domi Don DeLillo: la embriagadora necesidad de ser

En Cosmópolis, Don DeLillo  abreva en las perpetuas inquietudes de un escritor que se toma muy en serio las sutiles mutaciones de un mundo susceptible a la alienación y la indiferencia, un mal que tal vez sólo pueda resolverse con la muerte

 

 Imagina que el último día de tu vida transcurre en el estrecho, pero versátil, gabinete de una larga limousine. Que tu nombre suele pronunciarse con un nimbo de contradictorias emociones: odio, repulsa, envidia, asombro, menosprecio, admiración, atracción, respeto, turbación o adoración, porque tu imagen bullendo online en los pixeles de la página web corporativa prodiga en el imaginario de la aldea la ubicuidad de un mito milenario, de una fugaz encarnación en el limbo de Internet.
Imagina que tienes una fortuna oceánica y una aparente vida propia: una esposa multimillonaria como tú, glacial e indiferente como tú, introspectiva y errabunda como tú, pero, sobre todo, postrada en un confuso desorden epidérmico, vocacional, afectivo y emocional, exactamente como tú. Esa mujer, tu esposa, es un fantasma que comparte tu manía de omnipresencia: también ella aplaca el hastío recorriendo los extremos de Manhattan, encapsulada en una burbuja móvil, sólo que más breve y nada ostentosa, pintada de amarillo, porque, acaso, intenta preservar los vínculos urbanos de la gente común y, mientras tú viajas en la opulenta insignia del triunfo financiero, ella elige la ordinariez de un taxi y el hieratismo de un chofer babélico, quizá porque aquello le devuelve, un poco, esa vieja sensación de ciudadanía elemental.
Imagina que tu dinero es un flujo desbocado de cifras y caracteres, desfilando sin cesar por las pantallas de los muros acolchados de tu lujoso carromato. Esos símbolos, como runas, jeroglifos o ideogramas, son un galimatías que sólo tu talento puede descifrar: a través de ellos, te transformas en mago y profeta, en gitano y hechicero, y comienzas a bucear a la deriva del mercado, por el simple afán de dirigir, sostener o contemplar, el periplo, la lucha y el desastre de los esquivos capitales, riquezas encriptadas en el vacío informático que sustrae a la materia de la sustancia; caudales sin forma, sin volumen, sin olor; tesoros espectrales que nadie ha visto; números y letras insertados en la geografía del ciberespacio, porque, ¿quién ha tocado sus millones? ¿Quién apila su dinero en una bóveda y lo mide, lo cuenta, lo contempla? El poder y la riqueza, lo sabes bien, sólo es un halo implantado por los dígitos que habitan en el archivo bursátil a tu nombre.
Imagina que tienes por amante a una rubia oxigenada, una hembra que en la cuarentena de su vida sólo tiene dos afectos: su propia soledad y la pintura de Mark Rothko.
Y que eres un hipocondríaco que se hace chequeos médicos a diario, un nómada doliente al que no le importa que el doctor le explore el ano para revisar la próstata en plena limousine, mientras una de tus empleadas observa tu metafórica sodomía por un guante de látex, y luego, bajo el ritual de la inmolación y el voyeurismo, obtienen platónicos orgasmos sin que puedas evitar la angustia que te insufla el dictamen del galeno: tienes la próstata asimétrica.
Imagina que el último día de tu vida transcurre en el estrecho, pero versátil, gabinete de una larga limousine. Y que ese día te toparás con el caos que la visita del Presidente organiza en el infierno cotidiano de Nueva York; con una revuelta globalifóbica que amenaza la ataraxia de la especie como tú, la de los millonarios, los poderosos, los inversionistas y los especuladores; con las exequias callejeras a un rey del rap; con el conflicto existencial de recorrer la isla con un guardaespaldas enemigo; con el deseo inexorable por no ser.
Imagina que el último día de tu vida, aniquilas a tu bodyguard con su propia arma de cargo, y te quedas solo. Que miras displicente, impertérrito, cómo los globalifóbicos hacen pedazos tu carroza; que charlas con tu asesino, un desempleado de tu propia firma que jamás pudo perdonarte tu arrogancia, tu desdén, tu menosprecio; que te reconcilias con el pasado y sus espacios e, inevitablemente, asistes a la cita con la muerte, aunque ese día lo único que deseabas era cortarte el pelo.
Imagina que tienes veintiocho años. Que te llamas Eric Packer y que tu historia y tu creador también tienen nombre propio: Cosmópolis, firmada por Don DeLillo.
Las cicatrices del naufragio

 

Aclamada unánimemente por la crítica y los escritores devotos de la literatura periférica de este asombroso novelista (Paul Auster, Martin Amis, Julian Barnes y Salman Rushdie, entre otros), Cosmópolis (2003) es un notable ejercicio narrativo, donde el tiempo se diluye en el eje moral de sus tenues personajes. Un puñado de quimeras que languidecen bajo el peso del hastío, la monotonía y el deseo voraz por la aventura, donde DeLillo, como en Los nombres (1982), Ruido de fondo (1985), Libra (1988), Mao II (1991), Submundo (1997) y Body Art (2001) –sus más célebres novelas–, transforma al escenario caótico, opresivo, de un Manhattan hecho epicentro del cataclismo planetario, en la referencia individual y en el revés de la conciencia colectiva, para contemplar a un mundo que nunca llega a descifrarse; un mundo subyugado por la oscuridad y la extrañeza, por la fe y la apostasía, donde el destino es como una estación laberíntica y voluble, a la que los seres llegan con cicatrices de naufragio: para DeLillo, una vida es un conjunto de inextricables y variados elementos, que sólo puede revelarse bajo el método de la investigación documental y, por ello, en sus relatos importan todos los detalles: el mito, la historia, la cultura, la lengua, el recuerdo, la piel y el temperamento, son las huellas de la expresión terrestre de los hombres, el apacible pentagrama de una oda sin límites probables.
Quizá es por ello que Eric Packer, el insólito antihéroe de Cosmópolis, se empeña en discernir las claves de una sociedad caída en el desasosiego del derrumbe económico, en la angustia del terrorismo, la miseria multicultural y la obsolescencia de la guerra fría, mientras su auto se desplaza con el pasmo de las frustraciones cotidianas, sin otro propósito que observar el desgajamiento de la bolsa de valores que, junto con los otros valores arcaicos de la civilización (los atributos políticos, sociales, morales y emocionales), se despeñan irremisiblemente en la espiral de la anarquía.

 

“La rata deviene moneda de curso legal”. Don DeLillo cita esta propuesta de Zbigniew Herbert para esbozar la proclama globalifóbica de un comando que, súbitamente, toma por asalto los paraísos del consumo: restaurantes, galerías, hoteles de lujo, bancos y boutiques, en los que una caterva de individuos misteriosos hacen pintas, perturban a la clientela y depositan camadas de roedores como una especie de vituperio metafórico a la rapiña del capitalismo, aunque DeLillo y su personaje Eric Packer saben que el pillaje financiero es el motor fundamental del mundo moderno, y que el mercado es la peste del futuro. Un mal sin antídoto, un virus sin remedio, del que nadie puede sustraerse.
“-Ya sabes lo que produce el capitalismo. Según Marx y Engels, claro.
–Sus propios enterradores –dijo él.
–Pero éstos no son los enterradores. Esto es el libre mercado, sin más. Toda esta gente sólo es una fantasía generada por el mercado. No existen fuera del mercado. A ningún sitio podrían ir si se empeñaran en quedar fuera. No existe ese afuera (…)
–La cultura del mercado es total. Genera a esos hombres y mujeres. Son necesarios para el sistema que desprecian. Lo dotan de energía y concreción. El impulso que los mueve pertenece al mercado. Son producto de cambio en los distintos mercados del mundo. Por eso mismo existen, para refortalecer y perpetuar el sistema.”
El diálogo anterior, yermo y objetivo –como todas las voces en la obra de DeLillo–, es un diagnóstico certero de la utopía y las trampas de la fe del nuevo siglo. El mercado concibe un caudal de fantasías, la prosperidad y la derrota, el progreso y la miseria, el bienestar y el exterminio, la expansión y la corrupción, el imperialismo y el subdesarrollo, donde el dinero pierde sus cualidades narrativas, para enquistarse en la cultura y sobrevivir por y para sí mismo.

 

Eric Packer es un ente similar a estos procesos. Acuciado por la conciencia del deterioro físico en proporción directa con la fragilidad de la fortuna, la única hazaña que este yuppie se permite consiste en arriesgar unos mendrugos de dinero en la especulación, como una forma de salto al vacío en las ciénagas bursátiles, porque en su vida personal no hay nada que posea un valor superlativo. Ni la felicidad ni el sexo, ni el amor o el abandono forman parte de sus parámetros existenciales ni, mucho menos, de sus cánones estéticos. La belleza, para Eric Packer, sólo es la representación numérica del poder, y ésta es la posibilidad de ser en un espacio terrestre que ha perdido todos sus significados.
Si en Los nombres, Don DeLillo reflexionó sobre el misticismo de las civilizaciones a través de la mirada de un agente de seguros que intenta desentrañar los misterios ontológicos de Atenas, en un ejercicio literario cercano a la obra de Paul Bowles y Lawrence Durrell, y si en Submundo (la novela que algunos críticos señalan como su definitiva obra maestra) llevó a cabo una lúcida contemplación retrospectiva de los mitos y miserias de la sociedad estadunidense, a través de una pareja que mide sus hazañas y fracasos amorosos desde la guerra fría a un partido de béisbol de 1951, pasando por Vietnam y el primer ensayo de la bomba atómica soviética, en una elocuente narración que equipara los cambios personales con las transformaciones planetarias, digamos que Cosmópolis abreva en las perpetuas inquietudes de un escritor que se toma muy en serio las sutiles mutaciones de un mundo susceptible a la alienación y la indiferencia, un mal que tal vez sólo pueda resolverse con la muerte. Quizá es por ello que, en su agonía, DeLillo sugiere que Eric Packer tuvo la súbita, la inapelable y embriagadora necesidad de ser.

 

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