Sarnath, el Benarés del Buda/El rey ciervo del baniano

Para los budistas existen 4 lugares sagrados. Uno de ellos es Sarnath. El lugar donde Buda predicó por primera vez, tras lograr su iluminación.

ÓSCAR CARRERA

Dhammacakkappavattana-suttaPalabro que se suele traducir en español como «El Sutra de Benarés», originalmente Discurso de la puesta en marcha de la rueda del Dhamma (el primer discurso del Buda). La traducción es perdonable, pues Benarés es una de las ciudades indias más conocidas para el gran público, con sus majestuosas escalinatas que descienden al Ganges y albergan toda una fauna de ascetas, devotos, pillastres y bovinos. Pero la idea de un «Sutra de Benarés» puede traer a la mente a un Buda sentado en algún rincón de los fotogénicos ghats, quizá con un té al limón en la mano, predicando su nuevo evangelio entre yoguis y santones de diversas escuelas. En realidad, todo sucedió bastante lejos de allí.

Benarés existen muchos, pero en sentido geográfico hay dos: el de los hindúes y el de los budistas. El primero es el de los ghats, los crematorios al aire libre, los santones cubiertos de ceniza, por el que pasa casi todo el mundo, incluidos los que se dirigen al segundo, situado en la pequeña ciudad de Sarnath, a más de diez kilómetros de distancia.

En realidad, hay muchos otros pequeños Benarés: la ciudad santa de los sijs ravidassis o la de los jainistas, varios de cuyos maestros iluminados (tīrthaṅkaras) nacieron en la eterna urbe, incluyendo el popular Parshva. Pero esto suele pasar por debajo del radar del visitante e incluso de algunos que no lo son…

La importancia del modesto Sarnath es que allí se predicó por primera vez la doctrina búdica: los dos primeros discursos de Gotama. Tras su Iluminación en Uruvela (actual Bodhgaya), el Buda rastreó el mundo mediante poderes psíquicos en busca de oyentes. Sus dos maestros habían fallecido, así que escogió a sus antiguos compañeros de vida espiritual, que se desencantaron con él cuando abandonó la vía ascética. Por ellos recorrió los más de 200 kilómetros que separan Bodhgaya de Sarnath. Los localizó, aún recelosos, en un punto marcado actualmente por la estupa Chaukhandi. Practicantes de un estricto ascetismo, estos cinco monjes habían optado por un parquecillo muy alejado de la metrópolis y sus ritmos.

Las excavaciones de 1904–1905 revelaron obras maestras como el capitel de Ashoka y la estatua de Buda del siglo V. Dominio público.

La radiante apariencia del Buda disolvió rápidamente los recelos, y los seis viejos compañeros se dirigieron a lo que hoy es el parque arqueológico, donde Gotama expuso el famoso sermón «de Benarés». El nombre específico del enclave es «parque de los ciervos» (migadāya) y no deja de ser intrigante que, pese al abandono (y probable destrucción intencionada) al que los siglos condenaron a la mayoría de las estructuras budistas, el actual nombre de la ciudad, derivado de su principal templo hindú, venga a significar «Señor de los ciervos» (Sarangnath), en referencia al dios Shiva, que a veces sostiene uno en la mano. Hoy los únicos cérvidos del lugar se encuentran en un plácido minizoo, en la presunta ubicación de aquel parque donde otrora vagaban libres.

Como los otros «lugares sagrados» del circuito de peregrinaje budista en India y Nepal, Sarnath resucitó en la época moderna. Y, como en aquellos, la mayoría de los nativos cultivan ahora el hinduismo (como prueba un templo anexado a la estupa Chaukhandi), aunque no es tan raro ver a un aldeano entrar en uno de los templos (descalzo ya de casa) y mostrar respetos ante una imagen del Buda o del dalái lama. A lo largo del siglo XX crecieron como setas los templos y monasterios de países budistas, aunque en Sarnath pocos —los tibetanos, el japonés, Mulagandhakuti…— se libran de una estética kitsch con ocasionales retazos de cómoda de abuela. El estilo «nacional» de cada templo interactúa escasamente con el terreno local, salvo por las reproducciones de sus restos arqueológicos y el recordatorio, en uno de los templos cingaleses, de que el próximo Buda nacerá en Benarés (Ketumati). Más frecuente es la combinación de estilos «nacionales» budistas, como la lograda amalgama de motivos birmanos y tibetanos del principal árbol bodhi.

La asociación de la actual Sarnath con los orígenes del budismo se remonta como mínimo a la época del emperador Ashoka (s. III a. C.), que erigió en el lugar un pilar con un magnífico capitel de cuatro leones. Aunque se ha discutido hasta qué punto la imaginería de Ashoka es distintivamente budista, el de Sarnath, enclave donde se puso en marcha la rueda del Dhamma, es su único capitel con ruedas. Se encuentra hoy en el Museo Arqueológico local, junto a esculturas de la escuela local de Sarnath y otras importadas desde Mathura, uno de los primeros núcleos en desarrollar imágenes del Buda. Aunque la mayoría de las estructuras arqueológicas visibles son del periodo Gupta (siglos IV-VI d. C.), incluida la prominente estupa Dhamek («atenuada» para parecer más grande de lo que es), es quizá indicativo de la antigua tradición sacral del lugar que también sufíes y jainas (digambara) construyeran santuarios en las inmediaciones del recinto, los segundos conmemorando al maestro iluminado Shreyansanath.

Según la tradición budista, el culto en Sarnath se remonta a la noche de los tiempos, pues sería uno de los «lugares no abandonados» (avijahitaṭṭhānāni), adonde todos los budas se dirigen para dar su primer discurso. Aunque esta dimensión cósmica no es favorecida por las presentaciones modernas, que se ciñen al buda «histórico», Sarnath resurge en épocas y lugares distantes. Tras su independencia, la India moderna secular escogió como emblema de la nueva nación el capitel de los leones, y como bandera la rueda del Dhamma que un día se erigía sobre él: su mayor símbolo, quizá, de unos «comienzos» (1). Varias décadas antes, cuando el escritor estadounidense H. P. Lovecraft quiso relatar la fundación de una antiquísima ciudad, le vino misteriosamente a la mente el nombre de Sarnath, al parecer sin haber oído hablar de la ciudad india recientemente excavada.

Posible representación temprana del Buda haciendo girar la rueda del Dharma, encontrada en el actual Afganistán (siglo I a. C. o I d. C.) y destruida durante el primer gobierno talibán. Fuente: Ismoon (Wikimedia Commons).

El Dhammacakkappavattana-sutta deja claro que Gotama predicó por vez primera «en Benarés, en Isipatana [‘donde descienden los rishis’], en el Parque de los Ciervos». Que esos topónimos en efecto se correspondan con el lugar identificado históricamente resulta imposible de determinar hoy. En cualquier caso, los textos budistas tempranos muestran una gran preocupación por ubicar geográficamente sus narrativas, quizá por primera vez en los anales de la literatura india. El detalle en la descripción es aquí decisivo: no se trata de atraer peregrinos al centro urbano y religioso de Benarés, sino a una periferia carente de historia previa. Todos los dioses hasta el más alto cielo (de cuantos tienen ubicación y voz) proclaman que el Buda ha pronunciado su primer discurso en esta diminuta localidad. El cosmos entero centra sus ojos en un pueblecito que no ha dejado de serlo del todo (pese a recientes amagos desarrollistas). El sutta en cuestión parecería una sucesión de fórmulas preexistentes, y algunos lo consideran tardío en virtud de sus doctrinas. ¿Se introdujo una leyenda local en un texto compuesto, grabándola en la piedra del Canon para la posteridad (y atrayendo desde antiguo a un buen número de «turistas»)?

Emblema nacional de la República de India, con el capitel de los leones de Sarnath.

La cosa no parece tan sencilla. La estructuración del contenido, una vez hechos a las repeticiones del género, es impecable, y el sutta supone la principal fuente canónica para la doctrina de las Cuatro Nobles Verdades y el contexto en que se sitúa el Camino Medio. Sería un discurso de referencia —al menos para la porción de los primeros budistas que consideraban centrales estos conceptos— aun si no se empleara para nutrir un peregrinaje milenario. Sin embargo, la elegancia atañe a la parte principal del texto, que concluye de manera un tanto más extraña:

el Buda termina su discurso; los monjes se alegran por lo que han oído;

uno de ellos, el venerable Koṇḍañña, tiene una percepción del Dhamma. Parafraseando: «Todo lo que surge tiene que cesar»;

justo entonces se desencadenan: un coro de todos los dioses, cielo tras cielo; un temblor de diez mil mundos y un radiante destello universal;

pasado esto, al Buda sólo se le ocurre hacer un comentario, como si no hubiera sucedido nada, sobre la experiencia del venerable Koṇḍañña muchas líneas atrás. El texto culmina con un dudoso juego de palabras: Koṇḍañña será conocido en el futuro como añña koṇḍañña (‘Koṇḍañña el que entiende’).

Es en la tremenda sucesión de fenómenos «sobrenaturales», que parecerían intercalados en el affaire Koṇḍañña, donde se insiste en que todo esto ha tenido lugar en lo que hoy llamamos Sarnath. ¡Todos los dioses lo repiten! Pero que esos pasajes (y la línea introductoria del sutta) fueran en efecto una interpolación no desmentiría una tradición oral previa sobre un origen histórico del budismo en Sarnath, de la que bebiera esa interpolación. En algún sitio tenía que empezar. Y tanto el emperador Ashoka como la moderna República de India y, quizá, el buda Gotama encontraron sus inicios en un parque de ciervos a las afueras de Benarés.

  1. El célebre capitel, construido en torno al 250 a. C., sigue generando titulares: el año pasado hubo una controversia por el aspecto agresivo de los leones en la reproducción que corona el edificio del nuevo parlamento en Delhi. Los detractores argumentan que han dejado de ser «leones protectores», quizá reflejando el talante del actual gobierno nacionalista hindú.

Sarnath, el Benarés del Buda

El rey ciervo del baniano

Las leyendas de Sarnath también llamado parque de los ciervos, nos llevan a un tiempo, en el que la mente del que sería Buda, se reencarnó en un ciervo. Aquí se expone la Leyenda:

Budismo indio

En una de sus reencarnaciones previas, el Buda encarnó en la forma de un ciervo. Lo hizo en un bosque de las cercanías de Kashi, que posteriormente recibiría el nombre de Varanasi o Benarés, y creció hasta convertirse en un hermoso ciervo dorado. Tenía los ojos resplandecientes como dos luceros, la boca roja como las bayas del bosque, unas pezuñas negras y brillantes como la noche en el desierto del Thar, y una cornamenta que diríase era de plata. Pero además de hermoso, aquel ciervo dorado era compasivo y justo. Tanto, que se convirtió en el rey de un rebaño de 500 ciervos, el Rebaño del Baniano.

         Curiosamente, en el mismo bosque había otro rebaño de ciervos igualmente numeroso, el Rebaño de la Cornamenta, cuyo rey era así mismo un ciervo dorado, noble, hermoso e impresionante.

         Y sucedió que, en aquellos días, coronaron como rey de Kashi a Brahmadatta, un hombre de buen corazón, pero de lamentables gustos y placeres. Brahmadatta gustaba de la caza, cosa que, siendo rey, no era evidentemente por una necesidad de supervivencia, lo cual lo habría llevado a cazar lo justo y necesario para alimentarse. A Brahmadatta le gustaba la caza por el placer que le proporcionaba cazar. Pero, además, le encantaba la carne de venado. Como se puede suponer, esta combinación no presagiaba nada bueno para los rebaños de ciervos de los bosques cercanos a Kashi.

         Brahamadatta salía casi a diario a cazar, para lo cual iba cada vez a un pueblo diferente de los alrededores de los bosques. Las gentes de los pueblos se veían así obligadas a acompañar al rey y a servirle, teniendo que dejar de lado sus campos, sus cosechas y sus negocios con el fin de complacer al rey en sus partidas de caza.

         Pero llegó un día en que las gentes de los pueblos se cansaron de tantas interrupciones. No podían atender bien sus campos, las cosechas se recogían mal y tarde, y los comerciantes no podían atender debidamente sus negocios. De modo que se reunieron y decidieron hacer un gran parque de ciervos para el rey junto a Kashi. Así, pensaron, el rey podría cazar fácilmente en cualquier momento que le apeteciera, y no tendría necesidad de reclutar a los vecinos de los pueblos lindantes con los bosques.

         Dicho y hecho, los campesinos construyeron una alta empalizada en torno a una extensa pradera salpicada de densas arboledas y matorrales, y en su interior hicieron estanques donde los ciervos pudieran beber y bañarse. En la empalizada abrieron una gran puerta y, haciendo uso de palos y pértigas, y provocando un ensordecedor ruido, consiguieron llevar a los ciervos de los bosques al parque. En cuanto entró el último de los ciervos, cerraron la puerta.

         Una vez con los animales a buen recaudo, los representantes de los pueblos fueron a ver al rey y le dijeron:

         —Majestad, como sabéis, siempre hemos estado dispuestos a ayudaros en vuestras partidas de caza, pero nuestros campos y negocios están cada vez más descuidados debido a esto, y tenemos familias que alimentar. Sabemos que sois un rey sabio y que, en consecuencia, sabréis valorar lo que hemos pensado y llevado a cabo. Os hemos hecho un agradable parque de ciervos junto a la ciudad, en el cual hemos congregado dos inmensos rebaños para vuestro disfrute. De este modo, vos podréis ir a cazar toda vez que os venga en gana, sin necesidad de tener que reclutarnos a nosotros con cada partida de caza. Y los días que no salgáis a cazar, siempre podréis disponer de carne de venado fresca, pues vuestros propios cocineros podrán abastecerse allí de cuanta carne necesiten.

         El rey, que como ya se ha dicho no era un mal hombre, comprendió perfectamente el problema que le planteaban los campesinos y comerciantes de los pueblos, y accedió a plegarse a su iniciativa.

         Al día siguiente, Brahmadatta fue al parque y se sintió complacido al ver tantos ciervos deambulando por la pradera, y no tardó mucho en discernir a dos ciervos dorados de impresionante estampa, que supuso serían los reyes de los rebaños. Brahmadatta señaló a su asistente, al jefe de la guardia y a su cocinero a aquellos dos magníficos ejemplares, y les dio orden de que aquellos dos ciervos no debían ser sacrificados bajo ningún concepto.

         Todos los días, Brahmadatta llegaba al parque y mataba a un ciervo, del que se encargaba posteriormente el cocinero para preparar los platos de la mesa del rey. A veces, si el rey estaba muy ocupado, era el propio cocinero el que se encargaba de dar la orden al jefe de la guardia para que le mataran un ciervo y lo llevaran al tajo, donde sería despedazado para su preparación en las cocinas.

         Pero, en cuanto los ciervos veían los arcos y las flechas, se sumían en el pánico. Corrían de aquí para allí de forma tumultuosa, desquiciados, se estrellaban contra los árboles y chocaban brutalmente entre ellos, enganchándose de las cornamentas e hiriéndose con ellas, torciéndose las patas y fracturándose huesos con las caídas. Otros más resultaban heridos por las flechas perdidas.

         El rey del Rebaño del Baniano estaba muy triste con todo aquello, de modo que fue a ver al rey del Rebaño de la Cornamenta y le propuso reunir a los dos rebaños para discutir juntos de qué modo podrían minimizar el sufrimiento.

         —Es claro que no podemos salir de aquí, al menos de momento —dijo el Ciervo del Baniano—, y vamos a tener que afrontar esta desgraciada situación durante un tiempo. Pero podríamos, al menos, reducir el sufrimiento de todos en la medida de lo posible, porque no sólo nos matan a uno de entre nosotros todos los días, sino que, además, muchos resultan lastimados y mueren posteriormente por causa de las heridas.

         —Yo estoy de acuerdo —dijo el Ciervo de la Cornamenta—. También he estado dándole vueltas a esto, pero no se me ocurre qué podemos hacer.

         —Bien —dijo el Ciervo del Baniano—, a mí se me ha ocurrido algo que, aunque va a ser muy duro de aceptar, podría limitar al menos los daños en el resto de los dos rebaños. Dado que el rey sólo necesita la carne de un ciervo al día, se podría elegir a suertes a uno de nosotros cada día, y el ciervo elegido deberá ir directamente a dejarse matar por el rey Brahmadatta, o bien al tajo para ser sacrificado por el cocinero. Un día se elegiría a uno de nuestro rebaño, y al día siguiente a un ciervo del vuestro. De este modo evitaríamos los tumultos y las carreras enloquecidas que tantas heridas y lesiones provocan.

         —Yo estoy de acuerdo con tu propuesta —dijo el Ciervo de la Cornamenta—. ¿Qué decís los demás?

         Tras unos largos minutos de debate, los miembros de ambos rebaños se mostraron unánimes en seguir la propuesta del Ciervo del Baniano.

         Al día siguiente, cuando el rey y sus hombres llegaron a la empalizada del parque, se encontraron con que un único ciervo se les ofrecía allí abajo. Estaba temblando de miedo, pero mantenía erguida su cornamenta con orgullo. El rey se detuvo por unos instantes, pensativo. Intuyó lo que había ocurrido, que los reyes de ambos rebaños, aquellos magníficos ciervos dorados, habían llevado a sus rebaños a alcanzar un acuerdo para que se sacrificara uno de ellos cada día con el fin de evitar los daños en el resto.

         Brahmadatta se sumió en una profunda tristeza al ver la nobleza de aquellos animales. Al cabo de un rato de reflexión, que extrañó sobremanera a sus hombres, les dijo a éstos:

         —A partir de ahora no cazaréis entre los rebaños. Mataréis únicamente al ciervo que se os ofrezca cada día aquí abajo para el sacrificio.

         Y, desmontando su arco, bajó de la empalizada y volvió cabalgando en silencio hasta su palacio, ensimismado en sus tristes pensamientos. Aquella noche tuvo un sueño muy inquieto, en el que un resplandeciente ciervo le miraba tristemente mientras se acercaba.

         Así pues, durante un tiempo, un ciervo era elegido a suertes, por turnos entre ambos rebaños, y era enviado al tajo del cocinero del rey de Kashi. Las lesiones y heridas de los días previos se evitaron de este modo y, a pesar de su lúgubre destino y de la profunda tristeza de ver partir cada día a uno de ellos, los ciervos de ambos rebaños pudieron mantener una relativa tranquilidad en medio de tanta angustia.

         Sin embargo, a pesar de haber conseguido mejorar un poco la situación, al Ciervo del Baniano se le rompía el alma cada día, cuando veía salir mansamente a uno de los suyos o del rebaño vecino en dirección al sacrificio. Y un día tras otro intentaba animar a los ciervos y ciervas de su rebaño para que no perdieran la esperanza.

         —Intentad no pensar más que en el presente —les decía mientras el sol iluminaba sus resplandecientes ojos—. Disfrutad del aire puro que respiráis y de la cómoda hierba que os acoge al descansar. Dejaos calentar por la luz del sol. No os rindáis. Mientras sigamos vivos habrá una esperanza. Encontraré la manera de salir de aquí.

         Un día, el trágico sorteo de quién sería destinado al sacrificio cayó sobre una cierva preñada del Rebaño de la Cornamenta. La cierva se fue a ver a su rey y le dijo:

         —Estoy dispuesta a asumir mi destino, pero no antes de que mi cervato haya nacido. Entendedlo —insistió suplicante—, seríamos dos los que moriríamos si voy ahora. No os pido que se me perdone la vida. No pido por mí misma, sino por mi cervatillo que pronto nacerá. Dejad que nazca mi pequeño, y juro que al día siguiente ocuparé mi sitio en el tajo.

         Pero el Ciervo de la Cornamenta respondió tristemente:

         —La ley es la ley. No puedo cambiar las reglas ahora y, por tanto, no puedo dispensarte de tu destino. No puedo mostrar preferencias por nadie dentro del rebaño. ¿No lo entiendes? El azar te ha elegido a ti, y no hay excepciones. Tendrás que ir.

         Desesperada, la cierva acudió entonces al Rey Ciervo del Baniano. Doblando las patas delanteras, se arrodilló ante él y le rogó que hiciera algo. El Ciervo del Baniano la observó en silencio, dulcemente, conmovido en lo más profundo de su corazón.

         —Levántate, hermana —dijo finalmente el rey ciervo—. Por una vez cambiaremos las reglas. No te preocupes. Tranquilízate y descansa. No vas a ser sacrificada. Yo me ocuparé de todo.

         La cierva le devolvió una mirada de alivio y gratitud, aunque no de alegría, pues sabía que, hiciera lo que hiciera el Ciervo del Baniano, algún otro ciervo tendría que ocupar su lugar.

         El Ciervo del Baniano bajó la cabeza y cerró los ojos, y supo que había llegado el momento de comportarse como un verdadero rey. Luego, irguió la cabeza y exhibió ante el cielo su magnífica cornamenta plateada.

         «Yo ocuparé su lugar —pensó para sí—. Mi posición de rey y líder me obliga a asumir lo que nadie más puede asumir.»

         Y partió en dirección a la puerta de la empalizada, caminando despacio, dignamente, mientras los miembros de su rebaño le veían pasar. Sabían lo que iba a hacer. Le conocían demasiado bien, y sabían que no iba a permitir una injusticia como aquélla, aunque eso le costara la vida.

         Reinaba un silencio profundo en todo el parque cuando el Rey Ciervo del Baniano llegó a la puerta de la empalizada. Cuando el cocinero lo vio, dijo a los soldados:

         —No disparéis. Los dos ciervos dorados no deben morir. Así nos lo ordenó el rey.

         Y mandó de inmediato un mensajero al rey dándole cuenta de lo sucedido. Al poco, Brahmadatta apareció en lo alto de la empalizada. El rey de los ciervos y el rey humano encontraron sus miradas, y el rey de Kashi comprendió de pronto que aquél era el ciervo de su sueño.

         —Rey Ciervo de los Banianos —dijo al fin Brahmadatta—, te conozco, pues has estado visitándome en sueños. ¿Por qué estás aquí? Yo te liberé de este compromiso, a ti y al rey del otro rebaño. ¿Por qué te ofreces para el sacrificio, cuando yo no deseo tu muerte?

         —¡Oh, rey de los hombres! —respondió el Ciervo del Baniano— El turno del sacrificio le tocó hoy a una cierva preñada, que me suplicó que hiciera algo para dispensarla, al menos, hasta que naciera su cervato. Y no he podido hacer otra cosa que ocupar yo su lugar, pues, ¿cómo iba a condenar a otro de los nuestros a morir cuando la suerte le había sido propicia? No podía forzar la pena de muerte sobre alguien a quien el destino no le había llamado, de modo que no podía ser otro, sino yo, quien ocupara su puesto.

         Y, tras bajar la cabeza y tragar saliva, el Rey Ciervo del Baniano volvió a levantar su hermosa cornamenta al cielo y dijo:

         —Así pues, disparad vuestras flechas de una vez.

         Los soldados miraron a su rey esperando una orden, pero Brahmadatta ni siquiera podía hablar. Profundamente conmovido, dos gruesas lágrimas caían por sus mejillas. ¿Cómo podía haber sido tan ciego, tan insensible a los sentimientos de aquellos nobles animales?, se preguntaba. En verdad, se sentía avergonzado del sufrimiento causado a unos seres tan sensibles al dolor y a la angustia de la muerte como cualquier ser humano.

         —¡Oh, gran rey de los ciervos! —dijo al fin Brahmadatta— Tienes razón, un rey tiene que cuidar y responsabilizarse hasta del último de sus súbditos, pero nunca lo he visto hacer entre los reyes de este mundo. Ni siquiera entre los seres humanos he podido ver tanta nobleza como la tuya, tanta compasión y generosidad. Te ruego que me perdones por no haber sido consciente de vuestro dolor y vuestro sufrimiento.

         «Por ello, tú y todos los ciervos prisioneros en este parque quedáis libres para volver a vuestros bosques y pacer libremente en mis tierras. Nadie os volverá a cazar de nuevo. Id y vivid en paz.»

         —Señor, vuestra bondad me conmueve —respondió el Rey Ciervo del Baniano—. Pero, ¿qué será del resto de animales, de aves y peces, que sufren igual que nosotros, e igual que vos? ¿Daréis caza a ellos, ahora que a nosotros nos liberáis del sufrimiento?

         —¡Noble rey —respondió Brahmadatta con los ojos inundados en lágrimas—, nunca hubiera pensado que podría llegar a ver las cosas con tanta claridad como las estoy viendo ahora! Pero sí, te doy mi palabra de que, mientras estén en mi reino, no habrá animal, ave ni pez que sea muerto por mano de hombre.

         «Así pues —prosiguió—, escuchadme todos, cortesanos y asistentes aquí presentes. Decreto, y os insto a que lo anunciéis en todo el país, que, a partir del día de hoy, todos los seres en mi reino se tendrán por súbditos míos. Por lo cual, no deberán ser cazados ni asesinados, y todos nosotros tendremos que proveer para que esto se cumpla.

         «Y ahora dime, compasivo rey de los ciervos —dijo Brahmadatta dirigiéndose al Ciervo del Baniano—, ¿queda tu corazón en paz conmigo?»

         —¡Sí, gran rey Brahmadatta —respondió el ciervo dorado— mi corazón está ya en paz!

         Y, aunque sorprendidas en un principio, todas las gentes del reino acataron la orden real, y los animales dejaron de ser cazados y masacrados en aquellas tierras. Y como quiera que el reino pasó a depender así de las cosechas de los campos, los agricultores y sus tierras pasaron a ser también más respetados.

         En cuanto al Rey Ciervo del Baniano y a los dos rebaños que otrora estuvieron presos en el parque, regresaron a las profundidades de los bosques, donde llevaron una vida libre de las angustias de la ocultación y la huida.

 

Adaptación de Grian A. Cutanda (2018).

Bajo licencia Creative Commons CC BY-NC-SA. 

 

Comentarios

Este relato pertenece a los denominados Cuentos Jãtaka, que forman parte de la literatura sagrada budista. Los Jãtaka son una colección de 547 cuentos que tratan de anécdotas, leyendas y fábulas sobre las encarnaciones del Buda previas a su existencia como tal, entre 563 y 483 a.e.c. Los cuentos Jãtaka están fechados entre el 300 a.e.c. y el 400 e.c.; es decir, fueron compuestos a lo largo de siete siglos.

El cuento del Rey Ciervo del Baniano es el Jãtaka nº 12, y su título original es el Nigrodhamiga-Jãtaka, aunque para esta adaptación me haya basado principalmente en las adaptaciones de Rafe Martin (1999), Todd Anderson (1995) y K. R. Vidhyaa (2014).

 

Fuentes

  • Anderson, T. (1995). King Banyan Deer. In Buddhist Tales for Young & Old (Volume 1), pp. 60-65. New York: Buddhist Literature Society Inc. Retrieved from https://www.buddhanet.net/e-learning/e-books/jataka01.zip.
  • Cowell, E. B. (ed.)(1895). The Jataka or Stories of the Buddha’s Former Births, Vol. I. Cambridge: Cambridge University Press, pp. 36-42.
  • Martin, R. (1999). The banyan deer- A Jataka tale. In The Hungry Tigress: Buddhist Myths, Legends and Jataka Tales, pp. 97-102. Cambridge, MA: Yellow Moon Press.
  • Vidhyaa, K. R. (2014, November 12). A tale from the Jatakas – The tale of the Banyan Deer. Storybuzz (blog). Retrieved from http://storibuzz.in/a-tale-from-the-jatakas-the-tale-of-the-banyan-deer/.

El rey ciervo del baniano

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