Consideraciones del filósofo acerca del conflicto entre materia y forma, supuestamente “solucionado” por la filosofía occidental
El dualismo occidental remite a dos mitologías o a dos categorías psicosociales fundamentales, matriarcalismo y patriarcalismo, entendidas como dos formas de vida contrapuestas. Estas dos formas, en el caso europeo, encuentran su plasmación en dos culturas bien diferenciadas: la cultura aborigen mediterránea (sedentaria-agrícola) y la cultura indoeuropea (nómada y belicosa). En filosofía occidental, según la tesis del filósofo Andrés Ortiz-Osés, se han establecido entre estos términos opuestos una cohesión basada en la concesión de la primacía a uno de ellos a expensas de la devaluación del otro: el conflicto entre materia y forma queda así oficialmente “solucionado”. A pesar de todo, y frente a la presunta solidez del ser clásico y de su razón pura, nos enfrentamos también con un fundamento ‘líquido’. Por Luis Garagalza.
Andrés Ortiz Osés. Fuente: Wikipedia.
Andrés Ortiz Osés. Fuente: Wikipedia.
Han pasado más de cuarenta años desde la publicación en Zaragoza del librito titulado Antropología hermenéutica. Para una filosofía del lenguaje del hombre actual. Con este libro, Andrés Ortiz-Osés inauguraba en una España que se debatía en la transición a la democracia el tema de la razón hermenéutica [1]. Hermenéutica era entonces una palabra casi sin uso en el castellano y casi desconocida hasta en el interior del propio gremio de los filósofos (recordemos que Verdad y método, la obra fundamental de H.G. Gadamer, padre de la actual hermenéutica filosófica, fue traducida a instancia suya en la editorial Sígueme de Salamanca en 1977).
Esa razón hermenéutica resultaba estar indisociablemente vinculada con el lenguaje, el cual dejaba de ser visto desde la perspectiva clásica de la metafísica, ya desde Platón, como un simple instrumento de comunicación de lo pensado de un modo independiente por la razón en su pureza, para comparecer como el “medio” o la “atmósfera” en la que acontece y se realiza nuestro pensamiento: un pensamiento que ahora se reconoce como interpretación (humana). La hermenéutica filosófica se implicaba así en el “giro lingüístico” característico de la filosofía contemporánea imprimiéndole, además, un matiz antropológico, con lo que resultaba, a pesar de los alegatos antihumanistas del maestro Heidegger, un nuevo humanismo hermenéutico.
Andrés Ortiz-Osés, colaborador habitual de Tendencias21 de las Religiones, ha continuado a lo largo de estos años indagando y elaborando esa antropología hermenéutica que toma al lenguaje como hilo conductor y ha ido radicalizando el “giro antropológico” hasta penetrar en la experiencia psico-social que lo sustenta: ahora el lenguaje comparece como “forma de vida”. Siguiendo en esta dirección nuestro autor va a sacar a la hermenéutica fuera del territorio clásico de la filosofía y la teoría de la interpretación haciendo que se implique en la comprensión de la(s) cultura(s).
En particular se interesó en la cultura vasca y su mitología, que ofrece un carácter matriarcal en marcado contraste con el patriarcalismo predominante tanto en la cultura griega como en la tradición judeo-cristiana y, consecuentemente, en nuestra cultura moderna que resulta de su entrecruzamiento.
Comparece, pues, el ámbito de lo mitológico, y en particular de la mitología olímpica indoeuropea, caracterizada por su patriarcalismo celebrador de la victoria de Zeus- Dyaus, el dios del cielo luminoso, sobre las oscuras potencias ctónicas y matriarcales que perviven, como descubriera Nietzsche siguiendo las huellas de Bachofen, en la figura de Dioniso. La mentalidad trágica en general y la Antígona de Sófocles en particular, son un buen referente para contrastar la existencia de esta tensión básica que atraviesa, de modo más o menos latente, a toda la cultura griega, cosa que no es de extrañar, pues se trata de una tensión universal que articula no sólo a toda cultura sino de un modo mucho más universal a todo lo biológico (salvo, quizás, a sus manifestaciones más elementales).
Tenemos así otra vez, en toda su vivacidad, el tema de la relación entre mito y filosofía, De este modo la reflexión filosófica de Ortiz-Osés se introduce en un territorio “olvidado” o “reprimido” por nuestra tradición oficial, quizás por la influencia de lo que O. Rank llamó “el trauma del nacimiento”, y cuya exploración fue iniciado por los humanistas del Renacimiento, con su interés por una “filología” mucho mas filosófica que la posteriormente consolidada en nuestras academias, por Vico como representante tardío de ese humanismo que con su Ciencia nueva deja preparada la vía seguida por Herder, Schiller, Humboldt, Schelling, Schleiermacher y relanzada por Bachofen, Nietzsche, Cassirer y Heidegger y el Círculo de Eranos en su totalidad.
Una sociedad, una cultura y, en general, toda obra humana puede ser considerada como un sistema complejo en continua tensión, como el resultado de un conflicto fundamental que se prolonga en una situación de polarización en torno a dos factores antagónicos pero cohesionables (o que se han de cohesionar). En concreto, la tesis de Ortiz-Osés dice así: la filosofía occidental (y con ella también nuestra cultura) ha establecido entre esos términos opuestos una cohesión basada en la concesión de la primacía a uno de ellos a expensas de la devaluación del otro: el conflicto entre materia y forma queda oficialmente “solucionado” mediante la exaltación formal(ista) que domina y somete a la concepción material(ista).
Nos encontramos así con que la contraposición entre materia y forma nos remite a dos mitologías o a dos categorías psico-sociales fundamentales, matriarcalismo y patriarcalismo, entendidas como dos formas de vida contrapuestas, como dos modos antagónicos de experienciar lo real, que en el caso europeo encuentran su plasmación en dos culturas bien diferenciadas: la cultura aborigen mediterránea (sedentaria-agrícola), que llega hasta la Creta minoica, y la cultura indoeuropea (nómada y belicosa). El encuentro o choque entre ambas culturas se saldó con la victoria de la segunda, quedando la primera relegada y acallada, aunque de algún modo incorporada o incluida en el interior de la mitología y la visión del mundo griegas. Quedaría así sucintamente descrita la escena originaria que constituye la base griega sobre la que se edifica la cultura y la filosofía occidentales (siendo posible detectar una tensión similar, aunque más drásticamente resuelta de un modo excluyente por la presión del monoteísmo, en la otra base, la judeo-cristiana; si bien cabe ver en el Nuevo Testamento un intento de recuperación del componente matriarcal excluido desde los inicios veterotestamentarios).
De las numerosas consecuencias que puede derivarse de esta tesis nos limitaremos a destacar dos. Por un lado, la crítica psico-sociológica a nuestra cultura, una crítica que se hace eco del movimiento surrealista y contracultural y lo proyecta sobre nuestra alienada conciencia dominante de signo patriarcal-racionalista en un intento de abrir fisuras y huecos que posibiliten el surgimiento liberador y la “sublimación no represiva” (cf. N. Brown y H. Marcuse) del reprimido factor matriarcal-inconsciente. Dichas fisuras serían el lugar fronterizo transitado por Hermes y la hermenéutica, el punto en el que tiene lugar la interpretación en tanto que toma de conciencia de lo inconsciente o de expresión (simbólica) de lo innombrable. Por otro lado, esa crítica filosófica se dirige contra el positivismo-intelectualismo hegemónico, heredero de la supremacía patriarcal, y su propósito es revalorizar el sustrato matriarcal excluido, restableciendo el truncado diálogo con el “otro”, para lo cual es necesario dejarle hablar, cederle la palabra, escuchar y auscultar.
Ortiz-Osés insiste también en la importancia que tiene la mitología para comprender nuestro entorno más próximo, la cultura vasca y su “laberinto de la implicación” [2]. En este sentido el autor defiende, por ejemplo, que se trata de “llegar a ser nosotros mismos asumiendo el otro que somos”. Cabría hablar pues, de una democracia profunda o radical como remedio: hacia aquí parece apuntar la palabra “ecodemocracia” acuñada por Ortiz-Osés, una ecodemocracia que permitiera armonizar lo transindividual-ecológico y lo urbano-individual, sirviendo de hilo conductor, como hilo de Ariadna, para salir del laberinto a la luz pública y para poder volver también libremente al laberinto de un modo simbólico o cultural.
Pues bien, en opinión del autor el marco adecuado para realizar esta operación de encuentro cultural entre la tradición matriarcal y la mitología patriarcal moderna estaría representado por la posmodernidad, por cuanto que ésta permite acceder a la “intramodernidad”. A pesar de los pesares en el pensamiento posmoderno la noción de “persona” sería capaz de soportar la afirmación del individuo, de su conciencia y de su libertad sin renunciar empero a su arraigo e implicación en un trasfondo comunitario y cosmonaturalista. Se trata, pues, de un interesante y prometedor proyecto al mismo tiempo vital, cultural y político para iniciar el tercer milenio, que podríamos sintetizar con en el siguiente lema que propone el autor: “ganar menos (unilateralmente) para no perder tanto (unidimensionalmente)” [3].
1.- El simbolismo, el alma y el sentido
Podemos decir que el resultado de esta aplicación de la hermenéutica filosófica a la interpretación de una cultura concreta va a ser un redescubrimiento de la eficacia del simbolismo y de su pregnancia como infraestructura sobre la que se levanta nuestro(s) lenguaje(s) y nuestro pensamiento. La filosofía de E. Cassirer juega en este punto un papel decisivo, pues permite concebir el lenguaje como una forma simbólica que hace posible la captación y la configuración de lo real al tiempo que permite la mediación y la comunicación entre las dos modalidades de simbolismo más opuestas, el mito y el logos.
Además, al tomar el simbolismo (filosóficamente) en serio, Ortiz-Osés se lanza en pos de una realidad, la del alma, la realidad psíquica, que, si bien compete desde sus inicios a la filosofía, clásicamente ha sido olvidada, apartada, excluida o cuando menos disimulada, sea por asimilación con el espíritu o por reducción a la materia. El discurso filosófico recupera así el ámbito del alma y de lo anímico reconociéndolo, con la ayuda de la psicología “con alma” elaborada por C.G. Jung, como constitutivo de lo que de humano hay en el ser humano, el cual va a quedar caracterizado ahora como mediación entre lo espiritual, con su universalidad abstracta, y lo material, en su concreción opaca: será, pues, “espíritu encarnado y sentido consentido” [4].
La razón hermenéutico-lingüística resulta ser, según esto, una razón anímica o afectiva, una razón simbólicamente animada: una razón que reconoce e implica al alma como su co-razón [5]. El lenguaje del corazón, entendido como co-razón, se expresa en aforismos que intentan apalabrar simbólicamente la experiencia del sentido (latente) de la existencia, el cual acontece, si acontece, precisamente cuando el alma asume, asimila, anima y humaniza, el sin-sentido (patente): el sentido comparece así como una remediación o “sutura simbólica de la fisura o escisión real” [6].
Pues bien, en esta nueva filosofía que Ortiz-Osés ha elaborado mediante la transformación simbólica de la hermenéutica, nuestro entendimiento y conocimiento son considerados, atendiendo al maestro Gadamer, como actos de interpretación en el lenguaje, pero ahora el lenguaje comparece también como símbolo, como imagen de sentido (Sinnbild) que articula nuestra experiencia viva o vivida, que expresa nuestras impresiones cargadas de humanidad. Así, la interpretación comparece primariamente como interpretación anímica en tanto que captación de la significación de las cosas del mundo por el alma humana: interpretación simbólica que media y recrea el sentido (de la vida) asumiendo el sinsentido, el mal y la muerte.
Podríamos hablar, pues, no ya de una ruptura o abismo que separara drásticamente los contrarios, según plantea el principio de no contradicción, sino de una cierta gradualidad o continuidad entre ellos, mediados de acuerdo con el postulado del “tertio incluso” (G. Durand), lo cual concuerda, por cierto, con las formulaciones más pregnantes que Ortiz-Osés ha dado del sentido como “la asunción o coimplicación del sinsentido (simbolizado por nuestra finitud y contingencia) y la apertura de dicha finitud a lo infinito/indefinido” [7].
“El juicio final” pintado por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina (y hace unos años ya restaurado, con la consiguiente retirada de las vestiduras púdicamente añadidas a algunos de sus personajes), obra considerada de la máxima relevancia y estudiada en diversas ocasiones por nuestro autor, podría ser una buena ejemplificación de esta problemática de la implicación de los opuestos. Si bien en la lectura tradicional el Cristo, que se encuentra casi en el centro de ese monumental laberinto con su brazo alzado, es presentado como juzgando y, por tanto, separando a los buenos de los malos, hay indicios que permiten ver su gesto como un acto de contención: “Jesús detendría su condena por amor, que es la auténtica revelación del Evangelio cristiano por encima de la justificación por las obras (catolicismo) o por la fe (protestantismo)” [8].
El Cristo que, según la interpretación osesiana mira a san Juan, no sería propiamente un juez, sino un “cómplice con el amor humano, cuya complicidad salva nuestros amores demasiado humanos, entre los que Miguel Ángel sitúa sus amores seculares” [9]. Cristo no está como un pantocrátor sentado por encima (y fuera) del mundo, contemplándolo de un modo estático, sino que tiene un carácter dinámico (aunque obviamente detenido en la escena del cuadro) y se encontraría “ambivalentemente” [10] en medio del movimiento ascendente de los personajes-almas que van hacia el cielo y el descendente de los que caen hacia el infierno.
Este movimiento ascendente-descendente sería un movimiento circular, por lo que la imagen constituiría una especie de círculo de implicación de los opuestos, de lo inmanente y lo trascendente, del bien y el mal, en el que la boca del infierno asemejaría a la boca de la ballena que devoró a Jonás (cuya figura aparece, por cierto, en lo alto de la escena). Estaríamos, pues, ante un círculo de la regeneración por el agua y el fuego: se trataría, según la interpretación de Ortiz-Osés, de la concepción de la apocatástasis, pero marcada por el neoplatonismo, en la que el fin del mundo comparece como revelación o reconversión de lo negativo en positivo: “Esta positivación del negativo es el símbolo miguelangeliano del Amor divino, el cual funge a modo de Fuego sagrado que purifica el mal, el pecado y la muerte a través de su transfiguración: en donde la purificación funciona como superación/supuración de lo negativo” [11].
2.- Sócrates como figura mediadora o hermenéutica
Una tal dualéctica, a la que nos hemos referido un poco más arriba, podría quedar personificada en la figura de Sócrates, ahora medialmente situado entre el relativismo nihilista de los sofistas, que no dudan en manipular el lenguaje en nombre del concreto interés propio (representado en la noción de cuerpo), y el clasicismo, últimamente absolutista, de Platón y Aristóteles, que se eleva hacia lo universal mediante la abstracción del concepto (en nombre del espíritu).
Ateniéndose al imperativo “conócete a ti mismo” [12][[12]]url:#_ftn12 , inscrito, según afirma Pausanias, en la entrada del templo de Delfos dedicado a Apolo (templo que por lo demás había sido previamente un asentamiento de la divinidad femenina Gea-Gaia bajo la figura de una diosa-serpiente), Sócrates se resistió, consciente de sus propios límites y de los límites de sus conocimientos (podríamos decir que era consciente del carácter interpretativo de sus interpretaciones, de que no poseía la Verdad, siendo sólo amante de la sabiduría) a hacer afirmaciones tajantes. Se limitaba a asumir la muerte, concibiendo la filosofía precisamente como una preparación para ese último viaje, y a ejercer el arte de preguntar en el ágora a sus conciudadanos, con una intención irónica y mayéutica [13].
Precisamente en ese saber que no se sabe, sabiamente recogido en el Renacimiento por Nicolás de Cusa con suDocta ignorantia, radicaría lo constitutivo del eros socrático, que se sitúa en el quicio entre el cuerpo y el espíritu. Este quicio representa un lugar de tránsito en el que radicarían el sentido, lo simbólico y el alma, que tienen en común su capacidad de conversar con lo demónico [14]: “El eros socrático -afirma Ortiz-Osés, sería el saber que no se sabe y por eso busca a través de la belleza el sentido: el cual es lo sublime como sublimación de lo subliminal, o sea, el bien que no renuncia a la belleza sino que la asume y trasfigura”. [15] Pero directamente ligada con este saber que no se sabe está la temática de la muerte:
¿Qué es, en efecto, el temer a la muerte sino atribuirse un saber que no se posee? ¿No es acaso imaginar que se sabe lo que se ignora? Pues nadie conoce la muerte, ni siquiera si es, precisamente, el mayor de todos los bienes para el ser humano, pero la temen como si fuera el peor de los males. Sin embargo, ¿cómo no va a ser la más reprochable ignorancia la de creer saber lo que no se sabe? Yo, atenienses, también quizá me diferencio en esto de la mayor parte de los seres humanos, y, por consiguiente, si dijera que soy más sabio que alguien en algo, sería en esto, en que no sabiendo suficientemente sobre las cosas del Hades, también reconozco no saberlo.” [16].
El ámbito de un eros así entendido es el lugar en el que es posible, según la expresión de Hillman, “hacer alma”, habida cuenta de que “el alma es la mansión del sentido humano y, por lo tanto, el baremo de toda axiología o valoración de la virtud como valor anímico” [17].
De este modo Sócrates queda, tal como lo presenta Ortiz-Osés, liberado de la interpretación platónica (patriarcal), que ha sido la que ha imperado en la historia de la filosofía oficial al asociar (y disolver) olímpicamente el alma con el espíritu, con las Ideas y con la Verdad abstracta, olvidando el pragmatismo deldaimon personal socrático, que sólo niega, y que podría ser visto como símbolo del sentido existencial [18]. “Conviene matizar aquí, señala nuestro autor, la opinión de Aristóteles sobre que Sócrates sería el fundador del concepto universal, ya que no se trata del concepto universal-abstracto (general) sino del concepto universal-concreto ganado en diálogo interanímico (y que yo denominaría simbólico)” [19].
Se trata, pues, de reconectar la figura de Sócrates con el trasfondo pregriego de signo matrial del que proviene Dioniso y, con él, la concepción trágica de la vida marcada por su asunción de la génesis y el ocaso. Ortiz-Osés escucha ahora a Jenofonte: “En efecto, el Sócrates jenofontiano ya no es un héroe platónico sino un antihéroe, el cual es acusado de corromper a la juventud por no reconocer a los dioses o ideales oficiales de la ciudad política, introduciendo nuevos demonios, daimones o démones, es decir, númenes ambivalentes, instancias ya no olímpicas o luminosas sino oscuras y ambiguas, figuras intermedias entre lo divino y lo demoníaco cercanas al ámbito intermedio e intermediario de lo humano, precisamente situado entre el mundo celeste y el submundo terrestre, a medio camino entre la luz y la oscuridad de la caverna” [20].
En este sentido podríamos señalar también que Sócrates se distancia de los sofistas aliándose con Sófocles, con quien probablemente habría coincidido en casa de Aspasia, la amiga de Pericles. Como apunta Erich Fromm siguiendo a Bachofen, Sófocles estaría recuperando las viejas tradiciones populares que acentuaban la importancia del amor, la igualdad y la justicia, frente al oportunismo, el egoísmo y el despotismo de las élites “ilustradas” (sean aristocráticas o sofística). No se centra tanto en la religión oficial del Estado sino en un “principio humanista” basado en determinadas “potencias secundarias” que, según Fromm, “se identifican fácilmente a las diosas del mundo matriarcal” [21]. En este sentido afirma que “Sófocles proclamó que el principio de que la dignidad del ser humano y la santidad de los lazos humanos jamás deben subordinarse a las exigencias inhumanas y autoritarias del Estado o a consideraciones oportunistas” [22]. Como ha mostrado Ortiz-Osés, el propio Heidegger, pese a haberse resistido a visitar Grecia hasta 1962, descubre el “brillo” de Cnosos en la Creta matriarcal que funda la “luz o luminosidad” clásica [23].
En cualquier caso, no habría que olvidar, cosa que no hace Ortiz-Osés, que además de este Platón patriarcal-espiritualista y abstraccionista hay también un Platón “erótico”, que recupera a través de la figura de Diótima de Mantinea la visión del amor auténtico como eros creador que “persigue la generación y procreación en la belleza” (206e) y con ella la posibilidad de una mediación entre los opuestos que suaviza la tendencia a dualizar drásticamente y a separar excluyentemente. En este contexto el eros tendría un carácter movilizador del alma y ejercería una función orientadora y también liberadora del sentido contenido o latente en la materialidad inmediata del deseo [24].
3.- La crisis gnóstica
Junto a la figura de Sócrates es preciso tener en cuenta otro aspecto de la cultura greco-romana que ha tenido una gran importancia en el desarrollo de algunas de las posiciones básicas de Ortiz-Osés. Me refiero a lo que podríamos llamar de un modo muy general la “crisis gnóstica” que sacude, quizás con la misma radicalidad que al cristianismo, a la mentalidad helenística poniendo en cuestión su optimismo ontológico de fondo, la identificación lógica de lo real con el bien, para poner en primer plano el problema irresoluble e inexplicable del mal, con lo que se llega a definir el mundo con la expresión, a la que nuestro autor alude con cierta frecuencia, de “caca”: pleroma tes kakias.
El movimiento gnóstico coincidiría en esta visión pesimista con la antigua sabiduría de la época trágica de los griegos anunciada por el viejo Sileno, ese dios de los bosques, feo y deforme que se encargó de criar a Dioniso, cuando al ser preguntado por el rey Midas sobre el bien supremo del ser humano contestó lo siguiente: “Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti morir pronto” [25]. En esta experiencia del mundo vivido como una “caología” o, más humorísticamente y en lenguaje juvenil, como una “cacalogía” ( pleroma tes kakias), el sujeto gnóstico se siente como un extraño o extranjero, separado del mundo por un abismo insalvable así como separado de Dios, que sería el responsable último de esa totalidad.
El creador de un mundo negativo no puede menos que implicar lo negativo en él mismo: tal sería la drástica conclusión a la que, contra toda teodicea, llega el movimiento gnóstico, quedando enfrentado tanto a la teología oficial griega como a la religión cristiana, que lo presentan como bueno y providencial. Ahora el conocimiento (gnosis) comparece como el factor soteriológico decisivo: tendría un componente iniciático por cuanto que ayuda a romper con engaños, eufemismos e ilusiones, para reconocer el mal como tal e invitar a la insumisión, sólo guiada por el libre albedrío de cada cual, ante el Dios de este mundo que no es en realidad más que un Arconte o Demiurgo que garantiza el presunto “orden”, que hace que esa totalidad lo siga siendo y que se encarga de que los humanos se sometan al destino. “Al cobrar conocimiento de sí mismo, el yo también descubre –según afirma H. Jonas, un importante especialista en gnosticismo- que éste no le pertenece realmente, y que más bien es el involuntario ejecutor de los designios cósmicos. El conocimiento, la gnosis, puede liberar al ser humano de esta esclavitud, pero… no puede aspirar a la integración en la totalidad cósmica y el acuerdo con sus leyes, como hizo la sabiduría estoica” [26].
Ahora bien, habría que destacar como característica fundamental de lo que H. Jonas denomina “movimiento gnóstico” que esta radicalización del dualismo (ya presente en gran medida, aunque suavizado, tanto en la filosofía griega como en el cristianismo) no implica el abandono de la trascendencia: el Arconte contra el que se preconiza insumisión y desacato no es el auténtico Dios. Por eso, en general se puede decir que la gnosis aspira y apunta, pese a su nihilismo de fondo, a la trascendencia. “Pero esta trascendencia, a diferencia del mundo inteligible del platonismo y del señor del mundo del judaísmo, no guarda con el mundo sensible una relación positiva; no es la esencia o la causa de éste sino su negación y supresión. El auténtico Dios gnóstico, tan diferente del demiurgo o Dios inmanente, es el totalmente diferente, el otro, el desconocido (trascendente) [27]».
Pues bien, baste esta somera caracterización del movimiento gnóstico para comprender ciertas claves de la hermenéutica simbólica de nuestro autor que hunde sus raíces en la problemática existencialista y en sus desarrollos a partir de Heidegger. Pues como estudió H. Jonas, partiendo precisamente de la filosofía de Heidegger, sería posible detectar una cierta “afinidad” entre el gnosticismo y el existencialismo, realizando “una lectura gnóstica del existencialismo” [28]. Es de sobra conocido, por otro lado, el interés que el fenómeno del gnosticismo despertó en Jung, y la importancia que tiene en la formulación de su psicología profunda, por cuanto que plantea las relaciones entre Dios y el mal, relaciones que a Jung le resultan relevantes a nivel psicológico. En 1916 escribió sus “Septem sermones ad mortuos”, firmado con el pseudónimo de Basílides de Alejandría, donde aparece la figura de Abraxas, la divinidad que contiene en sí los opuestos (retomada a su vez por Herman Hesse en su novela Demián) [29].
No pretendo decir, obviamente, que Ortiz-Osés sea un gnóstico, pese a que su atracción por el gnosticismo es así mismo obvia desde muy pronto en él. No se pretende restablecer el dualismo absoluto o “diametral” que caracteriza al gnosticismo, pero sí de escuchar y tomar en serio sus alegatos contra el mundo, contra la historia y contra la imagen tradicional del dios patriarcal [30]. Todo ello se concreta en una propuesta: asumir el mal y tomarlo en serio (cosa que en el caso de nuestro autor quizás podría comprenderse por motivos biográficos), en vez de negarle alcance ontológico, reconocer su alcance en vez de minimizarlo, tomar conciencia plena, no obviamente para celebrarlo, sino para conjurarlo, apalabrarlo, articularlo, suturando simbólicamente la herida real, proponiendo la búsqueda de un sentido simbólico que, a diferencia de la Verdad-Bien que excluye la mentira-mal, se caracterizaría por su capacidad de y su eficacia en la coimplicación asuntora del sinsentido. Pero veamos más concretamente el vínculo que mantiene Ortiz-Osés con la filosofía de Heidegger.
4.- A. Ortiz-Osés y Heidegger
Cabría decir, pues, que Ortiz-Osés es un heideggeriano en tanto que ha ido leyendo a Heidegger a lo largo de toda su vida, ha recorrido todos los senderos por los que éste anduvo buscando la inspiración y su presencia es constante en casi todas las obras que ha publicado. No es un heideggeriano, empero, porque no se limita a repetir lo que dice el maestro (complicándolo hasta convertirlo en una jerga de poder, como suele ocurrir en el interior de las escuelas), sino que lo interpreta a su modo, aplicándoselo para buscar y probar (catar) lo que quiere decir(le).
El viaje de Heidegger, su peregrinación en búsqueda del ser que la tradición metafísica ha ido olvidando en la misma medida en que el propio ser se iba ocultando o retirando, se inicia preguntando a un ente, el ser humano, cuyo modo de ser consiste en la interpretación de la existencia y que necesita preguntarse por lo que él mismo es y por el mismo Ser. Tras constatar el fracaso de esta vía y los graves peligros que comporta, Heidegger se vuelve de nuevo hacia el ser, dejando al ser humano (ahora interpretado como “pastor del ser”) en un segundo plano, como si acallando la voz de su conciencia (Bewusstsein) fuera posible escuchar mítico-místicamente la voz sin sonido del ser, su “música callada”. Este silencio no es empero terminal, sino que propicia el encuentro con el lenguaje, “el más peligroso de los bienes” (según Heidegger), esa “estación que viaja con nosotros” (según Hugo Lindo evocado por Ortiz-Osés): “se le ha dado al hombre el lenguaje, para que con él se hunda y regrese a/de la Viviente eterna (la tierra Madre Natura), para que aprenda el amor que todo lo alcanza” [31].
A través del lenguaje se realiza el viaje decisivo, el que atraviesa el mar tormentoso, y, como en el Maelstrom de Poe, el viajero se hunde para volver a emerger regenerado por el contacto con el fondo. El lenguaje se convierte así, en la interpretación de Ortiz-Osés, en médium cuasi-alquímico de disolución de lo fijo e instaurado y de resolución o captación de lo volátil (solve et coagula): su operación característica sería la retroprogresión(Pániker).
Ortiz-Osés nos propone, pues, una interpretación personal y original de la filosofía de Heidegger: se trata de llevar a cabo una radicalización simbólica de la crítica de la metafísica como ontoteología que despliega el filósofo alemán. Esta interpretación osesiana se apoya en la sospecha de que en dicha filosofía lo que se dice es menos importante que lo que no se dice o se oculta. Y lo que se oculta en esa dicción filosófica es una mitología, indeterminada por cuanto que no explicitada, que el hermeneuta ha de extraer e identificar. El ser no habrá de ser entendido ni tratado, pues, como si fuera un concepto, racional, puro, abstracto y sólo accesible al pensamiento, sino como un “concepto-totem”, es decir, como un concepto mitológico que encierra una “emoción socializada”, como un símbolo, o mejor, como el símbolo por antonomasia, como el arquetipo mismo del símbolo en tanto que reunión o totalización de los contrarios [32].
El ser dice efectivamente todo y nada al mismo tiempo, consciencia e inconsciente, vida y muerte, bien y mal, lo más alto y lo más bajo. Evoca tanto el campanario como el tonel, sugiere una visión en la que el cuadrado y el círculo se encuentran reunidos en una figura cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Recuerda, pues, a lo numinoso que se caracteriza, como afirmó R. Otto, por ser fascinante y terrible al mismo tiempo, por reunir lo divino y lo demoníaco [33].
Sería en este sentido un mandala en el que se integran la conciencia y el inconsciente, un símbolo que simboliza la totalización de los contrarios: el todo y la nada, lo simbólico y lo diabólico y que podemos imaginar como la piedra filosofal que trasmuta el plomo en oro y la enfermedad en salud. Mientras que el ser clásico oculta una mitología patriarcal que relata la historia del Héroe en la lucha del Bien-Verdad contra el monstruo de la oscuridad que representa el Mal-Mentira, en el ser heideggeriano encontraríamos un Antihérore, o mejor, un Héroe antiheroico: es el mito del bien o sentido simbólico que transgrede hermenéuticamente el sentido dado, cósico o literal, pero “tratando de asumir y articular el mal y el sinsentido a modo de positivación de lo negativo” [34].
Tanto la metafísica como la filosofía que se formula como crítica de la metafísica encierran en su trasfondo una mitología en la que se escenifica un drama primigenio, la historia del ser, el drama de la tensión que mantiene reunidos a la mater-materia (tierra que alberga en la oscuridad el fuego del hogar) y a la forma-paterna (con su fuego celeste que llena de luz la totalidad del día, reflejándose en la opacidad de los cuerpos, en los que no logra penetrar). En la tradición metafísica se le concede la primacía ontológica a la forma, a lo patricio, y se de(s)precia o devalúa de tal modo la materia que la concibe en su límite (materia prima) como aquello que al carecer de forma no es realmente o es nada, por lo que se va haciendo invisible y va cayendo en el olvido. La forma comparece así como lo que da el ser a la cosa. Es lo que realiza a lo que es, lo determinante: el principio o fundamento de los entes. Al ignorar su conexión originaria con la materia, la metafísica va a acabar concibiendo al Ser como el ente por antonomasia o ente primero, es decir, identificándolo con el ente. Heidegger se estaría inscribiendo, aunque un tanto sibilinamente, en una tradición heterodoxa que revaloriza lo material-matricial y la physis en tanto que poder-ser, posibilidad o potencia [35]. Ahora sería el ser el que tiene un carácter matricial que se retrae en la medida en que se vuelca patricialmente en los entes, dándoles a luz y lanzándolos a nadar en la nada (existencia en el tiempo).
Frente al ser clásicamente concebido por la tradición metafísica, que se apoya inconscientemente sobre una simbología mítica de carácter patriarcal, como ente superior o primero que impone heroicamente su dominio sobre el dragón caótico de la naturaleza (madre-materia) instaurando el orden de la polis (nomos), Heidegger se atiene a la diferencia entre el ser y el ente. El ente queda asociado ahora al dominio patriarcal propio de la conciencia racional (asimilable a lo que Adorno y Horkheimer designaron como “razón instrumental”). El ser, por su parte, alude al ámbito de lo matricial, a la potencia del origen (arché) que había fascinado a los primeros filósofos y mitopoetas como Anaximandro (ápeiron) antes de entrar en la edad de la metafísica (en la que queda reducida a jora) [36]. .
La pregunta filosófica por el ser implica así una destrucción de la metafísica. Se trataría de romper la cáscara conceptual en la que se ha encerrado la tradición occidental para que pueda brotar la sabiduría trágica, y la correspondiente experiencia vital, que había quedado reprimida para que pudiera extenderse universalmente la luz de la conciencia clásica. Tras la metafísica, que sería un mito patriarcal racionalmente dominado, late otro mito, el mito matriarcal que relata el destino trágico del amor-sentido que emerge (Dioniso) como hijo-amante de la diosa.
5.- Humanismo hermenéutico y anarcohumanismo
Como ha apuntado el psicólogo posjungiano J. Hillman, un humanismo posmoderno tendría que evitar la “falacia humanística”, que consiste en creer que el ser humano es el centro y la medida de todas las cosas, para redescubrir, como hiciera en la cima del Mont Ventoux Petrarca por vía agustiniana, no al ser humano sino a lapsique: “lo único admirable es el alma” [37]. El alma sería para Petrarca, aquello que reúne a la razón y a la pasión, a la conciencia y al inconsciente. Por eso el alma no se reduce exclusivamente a lo humano, pues su profundidad es, como sentenció Heráclito, insondable. Por ello, casi 250 años después otro humanista, Montaigne, pudo decir que, dado su carácter proteico, “el alma puede beneficiarse de todas las cosas sin distinción: el error y los sueños le prestan un importante servicio”.
Para un tal humanismo psíquico el lado oscuro de la personalidad (donde radica todo aquello que normalmente tendemos a considerar como no propiamente “humano”: lo absurdo, lo grotesco, lo vicioso, lo patológico…) no sería algo a suprimir sino a integrar, con lo que desaparecen las distinciones tajantes, las dualidades intransitivas: “ninguna forma o posición es indisolublemente inferior o superior, moral o inmoral, pues la rueda gira y la ambigüedad del alma significa que el vicio y la virtud no pueden separarse ya el uno de la otra, como tampoco pueden separarse el águila y el cordero” [38]. El alma queda liberada de este modo de la identificación con lo estrictamente “humano” como propio de la conciencia y del Yo y puede ejercer una función mediadora e integradora: “El alma no pierde nunca su posición intermedia. Por ello ha de ser invocada como una función situada entre el sujeto consciente y las profundidades de lo inconsciente, inaccesibles al sujeto” [39].
Desde la perspectiva de la hermenéutica filosófica, que se construye precisamente sobre nociones pertenecientes a la tradición humanista como son las de “sentido común”, “gusto”, “formación”, “capacidad de juicio”, también se detecta y se denuncia esa “falacia humanística”. Así habría que entender, precisamente, la insistencia de Gadamer en la importancia del lenguaje natural o materno, que tiene un “fundamento metafórico”, como “médium” de la interpretación humana del mundo y de sí mismo. En este contexto la interpretación es concebida, en tanto que modo de ser del ser humano, partiendo del modelo del juego y de lafiesta: comparece así como una actividad dialéctica en la que ni el sujeto (intérprete) ni el objeto (texto) obtienen un predominio absoluto, pues ahora lo primario es la relación, y es en esa relación en donde el sentido va aconteciendo, se va realizando, a través de su acción recíproca (círculo hermenéutico) [40].
Cabría decir, pues, que ya no podemos seguir defendiendo un humanismo que cree literalmente que el ser humano es el centro del mundo y de la historia; mas como no parece haber surgido ninguna alternativa que se pueda contraponer tanto a la barbarie del capital y del mercado como a los fundamentalismos diversos, se podría abogar, como ha hecho entre nosotros Ortiz-Osés, por una humanismo hermenéutico o simbólico [41]. En tanto que hermenéutico es un humanismo descentralizado y descentralizador, ya que el centro está ahora vacío de sustancia, aunque relleno de lenguaje(s) e interpretación(es) más o menos accidentales. En tanto que simbólico ese humanismo es anímico e implicador, pues presenta el alma como la implicación del cuerpo (lo material-concreto) y el espíritu (lo formal-abstracto) cosidos con el hilo del lenguaje que apalabra su sentido en un determinado contexto (inter)personal.
Podríamos caracterizar a una tal posición como anarcohumanista por cuanto que sirve de contrapunto al ideal humanista vigente en la modernidad (y heredero de la tradición ontoteológica) que corta mediante la represión los vínculos del ser humano con el cuerpo, la materia, el eros y la naturaleza y, arrancándolo del ámbito materno-natural en nombre del Padre, la Ley y el Estado, suplanta el cuerpo y su erótica por la idea y su lógica, demonizando la oscuridad de la caverna, y diviniza el esplendor celeste [42]. Para compensar esa unilateralidad ascensional, que se manifiesta en el proyecto de superar-purificar lo humano mediante la razón abstracta y la pura aspiración ético-política al Bien, se trataría ahora de asumir y elaborar conscientemente (y desculpabilizar) lo inconsciente, lo irracional, la Sombra oscura, el mal, de tal modo que se haga posible su transformación e integración [43].
La propuesta del filósofo vasco-aragonés que hemos denominado anarcohumanista se puede entender como una invitación, frente a la tradición del perfeccionismo, a que cada cual siga su propio camino de la complección y sea fiel a su propia experiencia vivida, de acuerdo con el mensaje radicalmente cristiano que se condensa en la divisa agustiniana “dilige, et quod vis, fac” traducida por Ortiz-Osés como “ama y haz lo que quieres, quiere y haz lo que tu corazón requiere, ama y haz lo que te pide el alma” [44].
Ahora bien, con ello no se renuncia al desarrollo de la conciencia y a la humanización de la humanidad sino que se radicalizan esos procesos abriéndolos también hacia abajo: poniendo a la conciencia individual en comunicación con el inconsciente (en última instancia colectivo o transpersonal, como quería Jung), ese mundo inferior al que no llega la luz de la razón espiritual pero que encierra, al modo de un tesoro oculto, las claves de la creatividad y de la transformación [45]. O, para decirlo, ya para acabar, de un modo menos complejo con la ayuda de S. Toulmin: “tenemos que equilibrar el afán de certeza y claridad en la teoría, con la imposibilidad de evitar la incertidumbre y la ambigüedad en la práctica” [46].
6.- El dios implicado y su implicación en el cosmos
Si la figura de Sócrates puede ser vista como inspiradora de la hermenéutica simbólica ortiz-osesiana, podríamos señalar la teoría aristotélica del “motor inmóvil” como el adversario en polémica (no siempre explicitada) con el cual se va construyendo dicha hermenéutica. Dicho “motor inmóvil” es impasible, mueve el mundo no por amarlo, sino dejándose amar por él, y bastante tiene con pensarse a sí mismo (noesis noeseos) [47].
Un tal ser primero, de acuerdo con Parménides y Platón, no puede menos que ser inmutable, eterno, permanente, pues cualquier cambio implicaría reconocer de algún modo cierta imperfección, y el amor es primariamente deseo de transformación. Apoyándose en esta visión aristotélica, el dios oficial cristiano, tal como queda definido por la decidida teología afirmativa, es forma pura que regiamente impone, por su actividad, el orden a una materia pasiva e indeterminada, “acto puro” o “pura actualidad” en la que nada queda en mera “potencia”. Este dios patriarcal, perfecto, inmutable e impasible no puede amar al mundo, ni por tanto a los humanos que lo pueblan, tan sólo dejarse amar por ellos y exigirles obediencia y sumisión. Es el Pantocrator que con su poder infinito crea, domina y gobierna el mundo [48].
Una tal teología, que resulta difícilmente compatible con la idea cristiana de kenosis o vaciamiento divino, podría ser vista como una consecuencia de la recepción del esfuerzo aristótelico por conjurar un peligro latente en la filosofía de su maestro y que el discípulo vivía como una amenaza inminente: la excesiva separación entre el mundo de las ideas y el mundo sensible [49]. Queriendo negar que la idea exista separada de las cosas que la “imitan” o participan de ellas, Aristóteles afirma que el universal sólo es en la cosa (“nada de lo que es universal es sustancia”, Met. L, VII, 229): la idea separada no puede ser la ousia de la cosa. La ousia es en la cosa y es, además, una de las categorías, a la que todas las demás categorías remiten o presuponen, pero sin dejar de ser una categoría, sin estar separada de ellas (las cuales quedan, empero, reducidas a la condición de meros “accidentes”).
Al renunciar a la teoría del recuerdo (anamnesis), la imitación o mimesis deja de ser vista como una simple copia y comparece como un proceso creador, con todo su mérito y su dignidad universalizadora [50]. El acceso a lo universal no sería el resultado de un recuerdo, sino de una actividad constructiva, que comienza ya en la propia percepción. Esta epistemología, que descarta la anamnesis de un mundo de ideas que sirviera como punto de partida para el conocimiento es muy importante a la hora de reconocer y valorar la autonomía del arte. La mimesis no es para Aristóteles una mera copia que refleja o repite mecánicamente un original, no es mera re-presentación pasiva. En este sentido cabe decir, como hacen Ricoeur y Gadamer, que para Aristóteles “mimesis es poiesis” (recreación), con lo que nos encontraríamos posiblemente ante una de las raíces de la hermenéutica contemporánea [51].
Pues bien, inspirándose en un cierto Sócrates frente a Platón y polemizando con Aristóteles, aunque aliándose con su Poética, Ortiz-Osés ofrece una reelaboración posmoderna de la problemática clásica de la metafísica del ser, la cual comparece ahora reconvertida en una hermenéutica de la implicación que no pretende ya alcanzar la Verdad, presuntamente universal e inmutable por trascendente, sino mas bien apalabrar (es decir, traer a nuestros lenguajes) “la trascendencia inmanente del Sentido (con)vivido” [52]. Queda así asumido que todo lo que podemos decir sobre el Ser y sobre Dios somos nosotros los que lo decimos y que lo decimos a nuestro propio modo, al modo humano y en sus múltiples modalidades. Como ya apuntara atinadamente Jenófanes, y posteriormente Feuerbach, nuestras imágenes de lo divino son de entrada nuestras, por lo que no deberíamos descargar nuestra responsabilidad en lo divino: “lo que decimos de Dios nos lo decimos de/a nosotros mismos” [53].
Pero, entonces, ¿de Dios no queda nada? (y si de él nada queda ¿qué quedará de nosotros?). Apenas queda nada del Dios omnipotente e imperante que se ha disuelto con el desarrollo de la conciencia y de la libertad del ser humano: cabría decir que Dios no es propiamente, como creyó la tradición onto-teológica que era; que apenas es nada. En este sentido puede hablarse de un nihilismo en la hermenéutica de Ortiz-Osés, pero al igual que su hermenéutica, ese nihilismo es, como él mismo afirma solidarizándose con E. Cioran, un “nihilismo simbólico”: “De la destrucción del Ser clásico o entitativo (deificado) queda su nombre posclásico: el Sentido como sentido simbólico. De esta guisa, a la muerte del Ser clásico, el ente hiperreal- sucede la resurrección del sentido surreal o subreal, el cual es el ser ya no cósico sino lingüístico o simbólico: paso o tránsito de la naturaleza fija a la cultura desfijadora o abierta” [54].
Ahora bien, como también atinadamente apuntaran, siguiendo toda una tradición, Hegel, Jung y Unamuno, a través de ese nuestro decir, que es proyección nuestra (pero con fundamentum in re, ya que se funda en nuestra coexperiencia y convivencia) el propio Dios se iría descubriendo, reconociendo y humanizando a sí mismo. En este sentido habla Ortiz-Osés del Dios implicado y cómplice, pues se trata de un ser que no es por sí mismo (abstractamente), sino que deviene por nosotros (en el doble sentido del “por”: para nosotros y a nuestro través).
Mas de un tal ser que aun no siendo cósicamente se implica en su creación y se hace cómplice de ella cabría decir que es un ser Anarco, pues aunque hace ser (potencia), ni es propiamente principio o fundamento (cósico) ni ejerce propiamente poder alguno. El anarcoteísmo sería así la contrapartida teológica del planteamiento antropológico-simbólico que hemos denominado anarcohumanismo: ahora nos encontramos con un Dios implicado en el mundo y en el ser humano, lo cual quiere decir tanto en lo bueno como en lo malo. Pero implicarse en el bien no es propiamente implicarse. Si se trata de un Dios implicado, está implicado con el mal: se implica con el mal con la intención de poder redimirlo [55].
Quizás sea posible descubrir un cierto paralelismo entre este nihilismo simbólico del “dios implicado” que se deriva de la hermenéutica de Ortiz-Osés y lo que Corbin ha llamado, a partir del estudio del platonismo islámico, en particular de Ibn Arabi, “la paradoja del monoteísmo”. Hay que tener en cuenta a este respecto que H. Corbin (1903-1978) conoció a Heidegger y tradujo al francés su Introducción a la metafísica antes de dedicarse al estudio y la presentación en Occidente de la filosofía mística del platonismo islámico, en especial del de la antigua Persia. Su investigación de la filosofía islámica se integra en un proyecto de mediación o diálogo intercultural generalizado (en este sentido W.R. Corti hablaba de un “ecumenismo intelectual” y A. Ortiz-Osés ha hablado de “ecumenismo simbólico”) que se realiza, en el contexto del Circulo de Eranos, en una atmósfera de libertad y ausencia de imposiciones teóricas o doctrinales [56].
Pues bien, la paradoja del monoteísmo a la que hemos aludido consiste en que la consideración ingenua, dogmática, exotérica o literal del monoteísmo en su afirmación tajante, que pretende evitar toda idolatría, de que no hay más Dios que Dios, de que hay un solo Dios, implica una especie de victoria pírrica: “perece en su triunfo, se destruye a sí misma convirtiéndose en una idolatría metafísica” [57]. Dicha idolatría consiste en hacer de Dios un Ens, un ente, aunque se pretenda “supremo” y se quiera ubicar infinitamente por encima de los demás entes, invistiéndolo con todas las características positivas imaginables. Este ascenso se encuentra, empero, con un límite insalvable. Pues precisamente, si es ente no puede ser supremo: “el ente se remite por esencia más allá de sí mismo, al acto de Ser que le trasciende y le constituye como ente” [58].
Nos encontramos así cerca de la concepción de un “dios patético” como la que ofrece la gnosis ismailí con su etimología del nombre divino Alá (al-Láh) como “derivada de la raíz wlh, que incluye los sentidos de estar triste, abrumado por la tristeza, suspirar por, huir temerosamente hacia… El nombre divino aludiría no al poder, sino a su fondo oscuro, casi melancólico: “expresa, pues, la tristeza, la nostalgia que aspira eternamente a conocer al Principio que eternamente le da origen: nostalgia del Dios revelado, es decir, revelado para el hombre, que aspira a reencontrarse a si mismo más allá de su ser revelado. Inescrutable misterio intradivino al que sólo es posible referirse por alusión” [59]. Pero tras este excurso por la paradoja del monoteísmo veamos cómo se concreta últimamente la concepción ortiz-osesiana del dios implicado en la cosmología, generando una cosmología simbólica [60].
La actual cosmología física que se condensa en la teoría del big-bang nos ofrece un modelo para explicar el origen y la evolución del universo, es decir, de la totalidad de lo real. El universo proviene, según esta teoría, de una singularidad que sería como punto en el que todo se encuentra superconcentrado y a partir del cual comienza el espacio-tiempo a expandirse. En este sentido el universo no provendría de nada estable, sino de un vacío inestable que por azar se expande espacio-temporalmente de tal modo que se da una disociación de los opuestos, como materia y antimateria, y una oscilación entre ellos que establece un cierto equilibrio también inestable. De este modo, cabe decir que la física actual sobrepasa el marco de la metafísica clásica con su dualismo característico, que ha visto en la nada una especie de monstruo que ha de ser combatido heroicamente, y derrotado, por el ser. Sustituye además la ciencia contemporánea la visión estática y sustancialista por un dinamismo en el que el principio de contradicción apenas rige, pues las partículas son ondas y las ondas vibraciones de cuerdas.
Se trata una visión cuasi surrealista del cosmos en la que el vacío adquiere una relevancia casi desconocida en la tradición sustancialista occidental: podría ocupar el lugar del “alma”: el alma del mundo. Ese vacío inicial que todo lo implica encierra una tensión o pasión, una cierta inestabilidad, un desgarrón: no es ciertamente impasible, sino más bien patético. Habría un drama contenido en esa inestable nada-vacío que por un azar, por nada en realidad (como ocurre con el amor y en el juego, cuando se hacen las cosas “por nada”), se abre expansivamente en el universo (o en una pluralidad de universos paralelos… a saber). “En la metafísica clásica de Aristóteles el orden y concierto del universo está simbolizado dualísticamente por el fondo divino (theion)frente al desorden y desconcierto humano-mundano. Pero en nuestra hipofísica el trasfondo divino es ya una armonía o equilibrio amenazado por la disarmonía y desequilibrio, pues la originaria nada-vacío implica un estado de inestabilidad que acaba desestabilizándose y estallando” [61].
Una inquietud daimónica atraviesa al mismo vacío originario: no podía ser menos si pretendemos comprender la inquietud propia del universo, del propio mundo humano y de los humanos más humanos.
Conclusión
Andrés Ortiz-Osés ha elaborado un pensamiento de carácter hermenéutico o interpretativo de la realidad, especialmente de la realidad cultural y de la propia existencia entrevistas tragicómicamente en su sentido y sinsentido. Pues bien, lo primero que hay que tener en cuenta para poder orientarse en el discurso de Andrés Ortiz-Osés es que, además de ser un gran profesor y de poseer una erudición poco habitual, se trata efectivamente de un escritor original, es decir, que genera desde sí mismo, desde su existencia y experiencia, un lenguaje propio con el que va enhebrando vivencias e ideas, imágenes y conceptos, articulando una interpretación del sentido y sinsentido de lo real, de la vida, el mundo y la existencia. Se trata efectivamente no sólo de un profesor de filosofía sino de un filósofo, es decir, de un creador, de un pensador mitopoeta. No podemos calibrar bien todavía la magnitud y el alcance de esa su creatividad: el tiempo y sus lecturas lo irán diciendo.
En este sentido, la hermenéutica de nuestro autor tiene un sentido ambivalente de signo simbólico o, como aquí lo traducimos, de sentido acuático, por cuanto concibe lo real no como un conjunto de cosas secas ni tampoco como un conjunto de conceptos puros (ambos modos son extremistas), sino como un entramado coimplicativo de símbolos, los cuales son imágenes de sentido fluido o fluente y, además, influyente en nuestras acciones humanas. De aquí su significación antropológica y psicosocial y la importancia otorgada al lenguaje como “mediador” de toda interpretación del mundo por parte del ser humano.
Así que A. Ortiz-Osés participa de la tesis hermenéutica contemporánea de Gadamer, según la cual el lenguaje es metafórico o, en palabras de Ortiz-Osés, no es puramente racional sino relacional, no es literal sino simbólico, no es cósico sino acuático. De esta guisa, el lenguaje simbólico funda al lenguaje racional, de modo que el concepto remite ahora al símbolo, la razón al sentido, la verdad pura a la interpretación impura y, finalmente, el logos y su lógica al mito y su mitología…
Toda nuestra cultura es, en efecto, “mitología”, en el sentido de que la realidad está articulada simbólicamente por el ser humano, el cual lo capta todo no desde la perspectiva aperspectivística de Dios, sino desde su perspectiva humana, demasiado humana, y no suprahumana, angélica o divina. Frente a la presunta solidez del ser clásico y de su razón pura nos las habemos ahora con un fundamento líquido. Ya el propio Nietzsche se refirió al ser humano como a “un poderoso genio constructor que acierta a levantar sobre cimientos inestables y, por así decirlo, sobre el agua en movimiento, una catedral de conceptos infinitamente complejos” [62].[[62]]url:#_ftn62
Ello no significa pasar del absolutismo clásico al relativismo de ciertos posmodernos. Significa, más bien, que nos movemos en un mundo humano relacional e intersubjetivo, dialógico y simbólico. Como dice Ortiz-Osés:
Por encima y por debajo de nuestras filiaciones reales, intervienen nuestras afiliaciones imaginario-simbólicas a través de imágenes cargadas de sentido: de este modo hay algo wittgensteiniano que se “muestra” detrás de los hechos brutos a los que trasciende, y ese algo no se puede decir en un lenguaje referencial sino simbólico. Y es que fundamentamos nuestras vivencias no en presupuestos dados de hechos brutos, sino en condiciones que los trascienden, así pues en con-dicciones: en un lenguaje simbólico que funge de mediación o afiliación entre el significado dado y el sentido simbólico. El fundamento de lo real es simbólico o imaginario, de modo que el imaginario simbólico es la matriz del sentido: por eso todo lo que tiene nombre es (como dice la mitología vasca) [63].
El fundamento de lo real es lo simbólico o imaginario, y ello dice: lo acuático, pues esa afirmación acarrea un “ablandamiento” de la concepción clásica de lo real, una dilusión de lo fijo o fijado, una reinterpretación acuática del ser como sentido que nada o reflota en un trasfondo oscuro y enigmático, a menudo de sinsentido, como realidad transida de surrealidad. El ser clásico es así liquidado en su cosificación o reificación, y licuado para su interpretación fluida y abierta, fructificadora, renovadora o regeneradora. La interpretación adquiere así un carácter recreador fundado en lo simbólico y lo simbólico queda simbolizado por las aguas, de modo que lo sólido flota insólitamente, es decir, emerge y demerge en lo líquido.
Esta reinterpretación del ser de lo real desde el agua suscita una visión surreal. He aquí que en diversas mitologías estudiadas por el autor el agua es considerada como la mater-materia de generación y regeneración, en donde el mismísimo duro destino se ablanda, humedece y reviene. Lo líquido-simbólico es la matriz, la urdimbre matricial frente a la estructura patricial o patriarcal, posibilitando a su vez su regeneración. Pues es por inmersión en las aguas como las cosas reviven y se recrean:
El agua está al principio, en medio y al final, siendo el médium amniótico de regeneración. Ello pone al agua en comunicación simbólica con el lenguaje, médium hermenéutico por excelencia de disolución y resolución de lo real. El lenguaje pone en flotación las entidades, disolviendo su irrelacionalidad y resolviéndola en relaciones: por eso el lenguaje es la razón acuática que mata y vivifica, disuelve y coagula lo real dado, otorgándole una nueva relacionalidad [64].[[64]]url:#_ftn64
El lenguaje simbólico es así el fundamento acuático de una realidad ahora concebida surrealmente, abiertamente, imaginalmente. A lo largo de toda su obra Ortiz-Osés ofrece una simbología de las aguas y una mitología del agua, así como una dilucidación del sentido acuático de la existencia. Pero lejos de quedarse en la mera teoría hermenéutica, el propio autor la verifica en el constante flujo de aforismos.
Pero tras estas incursiones predominantemente teóricas en la filosofía hermenéutica vamos a pasar a la segunda parte en la que ensayaremos algunas interpretaciones de ámbitos culturales más concretos.
Notas:
[1] La Editorial, Zaragoza 1971; Aguilera, Madrid 1973.
Uuuuuffff…maravilloso artículo. Para leer y releer.
Gracias Maestroviejo.
Mi agradecimiento Maestro Viejo por traer al «paisano». A veces ¡ cómo nos suceden las sincronicidades ¡ porque justo andaba yo estos días tocando el tema y me encuentro con el anillo para mi dedo.
¿Qué decir del trabajo de Ortiz-Osés ? Pues fluido, fluyente e influyente. Jaja Pena de no tener su capacidad de síntesis e inteligente oratoria porque por ahí ando yo justificandome de no ser «feminista». Y sólo por hablar del matriarcado y toda su simbología y que de aquellos barros devienen estos lodos intransitables e insoportables. Desde la biblia hasta la pobre Sophia, creando seres amorfos por atolondrada, desde luego que los que transcribieron las canalizaciones de su dios misogino, se les veia el plumero.