Lo que no tiene sentido no tiene valor:
no es digno de estima (Sócrates de Jenofonte).
Quisiera abrir la perspectiva del sentido humano en un momento cultural en el que el nihilismo ronda nuestro escenario y corroe nuestra visión del mundo. Pero sin sentido no se puede vivir (bien), así que el sentido simboliza el bien maltrecho por nuestras circunstancias.
En realidad, el hombre está tomando conciencia dolorosa y dolorida del mal, la negatividad y la muerte, por lo que el sentido está puesto en sospecha filosófica. Y, sin embargo, lo repetimos: el sentido es el pan nuestro de cada día, a veces un pan endurecido, pero sin el cual comprobamos el hambre radical que confiere la nada: o bien el agua nuestra de cada día, sin la cual comprobamos la sed insaciable que inocula el desierto, pero también en el otro extremo la vivencia de un sentido aguado por el sinsentido.
Definimos al hombre como hambre y sed de sentido desde su experiencia de finitud y contingencia en el mundo. Pues bien, para tratar esta cuestión crucial del sentido/sinsentido, exploraremos siquiera brevemente cuatro momentos significantes de nuestra cultura: la posición clásica de Sócrates en Jenofonte, la tradición sapiencial, la contraposición barroca de R. Burton en su monumental “Anatomía de la melancolía” y, finalmente, la posición (pos)moderna de Heidegger sobre caminos nietzscheanos. Finalizamos con una Conclusión moral y un Excurso poético-musical.
Primero (El Sócrates de Jenofonte)
Conocemos bien al Sócrates de Platón y su visión idealista del sentido humano trascendido por el sentido divino: en donde el sinsentido mundano queda superado por el sentido celeste, lo mismo que el mal por el bien, el error por la verdad y lo irracional por la razón. Conocemos bien esta visión clásica del Ser como fundamento positivo del mundo frente a toda negación o negatividad, lo que confiere un estatuto heroico al socratismo platónico, capaz de trascender la realidad por la idealidad. [1]
Conocemos bien al Sócrates platónico pero conocemos mal al Sócrates de Jenofonte, una figura mucho más cercana a nuestra actual mentalidad posmoderna de signo antiheroico.
En efecto, el Sócrates jenofontiano ya no es un héroe platónico sino un antihéroe, el cual es acusado de corromper a la juventud por no reconocer a los dioses o ideales oficiales de la ciudad política, introduciendo nuevos demonios, daímones o démones, es decir, númenes ambivalentes, instancias ya no olímpicas o luminosas sino oscuras y ambiguas, figuras intermedias entre lo divino y lo demoníaco cercanas al ámbito intermedio e intermediario de lo humano, precisamente situado entre el mundo celeste y el submundo terrestre, a medio camino entre la luz y la oscuridad de la caverna.
El símbolo de este nuevo demonismo socrático está simbolizado por el demon Eros, el diosecillo que dialectiza el cosmos y se concentra en el corazón humano, inaugurando así la eclosión de la interioridad anímica frente a la exterioridad pública. [2]
Jenofonte nos cuenta que Sócrates filosofaba específicamente sobre lo humano, al ubicarse mesurada o medialmente entre los dioses y los animales, coafirmando la virtud de la continencia, la libertad y la amistad. A este último respecto cabe aducir que el propio Sócrates se presenta como una especie de “alcahuete moral”, en el sentido de mediar o intermediar entre personas que sienten mutuo afecto.
Por eso este Sócrates procura a través del diálogo y la palabra terapéutica el bien humano, la utilidad existencial, el cuidado del alma, el amor basado en la afección del corazón, la proyección del valor concebido como lo digno de estima, la búsqueda erótica del sentido moral.
De ahí surge la diferencia entre el diálogo propiamente socrático y el diálogo platónico: el primero es un diálogo hermenéutico que sirve para articular interanímicamente, por unión de los ánimos, la realidad (enpragmáticamente, al unir la acción vital de los individuos), mientras que el segundo es un diálogo eidético (referido al mundo de las ideas platónico) que sirve para distinguir la realidad según el Ser de las ideas (teoréticamente).
“Lo que no tiene sentido no tiene valor”: esta es la máxima de la filosofía socrática fundada en la identificación del sentido con lo valioso, de modo que el sentido se define como valor y el sinsentido como disvalor. En el texto griego de Jenofonte el sentido propugnado por Sócrates es el sentido humano o existencial (frónesis), de modo que el sinsentido resulta inhumano y antiexistencial (a-frónesis). Por su parte, el valor es lo digno de estima (timon), de manera que el sinsentido es el disvalor o indigno de estima (a-timon). [3]
De esta guisa, el Sócrates de Jenofonte no opta platónicamente por lo supremo, divino y óptimo sino por lo medial, lo humano y lo bueno/bello (kalokagathía). El Sócrates jenofontiano no busca el ser o esencia ideal de lo real sino la realidad vital o existencial, el valor que valora lo valioso, el amor como estimación humana referida a lo amable como digno de ser amado (el bien-bello). De aquí que Sócrates afirme que los actos humanos dicen lo que el lenguaje no dice, fundando así un criterio netamente ético.
Segundo (La tradición sapiencial)
Hay toda una tradición sapiencial que trata de vislumbrar una cierta sabiduría de la existencia. Se trata de la gran tradición sentenciosa que tiene por figuras relevantes a Buda y Lao-Tsé, al Cohélet y Epicuro, a Plutarco y Epicteto, a Séneca y Marco Aurelio, y luego pasa a través del moralismo del Kempis por el humanismo de Montaigne y Gracián, Juan de la Cruz y Fray Luis de León, La Bruyère y La Rochefoucault, Renard y Rivarol, Emerson, Schopenhauer y Nietzsche, Heidegger y Wittgenstein, C. G. Jung y el Círculo Eranos, G. Steiner y H. Bloom, Unamuno, Remy de Gourmont y Cioran, entre tantos otros. Harold Bloom ha realizado un elenco más bien literario en su reciente obra “¿Dónde se encuentra la sabiduría?” [4]
La clave de la tradición sentenciosa de signo sapiencial está en una revisión del mundo de carácter transversal, oblicuo o diacrítico, de la realidad en su totalidad de experiencias. Nos las habemos con una cosmovisión radiográfica o espectral de lo real, que pone en evidencia la catadura de la realidad en su contingencia, finitud y labilidad.
Lo cual nos hace prudentes y precavidos, asuntivos y críticos, reflexivos y filtrativos de lo dado en la apariencia o inmediatez de lo real. A menudo comparece en este contexto un tono escéptico o pesimista propio del que ha experimentado el mundo hasta sus límites. Esta tradición senequista arriba hoy hasta el poeta cordobés Antonio Gala, quien proyecta en el amor el culmen del sentido zaherido y de la felicidad cuarteada, como afirma en su elegíaco Soneto de la Zubia:
Hoy he vuelto a la ciudad enamorada
donde un día los dioses me envidiaron.
Sus altas torres, que por mí brillaron,
pavesa son desmantelada.
De cuanto yo recuerdo, ya no hay nada;
plazas, calles, esquinas se borraron.
El mirto y el acanto me engañaron,
me engañó el corazón de la granada.
Cómo pudo callarse tan deprisa
su rumor de agua clara y fácil nido,
su canción de árbol alto y verde brisa.
Dónde pudo perderse tanto ruido,
tanto amor, tanto encanto, tanta risa,
tanta campana como se ha perdido. [5]
Quizás las dos corrientes más interesantes de esta tradición sapiencial sean el estoicismo y el epicureismo, a menudo enfrentados como si se tratara de posturas absolutamente contrarias. Pero en realidad son dos posiciones complementarias: en efecto, el estoicismo critica todo “exceso” en nombre de la sobriedad y el desapego, el desafecto y la resignación apática (apázeia); por su parte el epicureísmo critica todo “defecto” en nombre de cierto hedonismo humano, humanizado y humanizador dirigido por la serenidad (ataraxía).
Pero curiosamente en ambos casos se trata de buscar cierto punto medio o medial, afirmando la propia autarquía o independencia humana frente al mundo de las cosas reificadas (manifiestas en su realidad profunda), lo que finalmente significa asumir la materia y lo material, el cuerpo y lo corporal desde la perspectiva humana del alma, de acuerdo cierta confluencia estoico-epicúrea según la cual el placer humano comienza en el cuerpo pero se culmina en el alma. [6]
Este dualismo relativo o relacional, complementario, entre estoicismo y epicureismo vuelve a observarse en otros ámbitos filosóficos, como en la disputa entre Schopenhauer, estoico y apolíneo, y Nietzsche, epicúreo y dionisiano; en donde observamos que el primero se hace estoico e incluso búdico para vivir epicúrea y pasotamente, mientras que el segundo es epicúreo o afirmativo hasta el límite de asumir estoicamente el hado (amor fati).
En estas disputas entre los contrarios Aristóteles y otros han predicado/practicado el medio o mediación entre los extremos, así pues la búsqueda del sentido como felicidad armónica por cuanto armoniza los opuestos distensionalmente.
La felicidad como clásica “eudaimonía” significaría precisamente esa mediación o co-implicación de los contrarios, representada por la positivación de lo demónico, así como por la asunción filtrativa de la realidad, y finalmente por la aceptación crítica del propio destino, sin recaer en la extremosidad del heroísmo insensato contra nuestros límites ni en el extremo del pasivismo ilimitado o sin límites. [7]