Aida. Frustración latinoamericana con el G20

Federico Steinberg: América Latina y el G20

La crisis financiera global tuvo una cosa buena. Sirvió para sustituir al anacrónico G7/8 por el (más inclusivo) G20 como institución responsable de la coordinación económica internacional y sus reformas. En un mundo comercial y financieramente muy integrado, resultaba evidente que hacía falta un foro ágil para dar respuesta a los riesgos derivados de la interdependencia económica (las instituciones formales como el FMI o la OMC son útiles, pero tienen dificultades para reaccionar en momentos clave). Y dicho foro debía incluir a las principales potencias emergentes — y no solo a los países ricos, como hacía el G7 — para reflejar la creciente multipolaridad del sistema económico internacional.

Así, en 2008 y 2009, el G20 se autoproclamó como el directorio de la economía mundial y cumplió el papel de dar una respuesta coordinada a la crisis. Por una parte, su mensaje político contribuyó estabilizar el pánico en el sistema financiero tras la quiebra de Lehman Brothers. Por otro, acordó unos principios generales para avanzar en la reforma financiera, coordinó un paquete de estímulo fiscal para paliar los efectos de la crisis y contribuyó a mantener a raya el proteccionismo. Todo ello ayudó a evitar una segunda Gran Depresión aunque, como ha señalado Eric Helleiner en su reciente libro Status Quo Crisis, seguramente fueron más las líneas de SWAPS de la Fed que las medidas del G20, las que evitaron el colapso del sistema financiero mundial.

Tres países latinoamericanos, Brasil, México y Argentina, son miembros del G20. Para ellos, el auge de este nuevo foro fue recibido con entusiasmo. Por fin, tras décadas durante las que los países avanzados los habían ninguneado, pasaban a sentarse en la mesa en la que se tomaban las decisiones importantes. Desde el G20, aspiraban a poder presionar con más fuerza para reformar el FMI y aumentar su voto en la institución, pretendían tener más influencia en la evolución del sistema multilateral de comercio y estaban seguros de que sus preocupaciones en materia de tipos de cambio, volatilidad del precio de las materias primas, desequilibrios macroeconómicos globales o el disfuncional papel del dólar en el mundo serían atendidas. Sin embargo, siete años después, la frustración latinoamericana con el G20 es cada vez mayor. Parece que todo hubiera cambiado para que todo siguiera igual.

Desde 2010, sus avances están siendo lentos, casi inexistentes. Los conflictos en las reuniones de alto nivel han aumentado y la influencia de los países emergentes en general, y de los latinoamericanos en particular no ha aumentado demasiado en relación a los viejos tiempos del G7. Las grandes potencias han dado prioridad a sus problemas económicos internos sobre la resolución de los problemas transnacionales: La Unión Europea se ha volcado en resolver la crisis de la zona euro, Estados Unidos en combatir el elevado desempleo y reformar su sistema de salud y los países emergentes en evitar el sobrecalentamiento de sus economías (en un primer momento) y evitar su desaceleración (a partir de la retirada de estímulos monetarios de la Fed en 2013).

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Además, las reuniones del G20, como ya ocurriera con la del G7/8 se han centrado en problemas políticos coyunturales de carácter urgente (como la crisis en Siria en la Cumbre del G-20 San Petersburgo en 2013), lo que ha desplazado la atención de los problemas importantes de largo plazo. De hecho, a partir de 2010, además de un parón en cooperación económica internacional han aparecido nuevos conflictos, como la “guerra de divisas” (que comenzó en 2010 y ha vuelto a intensificarse), las tensiones en los mercados energéticos y alimentarios o la imposibilidad de cerrar un acuerdo post-Kioto en las negociaciones sobre cambio climático. Y lo que es peor, el G20 está cerca de caer en la insignificancia. De hecho, pocos medios reparan estos días en que se celebró una cumbre de Ministros de Finanzas del G20 en Estambul, ya que Turquía ostenta la presidencia rotatoria. Y la razón es simple: no se esperan avances reseñables.

La frustración de los países latinoamericanos es especialmente importante en lo relativo al FMI y a la OMC. En el primer tema, tras lograr que en la cumbre del G20 de Seúl de 2010 se acordara una reforma de su gobernanza interna (que les daba más voz y más votos), han visto como cinco años después el Congreso estadounidense mantiene bloqueada la reforma. En el segundo, a pesar del éxito que supuso que el brasileño Roberto Azevêdo se convirtiera en el Director General de la OMC, están viendo como el sistema multilateral de comercio (y las perspectivas para finalizar la Ronda de Doha) está siendo cada vez más socavado por los acuerdos preferenciales, especialmente en TPP y el TTIP, de los que la mayoría de los países latinoamericanos están excluidos.

En definitiva, el G20 está decepcionando a la comunidad internacional, pero sobre todo a sus miembros de América Latina. Lamentablemente, esto no parece que vaya a cambiar en el futuro próximo.

Infolatam

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