De todas las posibilidades que le están reservadas a la existencia humana, pocas tan ciertas como la enfermedad. Nada, se dice, está garantizado… salvo ciertas excepciones, entre las cuales se encuentra caer enfermos. Tarde o temprano nuestro cuerpo (“destinado a la ruina y la disolución”, dice Freud en un pasaje de El malestar en la cultura) sucumbe al embate de la enfermedad, sea porque esta se incuba silenciosa e inadvertidamente desde el interior, sea porque, como es quizá más común, algo del mundo exterior lo invade, lo perturba, lo ataca, lo vuelve una presa inerme de una amenaza insospechada. Accidentes, descuidos, malformaciones, deficiencias, enfermedades congénitas, infecciones, contagios, intoxicaciones… las causas y los rostros de la enfermedad son muchos y muy variados, pero su destino o su propósito es uno solo: evidenciar la vulnerabilidad del cuerpo y, más aún, la vulnerabilidad de la vida en sí, la fragilidad de esto que implica estar vivos, la facilidad con que podemos pasar de “estar bien”, estar enteros, hacerlo todo con vigor y entusiasmo, a un estado de debilidad y precariedad en el que, según sea el caso, podemos sentir que no tenemos ni energía ni ganas ni para mover un dedo, ese estado en el que duele respirar, duele moverse, duele, sí, estar vivos, pues inesperadamente eso nos hace sentir la enfermedad: el significado más crudo, más palpable, de estar con vida. Seguir leyendo Nunca valemos tanto como cuando estamos enfermos: un fragmento de Plinio el Joven →