Hace unos días, el 13 de septiembre de 2016, miles de impresoras de inyección de tinta fabricadas por HP dejaron de imprimir, y mostraron en pantalla el mensaje de error que acompaña a estas líneas: “The following ink cartridges appear to be missing or damaged. Replace the ink cartridges to resume printing“.
El mensaje no respondía, en realidad, a ningún problema. La impresora estaba perfectamente, el cartucho funcionaba sin problemas, la calidad de la impresión no estaba resintiéndose, los niveles de tinta eran adecuados… no pasaba absolutamente nada. Simplemente, la marca había programado ese mensaje en el firmware de sus impresoras para que, a partir de esa fecha, impresoras que funcionaban perfectamente bien comenzasen a rechazar los cartuchos que no fuesen fabricados por HP y no permitiese imprimir a menos que fuesen reemplazados. Miles de clientes afectados protestando en los foros de la marca y sin poder imprimir nada hasta que no sustituyesen sus cartuchos, debido a un mensaje de software programado arbitrariamente en una fecha predeterminada.
Las disculpas de la marca, haciendo referencia a un supuesto efecto colateral imprevisto derivado de una actualización de firmware, son falsas: muchas impresoras que no tenían acceso a la red también resultaron afectadas por el error, lo que indica que la marca había tenido la “brillante idea” de programar ese error en fábrica: una fecha pre-programada para hacer saltar un error falso y conseguir que los clientes tuviesen que adquirir cartuchos originales.
Todo en el modelo de negocio de la impresión resulta profunda y asquerosamente repulsivo, desde hace ya muchos años. El catálogo de técnicas utilizadas para intentar incrementar las ganancias de las compañías es abrumador e inabarcable: precios completamente alejados de toda lógica que sitúan el valor de la tinta de impresora por encima del de la sangre de unicornio, máquinas en perfecto estado que podrían funcionar durante años que son descartadas porque es más barato adquirir una nueva que hacerse con cartuchos de recambio, rutinas programadas que obligan a la impresora a desperdiciar tinta en un depósito oculto lleno de material absorbente, el catálogo más demencial y absurdo de referencias de cartuchos para incrementar el número de incompatibilidades, aplicaciones que mienten sobre la cantidad de tinta que contienen los cartuchos, cartuchos programados para imprimir tan solo un cierto número de páginas, rutinas que obligan a imprimir absurdas páginas de diagnóstico que desperdician tinta sin servir para nada… sin duda, un buen número de directivos responsables de este tipo de dislates deberían haber pasado por la cárcel acusados de fraude.
Pero el problema, por supuesto, surge en la extrapolación del problema: que esta entrada esté motivada por un caso relacionado con las impresoras no debería hacernos olvidar que, en realidad, esto ocurre en prácticamente todas las industrias. Vehículos que detectan que están siendo sometidos a un test de emisiones y las falsean hasta que el test termina para volver a contaminar hasta treinta veces más, productos diseñados para fallar intencionadamente al cabo de cierto tiempo, composiciones de productos falseadas, garantías de origen ecológico o de determinados procesos de elaboración convertidas en papel mojado… mentir se ha convertido en algo sencillo y sin prácticamente consecuencias.
¿En qué momento decidimos como sociedad que tenía sentido prescindir del sentido más básico de la ética? ¿Cuándo tomamos la decisión de no castigar severamente determinadas actitudes, y en su lugar, pasar a considerarlas como algo normal? ¿Qué hace que alguien que miente de la manera más descarada y demostrable solo reciba una reprimenda o una multa leve, siempre por debajo de las ganancias que la mentira le origina? De verdad, con la mano en el corazón: llevo veintiséis años trabajando en una escuela de negocios, y puedo asegurar sin ningún tipo de remordimiento que jamás he visto que se enseñasen o se incentivasen en ella ese tipo de prácticas, ni por acción, ni por omisión. ¿No deberíamos, en un mundo hiperconectado, arreglárnoslas para castigar con la exclusión total del mercado a las marcas que incurren en este tipo de prácticas? En lugar de eso, preferimos aplicar una tolerancia infinita, y tras un primer escándalo recibido con grandes titulares, nos refugiamos en el olvido, en el absurdo argumento de la generalización, del “todos lo hacen”, o en la lógica de preferir el precio más barato a costa de lo que sea. ¿No deberíamos plantearnos qué parte de nuestra educación o de nuestros códigos sociales nos han traído hasta aquí?