Si la alienación es la esencia de todas las condiciones psiquiátricas, entonces la psicología sería el estudio de los alienados; sin embargo, faltaría el reconocimiento de que esto es así. Para los cánones de Freud y la Sociedad Psicológica, el efecto de la sociedad sobre el individuo, que le impide reconocerse, es irrelevante para el diagnóstico y el tratamiento. De este modo la psiquiatría se apropia del dolor y la frustración que paralizan al individuo, los redefine como enfermedades y, en algunos casos, se muestra capaz de suprimir los síntomas.
Mientras, un mundo insano continúa con su racionalidad tecnológica, que excluye cualquier rasgo espontáneo o afectivo de la vida: la persona es sometida a una disciplina diseñada a costa de su
sensualidad para hacer de ella un instrumento de producción.
La enfermedad mental es un escape inconsciente y primario de este diseño, una forma de
resistencia pasiva. R. D. Laing describía la esquizofrenia como un limbo psíquico que simula una especie de muerte para preservar algo de la propia vida interior. El esquizofrénico tipo ronda los veinte años y se halla en la cumbre del largo periodo de socialización, que le ha estado preparando para su incorporación a un rol en un puesto de trabajo. Pero él no es «adecuado» para este destino.
Históricamente, resulta curioso que la esquizofrenia esté íntimamente relacionada con la industrialización, como demuestra convincentemente Torrey en Esquizofrenia y civilización (1980).
En años recientes, Szasz, Foucault, Goffman y otros han llamado la atención sobre los presupuestos
ideológicos con que se contempla la ‘enfermedad mental’. El lenguaje ‘objetivo’ encubre con eufemismos los prejuicios culturales, como en el caso de los ‘desórdenes’ sexuales: en el siglo XIX la masturbación se consideraba una enfermedad, y tan sólo en los últimos veinte años la homosexualidad ha dejado de catalogarse como un trastorno psicológico.
Resulta claro el componente de clase que ha intervenido en los orígenes y en el tratamiento de las enfermedades mentales. Lo que se denomina comportamiento ‘excéntrico’ entre los ricos, merece entre los pobres el calificativo de desorden mental, y un tratamiento bastante diferente. Por otro lado, un estudio de Hollingshead y Redlich, Clase socialy enfermedad mental (1958), ha demostrado que los pobres se muestran mucho más susceptibles de llegar a una situación emocional inestable. Roy Porter observó que el loco, imaginando el poder en sus manos, siente la omnipotencia y la impotencia simultáneamente. Esto nos recuerda que la alienación, la impotencia y la pobreza hacen que las mujeres sean más propensas a sufrir el colapso que los hombres. La sociedad hace que nos sintamos manipulados y, por tanto, desconfiados, ‘paranoicos’, ¿y quién no se deprime ante esta situación? La distancia entre la neutralidad y el buen criterio alegados por el modelo médico y los crecientes niveles de dolor y enfermedad aumenta progresivamente,
mermando así la credibilidad de la industria sanitaria.
El fracaso de los anteriores métodos de control social ha dado un gran impulso a la medicina psicológica, expansionista en esencia, en las últimas tres décadas. El modelo terapéutico de la autoridad (y el poder del profesional, supuestamente libre de prejuicios, que lo respalda) se entremezcla cada vez más con el poder del estado, instituyendo una invasión del yo que ha conseguido llegar mucho más lejos que otros esfuerzos anteriores. «No existen límites para la ambición del control psicoanalítico; si estuviera a su alcance nada se le escaparía», según Guattari.
Respecto a la medicación aplicada a los comportamientos desviados hay también mucho que decir, aparte de las sanciones psiquiátricas aplicadas a los disidentes soviéticos, o el conjunto de técnicas de control mental, incluyendo la modificación del comportamiento, que se ha introducido en las prisiones de EE.UU. El castigo ahora se acompaña del tratamiento, y el tratamiento introduce nuevas formas, más potentes, de castigo; la medicina, la psicología, la educación y el trabajo social adoptan progresivamente métodos de control y disciplina más eficaces, al tiempo que la maquinaria legal se vuelve más médica, más psicológica y más pedagógica. Pero este nuevo orden, que se asienta principalmente en el miedo y que necesita cada vez más de la cooperación de aquellos a quienes va dirigido, no garantiza la armonía cívica. De hecho, con el fracaso generalizado de este nuevo orden, la sociedad de clases está agotando sus tácticas y excusas, dando lugar a nuevas bolsas de resistencia.
La concepción de lo que hoy se denomina «salud mental comunitaria» tiene sus orígenes en el Movimiento de Higiene Mental de 1908.
Situada en el contexto de la degradación taylorista del trabajo llamada Gestión Científica, y frente a una amenazadora corriente de militancia de los trabajadores, la nueva ofensiva psicológica se apoyaba en la siguiente premisa: «la agitación individual llevada al extremo implica una mala higiene mental». La psiquiatría comunitaria representa una forma tardía y nacionalizada de esta psicología industrial, desarrollada para desviar las corrientes radicales de sus objetivos de transformación social y reprimirlas bajo el yugo de la productividad dominante. Hacia los años veinte, los trabajadores se habían convertido en el principal objeto de estudio de los profesionales de las ciencias sociales, como Elton Mayo y otros, en un momento en que la promoción del consumo como estilo de vida se empezaba a descubrir como un buen método para aliviar la inquietud colectiva e individual. Hacia finales de los años treinta la psicología industrial «había desarrollado ya muchas de las principales peculiaridades que hoy caracterizan a la psicología comunitaria» como los tests psicológicos masivos, el equipo de salud mental, los consejeros auxiliares no profesionales, la terapia familiar, las consultas externas y el consejo psiquiátrico en los negocios, como señala Diana Ralph en Trabajo y locura (1983).
El millón de hombres rechazados por las fuerzas armadas durante la II Guerra Mundial debido a su ‘ineptitud mental’, y el constante aumento de dolencias relacionadas con el estrés que se observó desde mediados de los cincuenta, llamaron la atención sobre la naturaleza enormemente paralizadora de la alienación industrial moderna. Se solicitó ayuda financiera al gobierno, que respondió con la legislación federal de 1963 sobre Centros de Salud Mental Comunitaria.Armada con drogas tranquilizantes, relativamente nuevas, para anestesiar a los pobres y a los parados, se inició una nueva presencia estatal en áreas urbanas hasta entonces fuera del alcance del ethos terapéutico. No es de extrañar que algunos militantes negros vieran en estos servicios de salud mental un nuevo sistema, más refinado, de pacificación policial y de vigilancia de los guetos.
Las tribulaciones del orden dominante, siempre intranquilo frente a las masas, fueron resueltas
principalmente, como en tantas otras ocasiones, por la poderosa imagen que la ciencia había creado
sobre la normalidad, lo saludable y lo productivo. La autoinspección implacable, en función de los
cánones de normalidad represiva establecidos por la Sociedad Psicológica, es la mejor aliada de la
autoridad. La familia nuclear, en su momento, proporcionó el soporte psíquico de lo que Norman
O. Brown llamaba «la pesadilla del progreso tecnológico en expansión infinita». Considerada por
algunos como un bastión frente al mundo exterior, siempre ha funcionado como cadena de
transmisión de la ideología reinante, más concretamente como el lugar donde se origina la
psicología introvertida de las mujeres, donde se legitima su explotación social y económica y donde
se ocultan las insatisfacciones sexuales.
Mientras tanto, la preocupación del estado por los niños conflictivos o delincuentes, no es sino otro
aspecto del poder que se arranca a la familia, como han estudiado Donzelot y otros. En virtud de la
imagen de lo que es bueno en términos médicos, el estado gana terreno y la familia pierde
progresivamente sus funciones. Rothbaum y Weisz, en Psicopatología infantil y la búsqueda del
control (1989), discuten el ascenso fulgurante de su profesión; La sociedad psiquiátrica (1982) de
Castel, Castel y Lovell vislumbraba el día, no tan lejano, «en que la infancia estaría totalmente
regida por la medicina y la psicología». De hecho, en algunos aspectos ya encontramos esta tendencia:
James R. Schiffman, por ejemplo, escribió sobre uno de los síntomas de las familias
destrozadas en «Aumenta de forma alarmante la cantidad de adolescentes que acaban en hospitales
psiquiátricos» (Wall Street Journal, 3 febrero 1989).
La terapia es un ritual clave de esta religión psiquiátrica que nos invade. Los miembros de la
Asociación Psiquiátrica Americana se elevaron de 27.355 en 1983 a 36.223 a finales de los
ochenta. En 1989, un récord de veintidós millones de personas visitaron a los psiquiatras y a otros
terapeutas; estos gastos se cubrían, total o parcialmente, con diversos planes de seguros. Teniendo
en cuenta que tan sólo una pequeña minoría de aquellos que practican alguna de las
aproximadamente quinientas variedades de psicoterapia, son psiquiatras o especialistas reconocidos
por los seguros médicos, nos podemos imaginar la magnitud del mundo de la terapia en la sombra.
John Zerzan, extracto de La psicología de las masas del sufrimiento.
Imagen de krijnvannoordwijk.com
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Buen post. Hay que leerlo pausadamente y sacar conclusiones sustanciosas.
Todo depende del «cristal con que se mire». Y desde luego, los que catalogan se «catalogan» a sí mismos con el poder de catalogar a los demás: si una sociedad decide que ciertos tipos están locos, harán creer a esos tipos, que los tipos están locos.
Si una sociedad enferma decide llevar a rajatabla sus catalogaciones resultará que de entre su seno surjan infinitud de seres «enfermos» a los que catalogar.
Cierto que hay seres que deciden emigrar en vida y no afrontar lo que esta vida les ofrece, porque esta vida les resulta horrorosa e inafrontable. Todo les es tan extraño en su interior que deciden, voluntariamente, no vivenciar lo que se les ha ofrecido.
Miguel Ángel, tras arrear con un televisor a una monitora del centro, decidió que quería irse al psiquiátrico donde eran recluidos los casos más duros: así fue, consiguió que le llevasen allí, y allí, hasta con camisa de fuerza se encontró ya en adelante, totalmente drogado, sin reconocer ni a sus compañeros y permanentemente con el colgajo de baba en su boca. Siempre me acordaré de Miguel Ángel, porque a pesar de que me sobrepasaba el doble, nunca sentí temor de él, él y yo sabíamos que nos entendíamos. Espero que Miguel Ángel no haya muerto, y si lo ha hecho que se encuentre, ahora, en un sitio mejor: saludos amigo donde te encuentres!