La historia que voy a contar, es de esas que al que las escucha le producen una cierta desconfianza. Por mucho que le hayan dicho que se trata de un caso real, duda que sea cierta tanta casualidad y tanto motivo para sonreír, pensar, ó… llorar. Sin embargo, quien me conozca personalmente podrá tacharme de sensible, pero no de mentiroso. Además, quien pertenezca al grupo de familiares o amigos más allegados, seguro que parte de esta historia les sonará por habérmela escuchado contar alguna vez. Todo empezó el día 16 de junio del año 1997. En la octava planta del Hospital Infantil de Zaragoza, donde se encuentra la Unidad de Enfermos Oncológicos, la vida de mi madre se consumía por culpa de esa terrible enfermedad llamada cáncer, y que tanto pavor nos produce aunque nos hablen de los grandes adelantos y progresos que se vienen haciendo para combatirla. Caía la tarde de ese día y yo acababa de pedirle a una enfermera, una manzanilla para limpiar los ojos de mi madre que presentaban un color amarillo verdoso. Salí un momento de la habitación y escuché el canto de un periquito procedente de una ventana del pasillo, a pocos metros de la habitación de mi madre. Parecía muy joven, quizá nacido esa misma primavera. Su color, era amarillo verdoso, el mismo color que como antes decía, presentaban los ojos de mi madre. Lo mismo podía haberse escapado de la pajarera que hay en La Rosaleda del Parque Primo de Rivera que de cualquier piso cercano. Lo cierto es que, para llegar hasta aquella ventana tan alta y en una tarde de tanto calor, tenía que haberse dado una auténtica paliza. Me acerqué con cuidado diciéndole alguna cosilla y cuando mi mano estaba a poco más de veinte centímetros de él, realicé un movimiento rápido y pude atraparle. Me preocupaba tuviera sed y hambre, pues era imposible saber el tiempo que llevaba perdido. Una pequeña ave de estas características, de no encontrar alguien que le ayude, puede fallecer a las pocas horas, victima de cualquier depredador o de sus propias necesidades. La manzanilla que había solicitado para limpiar los ojos de mi madre había llegado ya, y ahora estaba esperando se enfriara un poco. Poco antes, acababa de contar a las enfermeras la llegada del periquito y les había pedido una caja de cartón para llevármelo. Fueron unos minutos de mucho trajín. Llamé por teléfono a casa para advertir de mi llegada con el nuevo amigo. Mi mujer y mis hijos procuraron encontrar una pajarería todavía abierta, donde comprar una jaula y comida. En una palabra, que en unos días tan tristes, nos había llegado algo alegre y casi sin darnos cuenta, nos encontrábamos con una pequeña y nueva ilusión. A todo esto, cuando aquella manzanilla presentaba la temperatura ideal, me dispuse a limpiar los ojos de mi madre y, al mismo tiempo, le iba contando mi “encuentro” con el periquito. Mi madre sonrió con las pocas fuerzas que le quedaban y le dije que, ya que había llegado en aquel preciso momento, le podíamos poner de nombre: “Manzanilla”. Justo a los tres días, mi madre falleció. Así conocí el día más triste de mi vida y es algo que a veces creo que todavía no he superado. De aquel verano, no recuerdo si pasé mucho o poco calor. Estuve tres meses sin practicar mis aficiones musicales, porque no me apetecía y porque quise dedicar un luto especial a la persona que tanto quise y me quiso. Mientras tanto, “Manzanilla” se instaló en nuestra casa y más que una mascota, yo siempre vi en él algo así como la prolongación de la vida de mi madre. Soy de los que piensan que nadie muere del todo mientras haya alguien que cada día se acuerde de la persona fallecida, por eso, la presencia de “Manzanilla” hacía que esa idea se fortaleciera mucho más. Mi mujer y mis hijos, conociéndome como me conocen, supieron también que llegaría un día en que todo aquello me produciría volver a sufrir de nuevo el triste mes de junio de 1997, el día que “Manzanilla” se fuera para siempre. Quiso de nuevo el ¿destino?, que Manzanilla enfermara precisamente en un mes de junio. Tras vanos intentos de curación, murió la madrugada del día 22 de ese mes, justo siete años y tres días después de fallecer mi madre. Si como decía antes, los que tan bien me conocen sabían que cuando llegara ese día me iba a afectar muy especialmente, no podían suponer que fuera tanto. Ese entrañable “pequeñajo”, me recordó a mi madre cada día durante los años que estuvo con nosotros. Me la recordó igualmente cuando enfermó y, sobre todo, cuando murió. Por eso, cuando lo enterré, lo hice a los pies del columbario donde reposan las cenizas de Rafaela, mi querida madre. Manzanilla nunca fue un periquito de esos parlanchines y amaestrados, ni falta que le hizo. Sabía que nos había conquistado el día que llegó a nosotros. Siempre agradecimos que de tantas familias en Zaragoza, eligiera la nuestra, precisamente en unos días en que tanta falta nos hacía recuperar la sonrisa.
RAFAEL CASTILLEJO MURILLO – ZARAGOZA – AÑO 2004
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http://www.rafaelcastillejo.com/articmanza.html
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