata de un agente que puede transitar entre esferas ontológicamente distintas. El cuerpo de las fantasías no puede ser diferente, al menos en su concepción, al de los demonios. Debe tratarse de un cuerpo que pueda estar en ese espacio de tránsito entre lo incorpóreo, lo corpóreo y lo inteligible.
Las imágenes tienen una existencia distinta a la de las cosas de las que son imagen. La imagen de mí que aparece en el espejo no es la de mi cuerpo, porque no podría aparecer cortada
Pero a Ficino la tradición le heredó otro concepto idóneo para eso: los espíritus. Una sustancia, dirá Ficino en De amore, «casi alma, casi cuerpo». Concebido como el «cuerpo del alma», los espíritus son también el vehículo de la imaginación. Es, dice Robert Klein:
«… capaz de desligarse del cuerpo grosero y de establecer o restablecer, sobre todo en el sueño, contactos sobrenaturales. Los demonios, espectros, etcétera son de análoga naturaleza al ‘espíritu de la imaginación’ en su estado vagabundo».
En sentido general, los espíritus serían un vehículo casi material que transporta los mensajes del cuerpo al alma y del alma al cuerpo. De ellos dependen tanto la digestión como recordar la imagen de la amada cuando pensamos en ella. Gracias a ellos, las imágenes se hacen presentes dentro de nosotros y pueden ser creadas o modificadas por nosotros mismos. Así, los espíritus serían un modo de darle nombre a la parte corporal de la fantasía.
IV
Si las fantasías y los sueños tienen cuerpo, es nuestro cuerpo. Se inscriben en nosotros y a través de nosotros. No es nuestro cuerpo, sin embargo, lo único que ocupan. También se apoderan del alma y toman de ella el calor, la fuerza para estar vivas. Cuerpo y alma las dotan, cada vez que les damos cuerpo, de una cierta vida. Si Ficino tiene razón —y cada vez me parece más que la tiene— las imágenes existen con independencia de las cosas.
Esa independencia significa también que comparten ciertas cualidades con las cosas, aunque no del mismo modo: se manifiestan en el tiempo, y esa manifestación las dota de una historia de la cual nosotros, los hombres, podemos ahora, gracias a la tecnología, darnos cuenta.
Su expresión no es idéntica todo el tiempo. Tiene variantes significativas, formas concretas. Nuestros sueños no son iguales a los sueños de un hombre del Medioevo. Las diferencias mostrarían la forma específica en que un objeto sería imaginado por alguien en un punto específico del tiempo y del espacio, la naturaleza de su materia, del cuerpo específico que ocuparon. Tendríamos así un atisbo de una vida independiente a la nuestra. Una vida, sin embargo, con la que estamos entrelazados y a la que damos cuerpo.
Sobre el autor
Ernesto Priani Saisó es filósofo y humanista digital, profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México). Estudia la filosofía medieval y renacentista y la aplicación de la tecnología a los estudios humanísticos.