domi LOS ENFERMOS MENTALES EN LA EDAD MEDIA

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En este artículo vamos a comprobar la relación existente entre la posesión, la brujería y las enfermedades mentales, y comprobaremos la evolución de la concepción que tenían sobre la brujería tanto el pueblo como la Iglesia, para terminar comprobando que la Iglesia no hubiera podido subsistir sin la brujería, entendida como su contraria debido a intereses económicos y sociales, aunque ésta existía en forma de ritos paganos de la época romana que aún persistían en la península, lo cual demuestra que en absoluto tenía vocación de contrariar en un principio la doctrina católica, sino que sus seguidores más bien se vieron en la necesidad de defenderse de los ataques de la Iglesia. También veremos que en ese afán por perseguir a los brujos, la Iglesia también se llevó por delante a muchos enfermos mentales cuyas enfermedades (epilepsia, histeria, esquizofrenia, etc.) eran a menudo tachadas de posesiones demoníacas o de brujería, de manera que infinidad de inocentes murieron en la hoguera.

La Edad Media

Lo más sobresaliente de este período es el virulento resurgir de la ancestral visión demonológica de la enfermedad mental y la pretensión de eliminar la concepción física del campo de la medicina.

Durante la Baja Edad Media (s. IX – XI) existió una relativa permisividad hacia las tradiciones paganas y demonológicas; la mayoría de las personas recurrían a brujas y magos para resolver sus problemas. Durante este período, cabe destacar también el trato humanitario que los enfermos mentales recibían en los múltiples monasterios; claro está, que quedaban fuera de este trato humanitario todos aquellos enfermos que presentaran conductas violentas o muy desagradables. Pero, a medida que fue transcurriendo el tiempo, la Iglesia católica fue escalando puestos hasta llegar a ser la rectora absoluta de la vida de los ciudadanos, y la estricta moral cristiana choca con la tradición popular apegada durante siglos a costumbres paganas más liberales. El clima de tolerancia inicial comienza inevitablemente a reducirse. A todo esto hay que añadir que se dio un periodo de crisis social (hambre, miseria, peste…) así como innumerables guerras sangrientas. Dada la falta de cauces para expresar el malestar, comienzan a desarrollarse curiosos modos de expresión emocional, brotes de locura colectiva, es decir, alteraciones extremas del comportamiento que llegaron a afectar a poblaciones enteras. Durante estos siglos se registraron epidemias de manías danzantes: delirios frenéticos, saltos, bailes, convulsiones… Existían curiosas creencias populares como la de que si se bailaba sin parar, la persona quedaba inmunizada ante una posible picadura de tarántula; ciudades enteras fueron contagiadas, los ciudadanos podían pasar horas, a veces días enteros danzando, saltando, riendo… En Italia, este fenómeno se conoció como tarantismo; se extendió por toda Europa, donde se le acabó conociendo con el nombre de Baile de San Vito. Otro ejemplo de epidemias de este tipo lo constituye los ataques colectivos de licantropía, que hacía vagar a los afectados aullando como lobos, o las posesiones grupales. Una de las hipótesis explicativas de estos fenómenos es que estos extraños comportamientos eran parecidos a los ritos que la tradición greco-romana celebraba en honor de ciertos dioses. Cuando el cristianismo se convirtió en religión oficial, se prohibieron una serie de ritos y tradiciones profundamente enraizadas en la cultura y el folklore popular. El conflicto entre tradición y religión, la imposibilidad cotidiana de expresión emocional, acabó transformándose en síntomas de una enfermedad de tal manera que su práctica no estuviera abocada al castigo.

Según la teología de la época, las posesiones diabólicas podían ser de dos tipos atendiendo a un criterio de voluntariedad de la posesión:
– Entendida como una enfermedad mental: el demonio poseía a su víctima en contra de su voluntad, bien por el abandono de su alma, o bien por el castigo de sus pecados.
– El poseso estaba aliado con el demonio, y en el acto de posesión había intervenido un brujo; aunque la diferencia entre este segundo tipo de posesos y los brujos no estaba clara.

Aunque se distinguía entre la auténtica pérdida de la razón y la brujería, no están claros los criterios que se utilizaban para tal distinción, de hecho, apenas se recogen estos procedimientos diagnósticos en los textos de la época.

En 1199 Inocencio III creó la Santa Inquisición, que en un principio era el instrumento de persecución de la herejía, pero que ya en el siglo XIII comienza a perseguir además a brujos y magos. La concepción demonológica no surge del vacío, sino que es el resultado de la evolución a través de los siglos de numerosas tradiciones, sobre todo la religión judaica de los siglos II – I a. C., aunque también de las creencias precristianas, las creencias de religiones greco-romanas e incluso ciertos aspectos del idealismo platónico.

 

 

Aunque la Iglesia creía en la brujería y en la magia, antes del siglo XI, más que animar a creer en supersticiones de brujería, se planteaban ciertas limitaciones. Por ejemplo, en el siglo VI, el Sínodo de Bracars condenó la idea de que el diablo podía controlar el tiempo. Más tarde, en el siglo X, el Canon Episcopal explícitamente consideraba como ilusoria la creencia pagana de que ciertas mujeres podían volar subidas en la espalda de los animales. Los individuos eran ocasionalmente castigados por practicar brujería maléfica pero no eran castigados por ocupar el estatus de brujo o hechicero. La noción de un pacto entre el brujo y el diablo no fue acentuada y, la idea de que las brujas formaban una organización satánica internacional no existía.

Conforme la Iglesia católica se va sintiendo acosada por los movimientos cismáticos, el inicial clima de benevolencia se va transformando en actitudes inflexibles e intransigentes. Con el afán de consolidar su poder y su propia identidad, persiguió los movimientos discordantes y acabó por no diferenciar entre enfermedad mental, posesión y herejía y el destino de todos ellos acabó siendo el mismo.

En un principio, el tratamiento se basaba en el exorcismo, tendente a devolver la paz espiritual al sujeto expulsando de su cuerpo a los demonios; este tratamiento implicaba el contacto con el agua bendita y santos óleos, rezo de oraciones, imposición de la saliva del sacerdote, tomar extrañas pócimas… Con el paso del tiempo, las técnicas exorcistas se hicieron cada vez más complejas y crueles. Se trataba de ser cruel con la persona poseída para de esta forma ser cruel con el demonio que la poseía. Cualquier acción era válida (azotes, encadenamientos, torturas, inmersiones en agua caliente o helada, ayunos…) con tal de convertir el cuerpo en un lugar desagradable para el demonio. Se han recogido cifras de trescientos mil condenados y ajusticiados por brujería entre 1448 y 1782 en Europa y América, de los cuales hubo más de cien mil entre la mitad del siglo XV y final del XVI.

Según algunos autores, la brujería tal vez tenga su origen en los ritos de fertilidad de regiones primitivas cuya práctica posteriormente llegó a sancionarse penalmente. En la medida en que estas prácticas suponían un tipo de protesta social contra el poder establecido (el poder de la Iglesia católica), en sus ritos se realizaban conductas sacrílegas intencionadamente. Llama la atención el hecho de que la mayoría de las encausadas eran mujeres, a las que se le atribuía un insaciable deseo carnal y cierta tendencia a hacer el mal. En cambio, a los hombres se les suponía inmunizados a la posesión dado que Cristo había sido varón. Por lo general, los poseídos eran personas desprotegidas y aisladas en la comunidad (generalmente ancianas pobres). No hay que olvidar que la brujería era la manifestación de conductas anormales que contrariaban y transgredían códigos sociales y reglas comúnmente aceptadas por la comunidad. Es muy probable que muchas de las diagnosticadas como brujas no fueran sino ancianas con demencia senil, epilepsia, esquizofrenia, o en general, trastornos mentales que los médicos de la época no podían explicar, o trastornos que las pócimas elaboradas para su curación no podían paliar.

Desde una perspectiva psiquiátrica, la Alta Edad Media se caracterizó por un aumento de la enfermedad mental pero dicho tipo de enfermedad no fue reconocida como tal realmente, sino que los perturbados mentales fueron acusados de brujería. Esta teoría está basada en una serie de datos: las brujas a menudo confesaron haber llevado a cabo actos imposibles, tales como volar por el aire, lo cual puede ser interpretado como testimonios de esquizofrénicos; también se dice de ellos que participaban en orgías nocturnas, y esto se puede interpretar como la existencia de ninfómanos o psicópatas; el hecho de que se informara de que las brujas tenían zonas insensibles al dolor (marcas del diablo) en varias partes del cuerpo podría ser interpretado como casos de histeria. Por otra parte, los histéricos son altamente hipnotizables, lo cual podría explicar el control que el hechicero principal ejercía sobre las brujas subordinadas en las orgías, lo que podría darse por procesos de sugestión en grupo. El hecho de que fueran capaces de resistir a las torturas sin experimentar dolor podría explicarse por la auto-hipnosis. Otro dato que apoyaría esta hipótesis es el hecho de que las brujas eran usualmente mujeres y la histeria se presenta más comúnmente en mujeres que en hombres.

Otra hipótesis que se ha propuesto como explicación del elevado número de posesos durante la época medieval es a la del proceso de “socialización del poseso”: la presión social, la reinterpretación del clero, la existencia de manuales donde se describían los comportamientos de los posesos, las ventajas -grandes dosis de atención, cierta admiración y temor -, la exención de toda culpa de sus actos; y en este sentido, los propios comportamientos de los posesos reafirmaban los valores religiosos de su comunidad. Además, no hay que olvidar que el contenido de los delirios (posesiones diabólicas) estaba moldeado por el contexto social en el que el sujeto estaba inmerso y las creencias propias de aquella época. Hoy, en cambio, este tipo de contenidos no suele ser muy frecuente. Por otra parte es muy importante el rol que juegan las variables económicas, demográficas y situacionales en la comprensión del fenómeno.

A todos estos elementos habría que añadir el hecho de que el poseso era interrogado con la intención de que revelara el nombre del brujo que había causado su mal (y de esta manera, el brujo sería ejecutado). Es evidente que tal cadena de conductas se convirtió en un instrumento no sólo religioso sino también sociopolítico. Además, el dinero y las posesiones del convicto hereje eran confiscadas por la Inquisición (dependía de tales confiscaciones para su supervivencia). Por ello había fuertes intereses centrados en encontrar y a menudo crear herejes.

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Durante el siglo XV a raíz de la bula Summis Desiderantes Affectibus (1484) del papa Inocencio VIII, la persecución se convierte en una guerra abierta contra las brujas. En ella exhortaba a los clérigos a no descansar en la búsqueda de métodos para detectar a las brujas. Amparándose en esta bula, los monjes dominicos Johann Sprenger y Heinrich Kraemer, nombrados por Inocencio VIII inquisidores para la Alemania del Norte, publican en 1488 el Malleus Maleficarum (que se puede traducir como El Martillo de las Brujas, ya que su objetivo era el de ser un instrumento para perseguir a las brujas y, literalmente, martillearlas), un manual para la caza de brujas, obra que se convirtió en la obra por excelencia para el inquisidor, alcanzándose las 30 ediciones en los dos siglos siguientes. Contiene todos los conocimientos sobre brujería que había hasta entonces, incluyendo pruebas para su diagnóstico y tratamiento. Este manual se divide en tres partes. En la primera se exhorta a admitir la existencia de las brujas y se considera que quien dude sobre su existencia está en un grave error e incluso puede ser sospechoso de herejía. La segunda parte contiene una relación de síntomas a partir de los cuales pueden ser descubiertas las brujas (manchas rojas, zonas insensibles del cuerpo, sapos grabados en el iris). La tercera parte recoge las formas legales de examinar y condenar a las brujas. En este libro también se explica que el método más válido para conseguir pruebas contra las brujas es la tortura. Además, recomienda que si un médico no puede encontrar la causa de una enfermedad, o si el tratamiento no alivia al enfermo, está claro que el mal es causado por el mismo diablo.

El Renacimiento

Aunque el Malleus Malleficarum fue escrito durante la época del Renacimiento, no cabe duda de que constituye un prototipo de razonamiento medieval. En el Renacimiento, si bien se caracteriza por un cultivo de los valores humanistas, por el culto a la razón, se produce paradójicamente una acentuación de la persecución y caza de brujas. Esta postura de la Iglesia Católica no es sino una reacción contra la progresiva pérdida de poder, un intento desesperado de mantener su posición de rectora absoluta de la vida de las personas. Entre las figuras disidentes de la postura demonológica oficial podemos citar al humanista Juan Luís Vives (1492 – 1540), que es conocido por sus astutas observaciones y por su profundo sentido de la responsabilidad social. En su libro De subventione pauperum (El alivio de los pobres) defendió un trato más humano para los enfermos mentales. Por otra parte, su tratado sobre las mujeres (dedicado a la hija de Catalina de Aragón) en contra de los valores predominantes de la época constituye un ejemplo de actitud antimisógina. También el médico y alquimista Paracelso (1493 – 1541) rechazó los postulados demonológicos así como las enseñanzas derivadas de la tradición galénica (en un acto simbólico quemó la obra de Galeno). Dio una explicación natural a las por entonces existentes manías danzantes. Cornelio Agrippa rechazó también las teorías demonológicas. Escribió el tratado Sobre la naturaleza y preeminencia del sexo femenino, donde realiza una auténtica defensa de la mujer. Llegó incluso a arriesgar su propia vida por salvar a una mujer que había sido acusada de brujería. Reginald Scott (1538 – 1599) negó que los demonios o las brujas fueran causantes de las enfermedades mentales, y defendió que las extrañas experiencias que las brujas llegaban a confesar en los interrogatorios (a causa de las torturas en la mayoría de los casos) debían de tener una explicación natural. Asimismo, denunció la corrupción existente en los casos de acusaciones y explicaciones demonológicas. Otra figura a resaltar en esta época fue Johann Weyer (1515 – 1588), considerado como el primer psiquiatra. En su principal obra De Praestigiis Daemonum aparecen descripciones clínicas detalladas de algunos trastornos mentales, así como la descripción de tratamientos basados en la empatía y la comprensión. Además se pronunció en contra de la persecución indiscriminada de brujas; para él los casos de brujería no eran sino enfermos mentales u orgánicos ya que la brujería no existía como tal. Weyer fue objeto de persecución por la Iglesia, y su obra fue incluida en el Índice hasta el siglo pasado.

 

En esta época se construyeron los primeros centros públicos dedicados exclusivamente a acoger enfermos mentales. El primero fue inaugurado en Valencia en 1409 por el padre José Gilabert Jofré, llamado la Casa de Orates; fue además el primero en retirar las cadenas e implantar un tratamiento moral que siglos más tarde sería retomado por los franceses, y el primero en incorporar un departamento dedicado a la atención de niños con problemas. A este hospital le seguirían muchos otros a lo largo de la geografía española: Zaragoza (1425), Sevilla y Valladolid (1436), Toledo (1480), Barcelona (1481), Granada (1527). Todo esto indica una progresiva desvinculación de la enfermedad mental y la brujería, iniciada a principios del Renacimiento.

El final de la caza de brujas

En 1682, el rey Luis XIV abolió la pena de muerte para las brujas. A lo largo del siglo XVII aparece una progresiva “medicalización” de las conductas anormales y de la brujería, y aunque siguieron llevándose a cabo procesos por brujería, estos se fueron haciendo cada vez menos frecuentes. Entre los últimos procesos por brujería podemos citar el tristemente famoso proceso de Salem, en el que en 1692 fueron encausadas 250 mujeres acusadas de brujería, de las cuales 19 fueron ejecutadas. En un intento de explicar el complejo fenómeno de la brujería, se ha propuesto una serie de variables relevantes como la tortura (una de las razones de las confesiones de los posesos en el proceso de Salem fue la amenaza de muerte para los que no confesaran), los conflictos entre vecinos, las supersticiones locales (a las brujas se les acusaba de ser responsables de los males de su comunidad: malas cosechas, inundaciones, epidemias…), variables demográficas y sobre todo económicas. A los acusados de brujería se les confiscaban sus posesiones; es muy probable que ciertas personas delataran a sus vecinos para así resolver sus disputas territoriales o de otro tipo. En este sentido se ha propuesto que la persecución por brujería podía responder a una verdadera demanda social. A principios del siglo XVII se prohiben las confiscaciones de bienes y, curiosamente, el número de acusaciones desciende espectacularmente.

Por otra parte, el caso de Salem es un ejemplo de cómo el rol del poseso se podía desarrollar por un proceso de socialización. Así, el patrón de conducta del poseso era amplia y detalladamente conocido por el ciudadano medio de la Europa medieval. La exposición a modelos podía moldear la conducta del poseso, aunque en un principio fuera confusa. De esta forma el comportamiento de las jóvenes posesas pudo ser moldeado tras varias semanas de interacción con los clérigos. Aunque en un principio su comportamiento ofrecía dudas sobre su naturaleza (posesión por buenos o malos espíritus), la conducta acabó adecuándose a la típica posesión demoníaca.

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