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Si difícil nos resulta admitir siquiera la posibilidad de que seres extraterrestres tuvieran una presencia y notable influencia hace miles de años en una cultura y ubicación tan lejanas como las de la antigua civilización maya, cuánto más difícil nos ha de resultar superar todas nuestras ideas preconcebidas, inculcadas en nuestro interior por nuestra educación y cultura.
Quizá podamos admitir que los mayas recibieron la visita de seres extraterrestres a los que veneraron como dioses y de los que recibieron conocimientos y sabiduría durante siglos. ¿Pero qué pasa si son nuestras propias creencias, o las de nuestra cultura, las que se ven medidas por el mismo rasero?
Como adelantamos ya en la introducción de esta serie de artículos, admitir la naturaleza extraterrestre de Dios, definiéndolo como un ser corporal de carne y hueso no tiene por qué afectar a su carácter, virtudes ni naturaleza. Seguiría siendo un ser superior, poseedor de conocimientos y técnicas aún hoy sobrenaturales, y lo que es más importante, poseedor del mensaje y las finalidades que impregnaron sus hechos en el pasado.
Aquel que sea un auténtico creyente no debería preocuparse por la naturaleza última de Dios, sea una nube de vapor, un concepto mitológico derivado de la observación de la naturaleza, un extraterrestre o un espabilado escondido detrás de una piedra y hablando a través de una estatua. Lo importante de una creencia es el mensaje, la finalidad, el objetivo a que conduce, que en el caso del cristianismo es el amor y la paz entre los hombres. Y este mensaje no es en absoluto incompatible con una posible naturaleza extraterrestre de Dios.
El prestigioso autor español J. J. Benítez presenta en varios de sus libros la teoría de que también el dios cristiano tiene un origen extraterrestre.
En sus estudios, el investigador sugiere la posibilidad de que exista una o varias «razas» extraterrestres de un nivel intelectual y tecnológico muy superior al nuestro que desde hace miles de años vienen visitando nuestro planeta e influyendo, lo más discretamente posible, en nuestra evolución intelectual y espiritual.
Estos seres, infinitamente más cercanos que nosotros a la Perfección absoluta habrían estado preocupándose por nosotros desde antes de que el mundo existiera y vendrían tutelándonos para ayudarnos a avanzar por el camino de esa Perfección, aunque siempre respetando la libertad individual y la necesidad, imprescindible en cualquier aprendizaje, de equivocarse para poder encontrar la verdad.
El autor busca sus fuentes tanto en los textos de la Biblia como en los llamados Evangelios Apócrifos, reconocidos por la Iglesia como redactados por un autor sagrado aunque no investidos de la inspiración divina.
Por supuesto que la calificación de un texto como dotado o no de esa inspiración depende únicamente de criterios humanos, los responsables en cada momento de su calificación. De hecho, después de haber sido ocultados y luego perseguidos, la misma Iglesia Católica les reconoce hoy a estos textos un gran valor, especialmente en lo referente al desarrollo de algunos puntos concretos que los Evangelios Canónicos no desarrollan suficientemente.
Idéntica finalidad persigue J. J. Benítez, en especial en lo referente a extender las informaciones que los libros oficiales presentan sobre la concepción y nacimiento de Jesús de Nazaret. Para ello utiliza los Evangelios apócrifos de Santiago, de Mateo, el Libro sobre la Natividad de María, el Evangelio de Pedro y el Armenio y Árabe de la Infancia de Jesús, todos ellos reconocidos por la Iglesia Católica como parte de la Tradición.
El Pueblo de Yahvé
Cuando estos seres extraterrestres asumieron, hace unos 4000 años, la tarea de preparar la llegada de un portador de su mensaje, empezaron por buscar una zona y un pueblo adecuados para la tarea que les esperaba. Se decidieron por una raza nueva habitante entre el Nilo y el Tigris. Esta zona era el foco cultural más importante del planeta, poblado por las, entonces, civilizaciones más avanzadas: Egipto, Babilonia, Nínive y Ur.
En vista de que todos los pueblos estaban influidos ya por diferentes creencias y religiones, fue preciso crear una nueva nación.
«Yahvé dijo a Abraham: Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré.» (Génesis 12, 1-3).
Varios siglos después, la nación judía comprendía a seiscientas mil personas. Todos ellos, y sus rebaños, fueron trasladados por el desierto en lo que ha dado en llamarse el Éxodo.
«E iba Yahvé al frente de ellos, de día en una columna de nube para guiarlos en el camino y de noche en una columna de fuego para alumbrarlos…» (Éxodo, 13 21-22).
Los egipcios no dejaron marchar a los judíos fácilmente. Eran unos excelentes esclavos, e hicieron falta varias plagas e incluso una matanza de los primogénitos egipcios para liberar al pueblo. Aún así, después de su partida no tardaron mucho en arrepentirse y salir en su persecución, alcanzándolos junto al Mar de Suf.
«Levantose el Ángel de Yahvé que marchaba al frente del ejército de Israel, y se puso detrás de ellos. Levantose también la columna de nube de delante de ellos y se colocó a la espalda, intercalándose así entre el campamento de los egipcios y el campamento de los israelitas. Era nube y tinieblas (por una parte), y (por la otra) iluminaba la noche, de modo que no pudieron acercarse aquellos a éstos en toda la noche.» (Éxodo 13, 19-20).
Lo que sucedió después, es sobradamente conocido.
Evidencias
Existen aproximadamente doscientas apariciones de ángeles en el Antiguo y Nuevo Testamento. Siempre son jóvenes de gran belleza y de ropas brillantes. Su aspecto, sin embargo, es tan humano que a veces pasan inadvertidos.
«El ángel de Dios se presentó a Joaquín rodeado de un inmenso resplandor…» (Libro sobre la Natividad de María).
«Y sucedió que, al ofrecer Joaquín su sacrificio, juntamente con el perfume de éste y, por decirlo así, con el humo, el ángel se elevó hacia el cielo» (Apócrifo de San Mateo)
Sobre la infancia de María, criada en el Templo de Jerusalén, resultan reveladores algunos fragmentos del Libro sobre la Infancia de María (cap. VII): «Diariamente tenía trato con los ángeles.
Asimismo gozaba todos los días de la visión divina, la cual la inmunizaba contra toda clase de males y la inundaba de bienes sin cuento. «
«(…) Y María permaneció en el templo como una palomica, recibiendo alimento de manos de un ángel.» (Protoevangelio de Santiago, VI)
«Fue enviado por Dios el ángel Gabriel, para que le anunciase la concepción del Señor y para que la pusiera al corriente de la manera y orden como iba a desarrollarse este acontecimiento.
Y así que hubo hasta ella, inundó la estancia donde se encontraba de un fulgor extraordinario (…) La Virgen, que estaba bien acostumbrada a ver rostros angélicos y a quien le era familiar el verse circundada de resplandores celestiales (…)
El ángel, por inspiración divina, vino al encuentro de tales pensamientos…» (Libro sobre la Natividad de María).
Después de terminado el Éxodo, transcurrieron casi 500 años sin producirse apenas apariciones de ángeles, nubes y gloria de Yahvé. Lo que antes era tan cotidiano para este pueblo, desapareció hasta unos quince años antes del nacimiento de Cristo.
Influencias
Primero durante el Éxodo, y después en Jerusalén, los sacerdotes consultaban la voluntad de Yahvé en los lugares que éste mismo había destinado a tal fin.
La Tienda del Encuentro primero y luego el Santo de los Santos en el Templo, era el lugar sobre el que descendía la nube.
«Y cuando Moisés entraba en el Tabernáculo, bajaba la columna de nube y se detenía a la puerta del Tabernáculo, mientras Yahvé hablaba con Moisés.» (Éxodo 33, 9-10)
«En todas sus marchas los hijos de Israel levantaban el campamento cuando la nube se alzaba de encima de la Morada (…)
Porque durante el día estaba sobre la Morada la nube de Yahvé, en la cual durante la noche había fuego, viéndolo toda la casa de Israel en todas sus marchas» (Éxodo 40, 36-38).
El mítico Templo de Jerusalén fue construido también según las órdenes de Yahvé, «Y sucedió que al salir los sacerdotes del Santuario, la nube llenó la Casa de Yahvé; y los sacerdotes no pudieron permanecer allí para ejercer su ministerio, a causa de la nube; pues la gloria de Yahvé llenaba la Casa de Yahvé» (Libro Tercero de los Reyes 8, 10-11) Moisés subió al monte Sinaí, por mandato divino, donde permaneció durante cuarenta días.
«Subió, pues, Moisés al monte, y la nube cubrió el monte. La gloria de Yahvé reposó sobre el monte Sinaí y la nube lo cubrió por seis días.
Al séptimo día llamó Él a Moisés de en medio de la nube. Y parecía la gloria de Yahvé ante los ojos de los hijos de Israel como un fuego devorador sobre la cumbre del monte. Moisés entró en la nube y subió al monte.
Y permaneció Moisés en el monte cuarenta días y cuarenta noches» (Éxodo 24, 15-18)Allí, fue minuciosamente aleccionado acerca de cómo construir la Morada y la Tienda del Encuentro, mostrándole incluso planos o modelos.
También fue instruido sobre el descanso sabático, y al marchar le entregó los diez mandamientos «Después de hablar Dios con Moisés en el monte Sinaí, le dio las dos tablas del Testimonio; tablas de piedra, escritas por el dedo de Dios.» (Éxodo 31, 18)
Los vestigios que las Santas Escrituras, incluso en sus versiones canónicas, nos han dejado, son innumerables. Basta ojear los libros del Antiguo Testamento, en especial los primeros, con una mentalidad suficientemente receptiva para encontrar indicios que si bien no demuestran nada, ni tampoco lo pretendemos, pueden en cambio servir para dejar abiertas las puertas a otras posibles concepciones o interpretaciones.
El completo código de conducta que son los diez mandamientos, suficientes para una convivencia perfecta; el tratado sobre la salubridad de los alimentos en aquella época y geografía que se puede consultar en el Levítico; la higiene sexual que supuso el rito de la circuncisión; y sobre todo, la evidencia de que en aquella época la presencia de Yahvé y sus enviados era algo plenamente cotidiano.
Los evangelios apócrifos muestran importantes informaciones acerca de cómo la misma virgen María fue concebida por lo que hoy llamaríamos concepción in Vitro o tal vez inseminación artificial.
De cómo fue criada en el Templo de Jerusalén recibiendo a diario la visita de los ángeles que la alimentaban. Y, en última instancia, de cómo Jesucristo pertenecía a una familia genéticamente escogida y protegida, fue concebido de la misma forma que su madre y vigilado y controlado durante toda su infancia.
En cualquier caso, tal vez sea suficiente para empezar a considerar alternativas razonables.
El Nacimiento
«…Y en aquel momento la estrella aquella, que habían visto en el Oriente, volvió de nuevo a guiarles hasta que llegaron a la cueva, y se posó sobre la boca de ésta. Entonces vieron los magos al Niño con su Madre…” (Protoevangelio de Santiago XXI, 3)
Sobradamente conocida es la historia del nacimiento de Jesús de Nazaret.
Al menos, en la versión oficial transmitida tanto por la Iglesia como por la tradición piadosa de los creyentes.
Sin embargo, resulta interesante revisar algunos detalles aportados en su mayoría por diversos evangelios apócrifos, y que si bien no cambian aspectos significativos de dicha historia pueden resultar reveladores en cuanto a la naturaleza de sus artífices.
Camino de Belén, la urgencia del parto los obliga a refugiarse en una cueva «en la que nunca había entrado el sol».
«Más, en el momento mismo en que entró María el recinto se inundó de resplandores y quedó todo refulgente, como si el sol estuviera allí dentro.
Aquella luz divina dejó la cueva como si fuera el mediodía. Y mientras estuvo allí María, el resplandor no faltó ni de día ni de noche.» (Apócrifo de San Mateo)
«Y yo, José, me eché a andar, pero no podía avanzar; y al elevar mis ojos al espacio, me pareció ver como si el aire estuviera estremecido de asombro; y cuando fijé mi vista en el firmamento, lo encontré estático y los pájaros del cielo inmóviles; y al dirigir mi mirada hacia atrás, vi un recipiente en el suelo y unos trabajadores echados en actitud de comer con sus manos en la vasija.
Pero los que simulaban masticar, en realidad no masticaban; y los que parecían estar en actitud de tomar la comida, tampoco la sacaban del plato; y, finalmente, los que parecían introducir los manjares en la boca, no lo hacían, sino que todos tenían sus rostros mirando hacia arriba». (Protoevangelio de Santiago, XVIII)
También había unas ovejas que iban siendo arreadas, pero no daban un paso, sino que estaban paradas, y el pastor levantó su diestra para bastonearlas con el cayado, pero quedó su mano tendida en el aire.
Y al dirigir mi vista hacia la corriente del río, vi cómo unos cabritillos ponían en ella sus hocicos, pero no bebían.
En una palabra, todas las cosas eran en un momento apartadas de su curso normal.» (Protoevangelio de Santiago, XVIII)
«Al llegar al lugar de la gruta, se pararon, y he aquí que ésta estaba sombreada por una nube luminosa. (…)
De repente, la nube empezó a retirarse de la gruta y brilló dentro una luz tan grande que nuestros ojos no podían resistirla.» (Protoevangelio de Santiago, XIX)
«Finalmente, dio a luz un niño, a quien en el momento de nacer rodearon los ángeles…» (Apócrifo de San Mateo)»
«En aquel momento se pararon todas las cosas, silenciosas y atemorizadas (…) Y en cuanto salió la luz, la doncella adoró a Aquel a quien reconoció haber ella misma alumbrado.
El niño lanzaba de sí resplandores, lo mismo que el sol. Estaba limpísimo y era gratísimo a la vista, pues sólo Él apareció como paz que apacigua todo…
Aquella luz se multiplicó y oscureció con su resplandor el fulgor del sol, mientras que esta cueva se vio inundada de una intensa claridad…
Yo, por mi parte, quedé llena de estupor y de admiración y el miedo se apoderó de mí, pues tenía fija mi vista en el intenso resplandor que despedía la luz que había nacido.
Y esta luz fuese poco a poco condensando y tomando la forma de un niño, hasta que apareció un infante, como suelen ser los hombres al nacer.
(…) vi que tenía limpio el cuerpo, sin las manchas con que suelen nacer los hombres, y pensé para mis adentros que a lo mejor habían quedado otros fetos en la matriz de la doncella (…)
Me acerqué luego a la doncella, la toqué, y comprobé que no estaba manchada de sangre.