Jorge Freire, filósofo y escritor, publica Hazte quien eres. Y advierte: no es un libro de autoayuda, a la que califica como «una ideología neoliberal envuelta en un discurso bobalón y complaciente, que ofrece soluciones fáciles apoyándose en el mito del individuo libérrimo y decisionista». Muy al contrario, su obra es «una requisitoria contra el narcisismo individualista», dice.
Por Gonzalo Muñoz Barallobre
La obra del filósofo y escritor Jorge Freire (Madrid, 1985) comienza con dos ensayos, uno sobre Edith Wharton y otro sobre Arthur Koestler. Pero es su obra Agitación. Sobre el mal de la impaciencia (Páginas de espuma, 2020) la que le lleva al gran público (fue uno de los libros más vendidos durante la cuarentena) y al reconocimiento de la crítica (El Confidencial y El Cultural lo incluyeron entre los mejores libros de 2020).
En la portada leemos: Hazte quien eres. Un código de costumbres. Lo primero de todo, ¿qué diferencia a un libro de filosofía de uno de autoayuda?
La autoayuda no es más que ideología neoliberal envuelta en un discurso bobalón y complaciente. Ofrece soluciones fáciles apoyándose en el mito del individuo libérrimo y decisionista. Aunque su título llame a engaño, Hazte quien eres es una requisitoria contra el narcisismo individualista. Sobra decir que no hay en él respuestas mágicas. La filosofía, si se inscribe en la vieja tradición de las consolatione, como es el caso, ora te pone una mano en el hombro y te infunde ánimo, ora te agarra de la pechera y te zarandea. Quiero que este código de costumbres sea un aldabonazo para el lector.
¿Quién es el hartosopas y por qué lo considera el símbolo de nuestro tiempo?
La democratización del señoritismo corre pareja al empobrecimiento de la clase media. Nos damos «lujos» como cenar unas salchichas premium o una hamburguesa gourmet, y después de comernos un menú de nueve euros en Casa Emilio, ponemos en TripAdvisor que el servicio era mediocre. ¿Cómo no va a ser el hartosopas el santo patrón de nuestra época? Este castizo personaje, en tiempos idos, nunca salía de casa sin llenarse el jubón de migas y engrasarlo con tocino, aun cuando no tuviera dos reales. Era su forma de patentizar que no era pobre, puesto que iba harto de sopas. Hoy se pringaría el blusón de salpicaduras y lo enseñaría en Instagram.
«La democratización del señoritismo corre pareja al empobrecimiento de la clase media. Nos damos ‘lujos’ como cenar unas salchichas premium o una hamburguesa gourmet»
Menciona que hoy la gente practica una sinceridad a discreción… ¿Qué opinas de aquellos que se autodenominan «sincericidas»?
No puedo con ellos. Cuando alguien pretexta que es muy sincero, es que va a soltar alguna grosería. Ya decía Ortega, con razón, que lo espontáneo del hombre es el mono. ¡Qué manía tienen algunos de hablar «sin pelos en la lengua» y decir «las cosas claras»! ¿Sinceridad a discreción? Mejor practicar la discreción a secas y que la sinceridad se la guarde uno donde le quepa.
Heráclito escribió que «el carácter es destino». ¿Cree que la gente sabe distinguir entre temperamento y carácter?
El carácter no cambia. Cosa bien distinta es el temperamento, cuyas aristas conviene limar. Por supuesto, muchos no se atreven a hacerlo, y por eso lucen pétreos, uniformes y desgastados, como cantos rodaos. Si no lo haces tú, ya lo hace la vida por ti. El otro día, viendo un vídeo de Jero García en el que reconvenía a un chaval con un genio terrible, me preguntaba por qué no se enseña a nuestros adolescentes a controlar la impulsividad. Cuando es incapaz de empuñar las riendas del caballo díscolo, el auriga se expone a un castañazo.
En el capítulo Despierta del letargo dice: «Le encantaría plantar un árbol, pintar un cuadro, montar una maqueta del Titanic o escribir un libro, o al menos eso dice, pero, mira tú por dónde, se pasa el día mirando el WhatsApp». ¿No decía Spinoza que la impotencia era una forma de tristeza?
Quien renuncia a cultivar los dones que le han sido otorgados es como el campesino que lanza semillas fuera de surco, haciendo que se agosten; pero el campo, en este caso, es uno mismo. Cultura es cultivo. Por eso quien renuncia a cultivarse rápidamente se llena de yerbajos y se enmaleza. Nada hay tan malo, a este respecto, como la pereza. Acertaron los Padres del Desierto cuando la declararon pecado mortal. El perezoso es una caricatura de sí mismo.
En otro capítulo, Domínate, habla de la importancia de postergar la gratificación. ¿Por qué es tan importante?
Porque solo es libre quien sabe gobernarse. Como decía hace unos días Juan Arnau, si la libertad se redujese a satisfacer deseos, un bebé satisfecho sería libre. Sócrates llamaba enkrateia al dominio de uno sobre sí mismo. Quien carece de ello sufre de akrasia y es, en consecuencia, un incontinente, como ese bebé que se hace pis encima. Que la sociedad consumista no nos engañe: cumplir voliciones no nos hace ser quienes somos. La liebre siempre corre más que los lebreles.
Habla del thymos, del coraje, y su importancia en el día a día de todos nosotros. ¿No le parece que la educación de hoy crece de espaldas a esta noción?
El thymos era, según Platón, la tercera parte del alma. Puede traducirse como honor, como arrojo, como coraje… Palabras, todas ellas, que hoy no están bien vistas. Por eso el sujeto contemporáneo, compuesto de razón y deseo, no es más que un zampabollos consumista. El homo economicus no da para más. ¿Por qué tantos docentes renuncian a educar a sus catecúmenos en la fortaleza de carácter, en la valentía, en la nobleza? Porque son hijos de su tiempo. Ante eso solo queda seguir el consejo de Schiller: vive con tu siglo, pero no seas obra suya. Seamos, pues, extemporáneos.
«Sócrates llamaba enkrateia al dominio de uno sobre sí mismo. Quien carece de ello sufre de akrasia y es, en consecuencia, un incontinente. Cumplir voliciones no nos hace ser quienes somos»
En el capítulo 3 del libro señala que la naturaleza humana es mimética. ¿Qué importancia tiene para usted la capacidad de admirar?
Es bueno tener un superior ante el que velar armas. Hasta Julio Cesar derramó lágrimas en Cádiz ante la estatua de Alejandro. Poner la proa hacia el ideal no basta para llegar a puerto, pero al menos avanzas un buen trecho.
Escribe: «[…]el pobre viejo no era más que un ejemplar típico, y su vergüenza resultaba insignificante: no tenía siquiera el ingenio de inventar un vicio nuevo.» ¿Cuál es el vicio principal de nuestra sociedad?
Cuando la virtud mengua, el vicio se desdibuja. Y el vicio de nuestra sociedad es, precisamente, su falta de sustancia. Quienes son ajenos a la voluptuosidad, el azar y la ebriedad tienen que contentarse con el porno, las tragaperras y el botellón. En sus pecadillos, que son veniales, llevan la penitencia.
En el libro habla sobre la necesaria búsqueda del placer y al hacerlo menciona el placer inútil. ¿No estamos ante un oxímoron?
La vida es un juego, y por ello la observancia de sus reglas resulta preceptiva. De igual manera, hay placeres que son inútiles, y ello no les resta importancia; son, de hecho, los mejores. ¿Cómo disfrutar de ellos? Educando el gusto. Para los ilustrados, tan importante era consultar la Enciclopedia como ejercitar la conversación en los salones. Convendrás conmigo en que es bueno que algunas cosas se sustraigan de lo instrumental.
Me gusta mucho el concepto que aparece en el capítulo Desconfía de los expertos: tecnodicea. ¿Puede explicarlo?
Es uno de los mitos de nuestro tiempo. Con ese concepto —que antes habían usado Patxi Lanceros y Manuel Luna, cosa que entonces yo desconocía— aludo a la creencia según la cual la tecnología solucionará todos nuestros problemas. De esta superstición se sirven los expertos cuando proyectan un futuro ineluctable en que, al calor de la Cuarta Revolución Industrial, nuestras condiciones laborales se verán seriamente alteradas. Ocioso es añadir que, por mucha jerga con que disfracen su cháchara, media poco trecho entre dichos expertos y el arúspice romano que escrutaba las entrañas de una oca.
A propósito de la tecnodicea, ¿qué opinión le merece el transhumanismo?
Chatarra averiada del capitalismo avanzado. Se afianza en un mito, cuando menos discutible, según el cual la naturaleza humana es infinitamente dúctil. Y cuenta con un elemento escatológico, también harto cuestionable, que establece la superación de la humanidad por sí misma. Qué quieres que te diga… Me encantaría que, como al final de 2001, pasásemos de ser el atribulado David Bowman a ser ese bebé cósmico tan rozagante y tan luminoso. Pero me cuesta tomar en serio toda esta mitología redentorista. Conque a otro perro con ese hueso.
«Pensar que uno se basta y sobra, que a nadie debe nada, es como marcar gol y pensar que no precisas del concurso de los otros diez jugadores. Desconozco si la ingratitud está de moda, pero goza de muy buena salud»
¿Qué es la turbonormalidad?
La realidad hormonada y tumefacta que muestran las redes sociales. Nada hay más turbonormal que meterle filtros a la vida hasta que pegue el cantazo. El turbogusto, que es la deformación del gusto por adecuación a la turbonormalidad, establece un canon de belleza formado por los ojos de anime, las pestañas magnéticas y el bronceado artificial. Por eso el españolito medio ya no es Alfredo Landa, sino un tronista de Mujeres, hombres y viceversa.
Los futbolistas se dedican a sí mismos los goles; los músicos, los premios… ¿Está de moda la ingratitud?
Pensar que uno se basta y sobra, que a nadie debe nada, que es el único artífice de su ventura, es como marcar gol y pensar que no precisas del concurso de los otros diez jugadores. Desconozco si la ingratitud está de moda, pero goza de muy buena salud.
La Academia se fundó sobre el gimnasio de Academo. Nietzsche escribió: «El cuerpo es una gran razón». ¿Por qué el cuidado del cuerpo no aparece en este código de costumbres?
El «culto al cuerpo» es una gran mentira. Lo que hoy cunde es el odio al cuerpo. ¿Qué tiene que ver el deporte con el olimpismo? Ya no se trata de un ideal de perfección, interior y exterior, sino una mera competición reducible a números. Y no me refiero a los atletas profesionales. Uno sale más o menos satisfecho del gimnasio en función del número de calorías quemadas, de kilómetros recorridos y de litros de líquido cefalorraquídeo exhudados. Competir, competir, competir… El deporte limitado a lo cuantitativo no es más que otra cadena con la que nos aherrojamos.