La mitología hindú se refiere al mundo como una representación teatral de Dios. Para los hindúes, Dios no es un hombre mayor con barba blanca que se sienta en un trono con privilegios de la realeza; Dios es uno mismo, el Satchitananda (Sat «existencia», chit «consciencia» y ananda «dicha»). La realidad inalterable en su máximo apogeo es espléndida, plena y radiante. Basta con observar el cielo por la noche: todas esas estrellas son como fuegos artificiales en una noche de verano. Del mismo modo, el universo es una celebración.
Supongamos que por una sola noche pudieras soñar con lo que quisieras y que en ese sueño tuvieras el poder de vivir lo que serían más de cien años de tu vida (o los que tú quisieras).
Naturalmente, en esta aventura de tus sueños empezarías por cumplir todos tus deseos, disfrutando de todo tipo de placeres inimaginables. Una vez transcurridos los primeros cien años de placer absoluto, podrías pensar: «Vaya, ha sido increíble. Pero ¿y si ahora dejara que la vida me sorprendiera? Voy a soñar con tener una vida que no esté completamente bajo mi control». Y así lo haces: empiezas a disfrutar enfrentándote a todos los riesgos que te presenta tu mente y te vuelves cada vez más aventurero, arriesgando más y más hasta que al final terminas soñando exactamente con la vida que tienes en la actualidad. De entre una infinidad de posibilidades, terminas soñando con vivir esta vida; en otras palabras, no soñarías con ser Dios.
Según esta idea, la verdadera naturaleza de Dios reside en pretender que no es Dios. Él se abandona a su suerte, se traiciona a sí mismo y se pierde. De esta manera, todos pasamos a ser realidad esencial (no un Dios en el sentido político de rey, sino un Dios en el sentido de ser uno mismo). En el fondo, tú eres parte de toda esta realidad básica, pero pretendes no serlo. Y no hay nada malo en ello (en pretender que no eres Dios) porque en eso consisten las obras de teatro. Cuando vas al teatro te sientas en la butaca sabiendo que vas a ver una comedia, una tragedia, un thriller o lo que sea, y el público sabe que lo que va a ver a continuación en el escenario no es real; pero los actores conspiran contra ti y tratarán de persuadirte para que creas que lo que está sucediendo en el escenario sí es real. Quieren teneros a todos en vilo, quieren aterrorizaros o haceros llorar o reír – su objetivo es sumergiros por completo en la obra. Y si un buen actor humano puede llegar a atrapar a toda una audiencia y hacerles llorar, imagínate lo que podría llegar a hacer un actor cósmico. Uno podía engañarse a sí mismo por completo y actuar con tal realismo que al final acabaría tomándose la obra totalmente en serio.
Tú estás aquí sentado pensando que realmente estás aquí. Te has convencido a ti mismo estupendamente, y actúas tan bien que incluso sabes que éste es el mundo real. Pero sólo estás actuando, y en este caso, el público y el actor son el mismo.
¿Sabías que la palabra persona significa «máscara»? La persona era la máscara que llevaban los actores en las obras griegas y romanas que se caracterizaba por tener una boca con forma de megáfono que proyectaba el sonido en los teatros al aire libre. Per significa «a través de», y sona significa «por donde pasa el sonido»; ésa es la máscara, la que te permite ser tanto una persona «real» como el mayor impostor. El dramatis personae al comienzo de una obra es la lista de personajes que interpretarán los actores. Durante el proceso de olvidar que esta vida es una obra teatral, la palabra para designar un papel (para designar la máscara) ha llegado a significar quién eres realmente: una persona.
No intento convencerte de esta idea en el sentido de convertirte en ella; sólo quiero que juegues con ella, que le des vueltas. No estoy intentando demostrar nada, sólo planteo una posibilidad de vida sobre la que poder reflexionar.
En lugar de pensar que eres víctima de un mundo mecánico o de un Dios autocrático, por qué no pruebas esto: la vida que estás viviendo es la vida en la que tú mismo te has metido, lo que pasa es que no quieres admitirlo porque prefieres pensar que la vida es algo que simplemente ocurre. En vez de culpar a tu padre por excitarse al ver a tu madre y esperar que ambos asuman la responsabilidad de la mala vida que llevas (ya que fueron ellos los que te trajeron al mundo), por qué no intentas pensar que fuiste tú ese brillo en los ojos de tu padre cuando se acercó a tu madre y que tu intención desde el principio fue la de involucrarte deliberadamente en tu propia existencia. Incluso si tu vida fuera horrible, plagada de sífilis, tuberculosis y picaduras varias, aun así, todo habría sido un juego. ¿Qué hipótesis hay mejor que ésta?
Está claro que, si vives en este mundo considerándote una marioneta diminuta e indefensa o creyendo que la vida está llena de trampas y peligros, vivir para ti será siempre un lastre. No tiene sentido seguir viviendo a menos que dispongas de unas condiciones de vida óptimas en las que realmente todos nos encontremos en un estado de dicha y deleite absoluto. Sin embargo, todos pretendemos lo contrario por pura diversión. Juegas a la «desdicha» para experimentar la verdadera «dicha», y en este juego de la desdicha puedes llegar tan lejos como quieras porque, cuando te despiertes y dejes de jugar, todo será increíble. No hay negro sin blanco, como tampoco blanco sin negro: ésa es la idea más básica y fundamental.
En eso consiste la obra. Así pues, para ser directo y resumir mi metafísica, tenemos en primer lugar el yo central (puedes llamarlo Dios o como quieras), que somos todos nosotros y que hace el papel de todos y cada uno de los seres de todo el universo; juega al escondite consigo mismo involucrándose en aventuras increíbles en las que termina perdiéndose, aunque al final siempre despierta y vuelve en sí. Cuando estés listo para despertar despertarás, y si aún no lo estás, seguirás fingiendo ser un «pobrecito de mí».
Pero como estás leyendo todo esto e involucrándote en algún tipo de indagación, asumo que estás en proceso de despertar o quizás sólo estés tentándote a ti mismo con algún tipo de flirteo con el despertar, pero sin ir en serio; o quizás no te lo estés tomando en serio, pero estés siendo sincero: entonces, ya estarías listo para despertar. Si es así, (si realmente estás en proceso de despertar y de descubrir quién eres en realidad), el siguiente paso es conocer a un personaje llamado gurú.
Para los hindúes, el gurú es el maestro, el «que te despierta». El trabajo del gurú consiste en mirarte a los ojos y decir: «¡Venga, sal de allí, sé quién eres en realidad!», por lo que, ante cualquier cosa que le expliques al gurú (tus problemas, tu afán de ganarle al universo, tu búsqueda de la iluminación, tu sed de sabiduría espiritual o lo que sea), él te mirará y te preguntará: «¿Quién eres?». La gente solía dirigirse al famoso gurú Sri Ramana Maharshi para preguntarle quién fueron en sus encarnaciones pasadas (como si eso tuviera alguna importancia) y él los miraba y les preguntaba: «¿Quién hace la pregunta?». Decía algo así como: «Me estás mirando a mí y a tu alrededor sin saber qué hay detrás de tus propios ojos. Mira en tu interior y descubre quién eres». Tengo una fotografía suya espectacular en mi casa, y cada vez que paso junto a ella miro a través de sus ojos y puedo ver su sentido del humor reflejado en ellos. Escucho su risa cantarina diciendo: «¡Vamos, sal de ahí! Sé que eres tú, Shiva. ¡Qué ropa más estrafalaria llevas hoy!».
Los gurús son, por supuesto, embaucadores. Utilizan todo tipo de trucos cuyo objetivo es hacerte pasar por un proceso porque, hasta que no sientas que has pagado un precio por ello, no despertarás.
El profundo sentimiento de culpa o la ansiedad que sientes son simplemente formas de avivar el juego y así poder seguir llevando tu máscara y tu disfraz. En el cristianismo son expertos en hacerte sentir culpable por el mero hecho de existir.
Llegas incluso a aceptar esa noción de que tu propia existencia es una ofensa y que no eres más que un ser humano decadente. Cuando era pequeño, durante los servicios del Viernes Santo nos daban a cada uno una postal a color con un Jesús crucificado y un escrito debajo que ponía: «Esto lo he hecho por ti. Y tú, ¿qué haces por mí?». ¡Te hace sentir mal! Como si hubiéremos sido nosotros los que hubiéramos clavado a Jesús en una cruz. Y así es como nos sentimos culpables por el mero atrevimiento de existir.
Pero esa culpa es el velo que rodea el santuario; es una barrera con una señal de advertencia que pone: «¡Ni se te ocurra entrar!». Cuando te inicias en una disciplina u otra, antes de conocer el gran misterio que se esconde detrás, siempre hay alguien más sabio o con más derecho que tú que te dice, «No, aún no. Primero tienes que cumplir este requisito, luego este otro, luego otro, y sólo cuando los hayas cumplido todos te dejaremos entrar». Ésa es otra manera de hacerte pasar por un proceso, porque no despertarás a menos que creas que te lo mereces y tampoco sentirás que has despertado a menos que el camino haya sido difícil. Por ello, te sometes a ti mismo a innumerables pruebas hasta que el camino sea lo suficientemente arduo, y sólo entonces eres capaz de reconocer quién eres en realidad. Si te paras a pensarlo resulta todo bastante rocambolesco.
Según la filosofía zen, cuando alcanzas el satori o la iluminación, lo único que te queda por hacer es echarte a reír. Lo que hacen los maestros zen (y todo tipo de maestros, de hecho) es colocarte delante una barrera y hacerte pasar todo tipo de pruebas, aunque realmente lo que están haciendo es seguirte el juego. Hay un proverbio zen que dice que a aquellos que quieran estudiar zen deberían golpearles con un palo, porque estaría siendo lo suficientemente estúpido como para fingir, en primer lugar, que tiene un problema. Tú no tienes ningún problema: tú eres el problema. Tú eres el único que te estás poniendo en esa tesitura.
La pregunta básica que deberíamos hacernos todos es la siguiente: ¿te consideras una víctima del mundo o te consideras a ti mismo como parte del mundo? Si te defines solamente como un mecanismo voluntario de tu sistema nervioso, entonces te estás definiendo como una víctima de este juego en el que sientes que la vida es una especie de trampa impuesta por Dios, por el destino o por el mecanismo cósmico y vives pensando «Ay, pobrecito de mí». Por otro lado, podrías incluir también en tu propia definición aquello que realizas involuntariamente y definirte a ti mismo como dueño de tus acciones (como hacer palpitar tu propio corazón, o hacer crecer tu propio cabello) sin que nadie te las imponga. No eres ninguna víctima, sino el que actúa. Quizás no puedas explicar cómo lo haces, porque tardarías demasiado y las palabras son imprecisas y cargantes, pero lo que sí puedes hacer es atribuirte tu propia existencia y proclamar a los cuatro vientos: «He sido yo». Se trate de una comedia o una tragedia, tú eres el máximo responsable.
Éste parece ser un punto de partida mucho más alegre, productivo e interesante y, obviamente, es mucho mejor que definirnos como víctimas miserables, pecadores o cosas por el estilo.