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Archivo por días: febrero 24, 2012
Qué ocultan los reyes
Al igual que el pueblo siempre ha requerido la ayuda y el consejo de hechiceros, videntes, curanderos… también las monarquías, cuando la adversidad de las circunstancias no dejaba otra opción, se han rodeado de esta corte de personajes mágicos, capaces de casi todo…
José Gregorio González
Ya fuese para llenar sus arcas con el oro que prometían transmutar los alquimistas, recuperar la salud con los elixires y brebajes que fabricaban los espagíricos, o dependiendo el destino de sus gentes a través de la posición de los astros o por los augurios que los espíritus transmitían a los brujos de la corte, su saber ha sido capital.
La historia esta repleta de consejeros, magos y agoreros que al servicio de la realeza interpretaban los sueños del monarca desde tiempos del bíblico Nabucodonor, hechizaban a sus enemigos con prácticas como el aojamiento -tan en boga en el siglo XV durante el reinado de Juan II de Castilla-, o dominaban a los demonios con sortilegios varios como los recogidos en la famosa Clavícula Salomonis atribuidas al Rey Salomón. Los agoreros se preocupaban en descifrar para sus señores las señales del destino, estuvieran éstas codificadas en el vuelo de las aves, en las entrañas de animales o en fenómenos de la propia naturaleza contemplados como avisos, ya fuera el paso de un cometa, la oscuridad de un eclipse o el brillo de una determinada conjunción planetaria, augurios especialmente significativos entre los monarcas chinos. Esa fijación por lo mágico se traducía también en el uso frecuente de talismanes y amuletos especialmente preparados para tan insignes portadores, como es el caso del singular «Talismán de la Felicidad» de la reina francesa Catalina de Médici, confeccionado por el célebre Nostradamus.
Coleccionistas de reliquias
Luis IX se trajo de las Cruzadas -que le convirtieron en santo- la corona de espinas que depositó en la Capilla Real de Francia; Felipe II contaba en su nutrida colección de reliquias con su propia copia a escala de 32 cm de la Sábana Santa que puede ser contemplada aún en sus aposentos del monasterio de El Escorial, mientras que monarcas como Carlos Martel, Carlomagno y Federico I el Pajarero poseyeron cual poderoso talismán la Santa Lanza, el arma que según la leyenda atravesó el costado de Jesús en el Gólgota. Esta filia de la realeza por las reliquias podría ser incluso contemporánea del propio Jesús, puesto que según la Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesárea, el rey de Edesa, AbgarV, habría recibido una tela con el rostro del Mesías grabado en ella, que obraría el milagro de sanarle de la lepra negra que padecía. La más importante de la cristiandad, la Sabana Santa de Felipe II murió rodeado de más de trescientas reliquias -como la de la izquierda-, dando un aspecto siniestro a la escena, convencido del poder de las mismas.
Turín, perteneció durante siglos a la Casa de Saboya, hasta que el rey Humberto la donó en testamento a la Iglesia. Volviendo con Felipe II, en su colección de 7.422 reliquias se podían encontrar desde la cabeza de san Hermenegildo a la grasa y algunos huesos de san Lorenzo, así como despojos de vírgenes, santos y mártires distribuidos en relicarios ubicados en altares, y a lo largo de todo El Escorial como instrumentos de protección. La fe en las reliquias del monarca fue tanta que llegó a introducir el cuerpo del monje incorrupto Diego de Alcalá en el lecho de su hijo, el príncipe Carlos, que salió de su agonía al cabo de un mes, abriendo las puertas de la santidad al fraile franciscano fallecido un siglo antes. En ocasiones la reliquia era parte de algún miembro de la realeza, como la mano momificada del infante de Aragón y Navarra, el Príncipe Carlos de Viana, que curaba al toque algunas de las enfermedades de quienes se acercaban con fe a la abadía de Poblet desde la segunda mitad del siglo XV.
No dejó de ser frecuente también que algunos monarcas se dejaran aconsejar por místicos e iluminados que aseguraban transmitir los designios de Dios o que usaran su privilegiada posición para acceder a los saberes ocultistas de otras culturas ajenas. En este caso, resulta ejemplarizante la figura del monarca castellano Alfonso X el Sabio, quien desde su corte de Castilla y León auspició una sobresaliente recuperación y traducción de diversas obras ocultistas. Ciencias mágicas como la astrología fueron oxigenadas por Alfonso X gracias a la publicación, bajo su reinado y directa supervisión, de obras como el Libro de las Tablas Alfonsíes y el Libro de la Cruzes, singulares tratados astrológicos cuya influencia posterior en este tipo de literatura se dejan’a sentir durante siglos. Asimismo, resulta destacada la colección de textos conocida como Lapidario de Alfonso X el Sabio, una compilación de una quincena de tratados de los que apenas se conservan cuatro, en los que se detallan de forma pormenorizada las cualidades mágicas y terapéuticas de centenares de piedras, determinadas en gran medida por los planetas y las constelaciones al más puro estilo new age, pero adelantándose nada menos que en 700 años al citado movimiento. Lógicamente, cabría citar en relación con este monarca el Picatrix, un compendio de magia cuya autoría se ha querido atribuir erróneamente al propio soberano en el que los talismanes, brebajes y rituales acaparan el protagonismo.
Toques de salud
Si bien la mayoría de las veces la realeza se rodeaba de lo que hoy no dudaríamos en definir como hacedores de prodigios inexistentes, en ocasiones eran los propios monarcas quienes aparecían revestidos ante los ojos de su pueblo de esos presuntos poderes sobrenaturales. El ejemplo más notorio de lo que decimos nos remite al caso del llamado «toque regio», la curación de los enfermos a través de la imposición de manos realizada poremperadores y monarcas de todos los tiempos. «El poder de curar por contacto -escribe Enrique de Vicente en Los Poderes Ocultos de la Mente- que antiguamente se consideraba un atributo de los dioses, persistió como parte de la extendida creencia en el origen divino de la institución monárquica». Efectivamente, la tradición le otorga al rey noruego Olaf II de Haraldsoon el poder de curar a sus subditos, lo que ayudó, sin duda, a ser elevado a los altares del cristianismo, suerte que no corrió Baldomero I, rey de Dinamarca, a pesar de igualarle en prodigios. Por su parte historiadores como Tácito o Suetonio nos dejaron noticia de los poderes de Vespasiano para curar la ceguera, la cojera, dolores de diversa naturaleza y dolencias neurológicas, mientras que a través de la imposición de manos Adriano aliviaba rápidamente la hidropesía. El poder real no sólo se transmitía por las manos, sino que en el singular caso del rey Pirro -que gobernó Epiro en el siglo III a. de C.-, el alivio de los cólicos y de los problemas de bazo de los pacientes que acudían en busca de su ayuda se recibía a través del contacto con los pies del monarca, concretamente con sus dedos gordos, que según cuentan Plutarco y Plinio para irritación del padre Benito Feijoo, permanecieron incombustibles al fuego que incineró el cuerpo del monarca a su muerte. Un efecto similar tenía quince siglos después el pie de Sancho II de Castilla, quien a finales del siglo XIII curaba a los posesos recitando pasajes del Evangelio. Mientras lo hacía, su pie descansaba sobre la garganta del endemoniado…
Otro ejemplo es el segundo rey cápete Roberto el Piadoso de la Francia del siglo XI, al que se le recuerda en las crónicas de la época como un sanador capaz de curar la lepra y otras enfermedades, haciendo el signo de la cruz sobre los pacientes. En aquella época, su homólogo inglés el Confesor sanaba el bocio apretando el cuello de los enfermos, colgándoles una moneda y posteriormente orando por ellos, proceso del que incluso se llegó a hacer eco William Shakespeare. De Enrique VIII se cuenta que curaba epilépticos tocando anillos de oro que luego entregaba a quienes padecían esta alteración neuronal. No obstante, la mayoría de los monarcas demostraban una singular eficacia curando específicamente el llamado «mal del rey», la escrófula o adenopatía tuberculosa. Bultos deformantes, ulceraciones y supuraciones malolientes localizadas en el cuello, así como en la ubicación de los nodulos linfáticos, eran los síntomas visibles de esta patología ampliamente extendida durante la Edad Media, que los monarcas aceptaban tratar a través de la imposición de manos o la administración, entre los enfermos, de monedas tocadas por el propio soberano. La reina Isabel I de Inglaterra oraba y tocaba sin pudor las llagas de sus ¡^ subditos pidiendo por su sanación, mientras que Carlos I llevó a cabo amplias sesiones colectivas, entre las que alcanzó celebridad la realizada con cien enfermos en junio de 1633, escena que con relativa facilidad podemos comparar con las que nos ofrecen hoy en día los telepredicadores. Estas terapias fueron continuadas por Carlos II, del que se cuenta que llegó a repartir hasta 90.798 monedas de oro, tocadas por él, a enfermos que supuestamente sanaban de sus trastornos. En el extremo de la virtud nos encontramos a San Luis, quien siglos atrás se consideraba un simple vehículo a través del cual la divinidad operaba; «El rey te toca, Dios te cura», era la frase que decía mientras tocaba al paciente, que debía beber durante varios días el agua en la que el monarca enjuagaba sus manos tras la imposición.
OVNIS , ALIENS Y LA CUESTION DE CONTACTO- RED RADIO ARGENTINA – Bibiana Bryson
Una colaboración de GalacticEmbrace
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Cómo mejorar el rendimiento en el deporte a través de la conciencia
Los descubrimientos que la ciencia –en especial la física cuántica- ha hecho en los últimos tiempos han constatado que, en contra de lo que se creía tradicionalmente, especialmente en el mundo occidental, ya no habitamos más en un universo material, externo, objetivo e inerte, sino que muy al contrario éste forma parte de un campo de energía que lo conecta todo, de naturaleza holográfica, donde lo que hacemos en una parte afecta en mayor o menor medida a la totalidad y de manera instantánea. En este nuevo universo de estructura fractal no sólo dejamos de ser meros observadores sino que somos consciente o inconscientemente cocreadores participativos de esta realidad, al darnos cuenta de que la manera en que nos `comunicarnos´ con él es a través del lenguaje de nuestras creencias, que son la base sobre la que se asientan nuestros pensamientos, emociones y sentimientos.
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