Suspensión de la incredulidad, ¿por qué creemos en lo improbable?

Suspensión de la incredulidad

Cada vez que le das una segunda oportunidad a alguien, confías en una solución política o inicias un proyecto personal demasiado ambicioso, estás jugando con la delgada línea entre creer y dudar. Cuando confías en quienes te han fallado, te vuelves a ilusionar o sigues adelante a pesar de las dudas más que razonables que martillean en tu cabeza, estás haciendo un acto de fe. De hecho, la suspensión de la incredulidad es una herramienta psicológica que usamos a diario para obligarnos a creer en algo o alguien, aunque la razón y las pruebas nos dicen que no deberíamos.

¿Qué es la suspensión de la incredulidad?

En 1817, el poeta inglés Samuel Taylor Coleridge escribió sobre el proyecto “Baladas líricas” que debía centrar su trabajo en personas y personajes sobrenaturales capaces de generar un interés tal, que pudiera suspender momentáneamente la incredulidad de los lectores y activar la “fe poética”.

Se refería a ese esfuerzo por hacer realista lo irreal o lograr que la historia cautivara tanto a las personas que estas la aceptaran, aunque tuvieran que sacrificar el realismo y, en ocasiones incluso la lógica y la credibilidad a favor de la diversión.

Ese fenómeno no se aplica solo a la literatura, también se extiende al cine, el teatro, el ilusionismo, la política y, por supuesto, a la vida misma.

Como resultado, la suspensión de la incredulidad es un fenómeno psicológico que se produce cuando “apagamos” nuestro sentido crítico. Implica la decisión – más o menos voluntaria – de pasar por alto los hechos, lo que conocemos o la propia razón.

Creer o no creer… esa es la cuestión

La incredulidad es una especie de escudo ante la ceguera intelectual. Nos empuja a dudar, impidiéndonos aceptar cualquier cosa sin cuestionarla. La incredulidad es lo que nos invita a reflexionar, buscar pruebas y evitar caer en dogmas que podrían limitarnos.

La capacidad para preguntarnos “¿y si no fuera cierto?” también es una herramienta crucial para no dejarnos manipular. El juicio crítico nos empuja a mirar más allá de las apariencias, buscando explicaciones y significados más profundos que, muchas veces, nos permiten comprender mejor el mundo.

Sin embargo, las creencias también pueden ser un motor que nos ayude a avanzar. Creer en nosotros mismos, en nuestras capacidades o en un propósito más grande puede darnos la fuerza que necesitamos para acometer determinados proyectos. Al mismo tiempo, las creencias dan sentido y coherencia al mundo, reduciendo la incertidumbre.

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Al mismo tiempo, necesitamos creer en los demás. La confianza es el cimiento invisible que sostiene cualquier relación interpersonal, ya sea de amistad, amor o trabajo. Creer en el otro implica asumir que sus palabras, intenciones y acciones son genuinas, que no esconden malas intenciones. Sin esa confianza, cualquier interacción se vuelve frágil, marcada por la sospecha, por lo que al final acaba desgastándonos.

¿Por qué estamos dispuestos a «apagar» la razón?

El crítico literario Norman N. Holland propuso una teoría neurocientífica para explicar la suspensión de la incredulidad. A nivel neuronal, cuando nos ensimismamos en una narrativa de ficción, nuestro cerebro pasa por completo a un “modo de percepción”, lo que reduce nuestro pensamiento crítico o la capacidad de planificación.

Cuando las historias nos “transportan”, no mostramos escepticismo ante, por ejemplo, Spiderman saltando entre rascacielos. Como norma general, preferimos disfrutar de lo que estamos viendo que realizar un análisis detallado de su verosimilitud – que probablemente nos arruinará la diversión.

Obviamente, no siempre es así.

Los experimentos psicológicos muestran que cualquier experiencia narrativa no suspende la incredulidad. La clave consiste en el “desinterés”. O sea, cuando sabemos que no podemos – o no queremos – cambiar algo, bajamos la guardia y aceptamos narrativas irreales.

En práctica, como no tenemos que actuar, nuestro cerebro ahorra recursos y no pasa lo que estamos viendo, escuchando o sintiendo por el tamiz de la razón. La corteza prefrontal no intenta evaluar la verosimilitud de lo que estamos viendo o escuchando porque no necesitamos saltar a la pantalla o a las páginas del libro para salvar al protagonista en apuros. Por tanto, muchos de los procesos neuronales que nos ayudan a pensar se desactivan.

En cambio, cuando sentimos que debemos actuar o tomar partido, nuestro cerebro vuelve a conectar las zonas prefrontales y comienza a comprobar la realidad que estamos percibiendo. Entonces comenzamos a pensar en lo que hemos visto, oído o sentido y evaluamos su verosimilitud.

Obviamente, nuestra fe tampoco es infinita. La permisividad hacia los excesos tiene un límite. Los giros inesperados, injustificados o fuera de lugar rompen la “magia”. Cuando la narrativa rompe la coherencia interna, podemos sentir que el “contrato” se ha roto. Eso nos devuelve a la realidad y activa nuestro sentido crítico.

Cuando elegimos creer

Curiosamente, la suspensión de la incredulidad no es solo un recurso literario o cinematográfico, también lo aplicamos en nuestras interacciones cotidianas, aunque a veces sin darnos cuenta. En esencia, aceptamos temporalmente algo que parece improbable porque hacerlo nos permite construir vínculos, resolver conflictos o simplemente sentirnos mejor.

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Piensa, por ejemplo, en alguien que te ha prometido “te llamaré mañana” o “esta vez cambiaré”. Quizá tus experiencias previas o la lógica te sugieren que no lo hará, pero eliges creer. Este acto consciente de suspender la incredulidad es esencial en las relaciones: refuerza la esperanza y permite dar espacio al otro para demostrar sus intenciones. Sin esa suspensión, cada interacción se convertiría en un intercambio frío, calculado y plagado de sospechas en el que reinaría el escepticismo a cada paso, lo cual probablemente minaría la posibilidad de conexión.

Cada vez que vamos a votar también suspendemos nuestra capacidad crítica, aunque nos cueste reconocerlo. Nuestras experiencias pasadas pueden habernos dejado un sabor amargo – promesas incumplidas, corrupción o medidas que no dieron frutos – pero aun así decidimos suspender el escepticismo para creer que “esta vez será diferente”.

Ese fenómeno también se aplica a nosotros mismos. Cuando nos enfrentamos a un desafío particularmente complicado o algo nos ilusiona mucho, podemos suspender la incredulidad haciendo caso omiso a nuestras limitaciones. Nos decimos “puedo hacerlo” acallando las dudas internas. En algunos casos, ese acto de fe en nuestras capacidades abre la puerta al crecimiento. En otros, la suspensión de la incredulidad puede llevarnos directamente al fracaso.

El imprescindible equilibrio entre creer y dudar

La verdadera sabiduría consiste en encontrar el balance entre la fe y la incredulidad. Demasiada confianza puede cegarnos, haciendo que neguemos las evidencias, volviéndonos más manipulables y víctimas fáciles de engaños. Sin embargo, un escepticismo extremo también puede volvernos cínicos, paralizarnos y alejarnos de experiencias enriquecedoras.

La clave está en saber cuándo confiar y cuándo cuestionar lo que vemos, escuchamos o sentimos. Se trata de aprender a usar inteligentemente la suspensión de la incredulidad, de manera que encontremos momentos estratégicos para dejar a un lado el escepticismo y permitir que la fe en los demás, en nosotros mismos y en la vida actúe como catalizador de experiencias más enriquecedoras pero, al mismo tiempo, mantenernos alertas para activar las dudas cuando sea necesario.

Referencias Bibliográficas:

Muckler, V. C. et. Al. (2017) Exploring Suspension of Disbelief During Simulation-Based Learning. Clinical Simulation in Nursing; 13(1): 3-9.

Holland, Norman (2008) Spiderman? Sure! The Neuroscience of Disbelief. Interdisciplinary Science Reviews; 33 (4): 312–320.

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